La escena comienza estridente: hay algo confuso, violento; la oscuridad marca el tono. Ese aparente desorden va de la mano con el título de la pieza, que, al menos, causa curiosidad. Hay algo que no parece estar en su sitio: una pareja, un bebé, la desesperación. De a poco la historia comienza a construirse a través del relato de los distintos personajes, en una escena que se presenta en varios niveles, con un trabajo del espacio muy destacado que amplifica el escenario de La Cretina y que, de a poco, tiende a ordenarse. Federico Guerra, autor y director de la pieza (con obras anteriores como Snorkel, Odio oírlos comer y La euforia de los derrotados), despliega en este texto su capacidad para construir, mediante el humor negro, situaciones incómodas y políticamente incorrectas, inteligentemente narradas para hacer reír a la platea.
El elenco es otro de los fuertes de la puesta. Los actores encuentran, en cada uno de sus personajes, un lugar de enunciación perfectamente elegido para que desplieguen su capacidad de representar y construir humor. Fernando Amaral y Leonor Chavarría componen a una pareja que busca asumir su paternidad mientras se vincula con el vecino, un alterado Lucas Barreiro, que es padre soltero. Horacio Camandulle y Virginia Méndez son madre e hijo, y atraviesan momentos difíciles de enfermedad y desempleo. Daniel Cabrera interpreta al jefe y Federico Lindner es su nuevo empleador. Elisa Fernández y Victoria Natero son una pareja; una de ellas es enfermera y viene de un pasado de violencia junto a su expareja Pablo Robles, y la otra es vecina de Juan Carlos, un indigente con mucho para decir, protagonizado por Marcos Valls. El numeroso elenco (muchos de los actores ya han trabajado con Guerra en puestas anteriores) responde a las líneas de dirección para ir montando la lógica de una puesta en la que todo lo inconexo parece ir encontrando su lugar y, así, desnudar a personajes con costados bizarros y pasados dolorosos.
Guerra es uno de los pocos autores locales que escriben humor. Busca situar a los espectadores en lugares incómodos, mientras compone un cuadro de personajes actuales que atraviesan problemas puestos en cuestión con un tono directo, a veces descarnado. Jirafas y gorriones presenta a un grupo de personajes que atraviesan búsquedas vitales mientras se acercan demasiado a la muerte. La imposibilidad, la autodestrucción, la frustración se dan la mano con diversas formas alternativas de contención, alejadas de lo esperable; desde esa sorpresa aflora un humor que, sin embargo, no deja de tener un sabor agridulce.
En la obra hay una lógica instalada acerca de los perdedores: son los que llevan la voz cantante. Marcos Valls encarna a Juan Carlos, un marginal que duerme en la puerta de un edificio y que, en su aparente locura, repite discursos cargados de una interesante filosofía de vida, aprendida en esa calle que lo forja. Sus diálogos, expresados en una realidad paralela, alejada de lo cotidiano, resultan los más lúcidos y premonitorios de la obra.
Es una fortaleza de la escritura de Guerra el aparente enredo de situaciones que van logrando una estructura cerrada, muy bien narrada. En esta pieza los componentes simbólicos que le dan nombre aparecen en los momentos en los que los personajes deben tomar decisiones para poder seguir adelante, y es ese universo ilógico el que los define. Hay un trabajo sobre lo sucio, lo alejado de lo pulcro y lo esperable, que define sus universos, tan humanos como sensibles. Una puesta bienvenida en la nutrida cartelera montevideana que marca el esperado regreso de La Cretina, espacio ineludible de visitar para los teatreros de ley.