Tal vez jugando pudiera - Semanario Brecha

Tal vez jugando pudiera

ANP PHOTO / OLAF KRAAK

«Qué locura va a ser el día que se muera Maradona», venía fantaseando hace años. Supongo que un poco me la veía venir, como cualquiera que estuviera mínimamente enterado de su deterioro. Primero vi que no podía articular una frase completa sin quedarse alargando una vocal, como un video trancado, atrapado en el pantano de los psicofármacos. Luego le notaba la mirada perdida, la lentitud mastodóntica de un animal herido, un barrilete roto que no tenía nada que ver con el petiso enrulado que esquivaba patadas y chicaneaba críticos a toda velocidad, en la cancha y frente al micrófono. La última vez, lo vi tambalearse, torpe y confundido, entre cinco tipos que lo sostenían para que pudiera mantenerse en pie, justo el día en que cumplió 60 años.

La noticia de su muerte causó mucha más conmoción que incredulidad. Hace años sabíamos que la salud de Maradona era una lotería y sospechábamos que su cuerpo, probablemente uno de los más intervenidos de la historia, en algún momento diría «basta, no aguanto más». Y el cuerpo dijo «basta». El 25 de noviembre murió de un paro cardiorrespiratorio, en su casa, mientras se recuperaba de una operación cerebral.

Efectivamente el día que murió Maradona fue una locura. Fue el velorio más grande del mundo. Millones de personas lo despidieron y le agradecieron. En Nápoles proyectaron su rostro en edificios con una cortina de fuegos artificiales y cantos de agradecimiento. En Argentina se armaron altares populares en las paredes exteriores de los estadios. En las partes más inverosímiles del planeta se organizaron todo tipo de rituales de despedida. Es muy difícil explicar con palabras qué siente uno cuando ve un reconocimiento de tal magnitud, con tanto amor, tanto llanto, tanto agradecimiento. La primera sensación (que yo, al menos, no tengo interés en contradecir) es que se lo merece, que si tanta gente lo quiere tanto, algo habrá hecho para merecérselo. La emoción desbordada muestra que lo que está pasando ahí es un acto de justicia, una mínima retribución por todo lo que les dio.

Maradona era un mito viviente; ahora es un mito a secas. Cuando algo es un mito, a decir verdad, no importa demasiado si vive o no. Como su condición mítica se volvió mucho más importante que su vida concreta, lo cierto es que su muerte no cambia demasiado las cosas. No fue una pérdida, sino un cambio de estado. E incluso, quizá, un alivio.

Hace años que Maradona no era Maradona y tenía que vivir con la triste obligación de seguir siéndolo. Tenía que seguir saliendo a la ventana del hotel como un rey que se deja ovacionar. Hacer su show para los medios, alimentarlos con algún exceso, un morbo, una frase picante, una pelea en televisión, un problema de salud que lo tuviera otra vez al borde de la muerte y vamos con el móvil en vivo desde el hospital donde está internado Maradona. A Maradona lo mató en parte el peso de su leyenda, que es también el peso de su personaje. La obligación de estar siempre a la altura de su leyenda, ese era su personaje. Supongo que se volvió adicto a eso, también. El éxito, el poder, el placer sin límites, la fama son adictivos, no lo podemos culpar por eso. El problema es que también son destructivos. En vidas exageradas como la de Maradona, el tiempo se ensancha, pero también se acorta.

En los últimos años, además, Maradona comenzó a dar vergüenza. Se fue convirtiendo en una especie de bufón decadente de una corte de jeques árabes que lo contrataban para tenerlo viviendo allá, en una mansión de superlujo con anillos de diamantes, piscinas con cascadas y animales exóticos. Lo estaban coleccionando; él era el animal de circo más deseado. Lo ponían a dirigir unos partidos y dejaban que armara sus fiestitas caprichosas. Claro que le llenaban los bolsillos de petrodólares, pero eso no viene al caso.

 «Salí de ahí», pensaba cuando lo veía haciendo ese show. «¿No ves que de un modo muy cínico, muy cobarde, muy impune nos estamos riendo de vos?» «¿No ves que te ponen ahí no para respetarte u homenajearte, sino para que des vergüenza, morbo, lástima, goce, gracia?» Es algo que suele pasar con los ídolos populares a medida que la máquina mediática los engulle, los procesa y los devuelve como productos de consumo. Hay una línea muy delgada entre el ídolo admirado, intocable por su carácter sublime, y el muñeco de exhibición que todos podemos manosear y hacerlo un poco nuestro, besarlo, zarandearlo, obligarlo a hacer su espectáculo para nosotros, en fin, coleccionarlo, divertirnos un rato y luego dejarlo solo, bailando borracho alrededor de su ego decadente.

Si Maradona fue víctima de algo, entre todas sus relaciones y actos violentos y miserables, fue de ese morbo masivo, hipócrita, asqueroso, clasista (porque las elites hicieron un gran esfuerzo por mostrarlo así, a modo de exhibición ejemplarizante de cómo se hacen mierda los pobres que hacen plata pero que no tienen nada en la cabeza), de ese vértigo que produce ídolos para comérselos y eructarlos y prenderles un foco en la cara y preguntarles: «¿Cómo te sentís, Diego?».

Pero Maradona no fue una víctima y asignarle ese lugar no sólo lleva a minimizar todas las violencias y dolores que causó, sino que lo narra de una manera que a él nunca le cupo. Con su irreverencia, con su gesto desafiante y gallito, Maradona nunca aceptó el mote de víctima de la desigualdad social que cierta izquierda bienintencionada siempre quiere ponerle encima, sin entender que esa idea de víctima consagra a un sujeto vacío, carente, que necesita recibir y aceptar obedientemente un proceso de inclusión social, castrando la potencia desbordante y autocreadora de lo popular para volverlo solamente un objeto de política pública.

Ya conocemos sus lujos terrajas, sus contradicciones. Ya sabemos que no fue un estandarte de la coherencia ideológica. Pero, a su manera, Maradona tuvo un tratamiento extremadamente lúcido de su origen social, porque aunque tuvo todo para hacerlo, nunca regó la mentira de la meritocracia, el talento y el esfuerzo individual, sino que se puso del lado de las causas populares y la lucha de los pueblos (y en general tuvo, hay que decirlo, un buen olfato para reconocer a los oligarcas y declararlos enemigos), pero nunca lo hizo desde el victimismo minimizador (pobrecitos los pobres), sino desde la reivindicación de lo villero como gesto igualitarista, un pibe que está acá, en frente de vos, que vale lo mismo que vos y capaz que te gana y todo, y seguramente te gane, porque se la banca más. «Lástima a nadie, maestro», dijo una vez. Lástima, a nadie.

Pero antes y más allá de esta última etapa, Maradona fue un héroe popular. Quizá podemos elegir quedarnos con el recuerdo de su lado luminoso, porque al final los pueblos solemos necesitar la compañía de nuestros héroes y nuestros mitos. En ellos late una esperanza de redención que debe ser protegida y valorada. El pueblo construye a los héroes que puede. Y los héroes populares como Maradona, los héroes que representan al pueblo, esos héroes pecadores, dionisíacos, camorreros, encarnan radicalmente las ambigüedades del pueblo. Su parte conservadora, egoísta y violenta; su parte transgresora, solidaria e irreverente.

Confieso que suelo confiar en el criterio de los pueblos para elegir a sus héroes de largo plazo, como Maradona. Sin embargo, no me interesa defender la alegría popular en abstracto. No creo que todo lo que provenga del pueblo sea genuino, transformador y festejable. Pero sí creo que si tenemos ganas de ser parte de una constelación de sujetos colectivos y populares, tenemos que poder entender el dolor popular, incluso sabiendo e insistiendo con que Maradona fue un hombre violento, misógino, machista y destructivo. Porque, así como negar, tapar o relativizar las prácticas miserables de Maradona no es otra cosa que una legitimación de la violencia patriarcal, moralizar y juzgar el amor popular nunca puede ser una solución al problema, porque no nos permite hacernos cargo colectivamente de las contradicciones que nos constituyen como sujetos populares. No se puede desconocer la extrema y dolorosa ambigüedad del amor. No se puede evitar querer a alguien que se quiere, aun sabiendo que hizo mucho mal. Así que quizá sea necesario hacer ambas cosas a la vez: visibilizar y luchar contra la cultura capitalista, patriarcal y machista de la que están hechos nuestros ídolos populares y, al mismo tiempo, como la parte del pueblo que somos, ser solidarios con el dolor (que es la bronca, la esperanza, el amor, la revancha de los de abajo y la certeza de que podemos ser felices) del pueblo que los llora.

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