En el último medio siglo en gran parte del mundo se produjo un notorio proceso de reducción en las brechas por género, tanto en los ingresos como en la participación en el mercado laboral. Esto en parte fue posible por distintas conquistas en la legislación laboral, que han permitido que las diferencias salariales entre hombres y mujeres –en un mismo puesto laboral– se reduzcan casi completamente; también responde al crecimiento en los niveles educativos y de experiencia de las mujeres.1 Sin embargo, aún subsisten diferencias salariales importantes, y el proceso de convergencia se ha enlentecido fuertemente. Uruguay no escapa a esta realidad: el salario promedio de las mujeres es 25 por ciento menor que el de los hombres.2
La principal corriente económica para interpretar las diferencias salariales –la teoría del capital humano– sostiene que estas desigualdades se explican por los distintos grados de productividad de los individuos y están determinadas por el nivel educativo y la experiencia. Y aunque la convergencia entre hombres y mujeres en educación y experiencia jugó un papel importante en la reducción de las brechas –dado que las mujeres poseen niveles educativos más elevados que los hombres y las diferencias en experiencia se redujeron fuertemente–, estos factores explican relativamente poco la brecha remanente.
Entonces ¿cuáles son las causas de las diferencias persistentes en los ingresos laborales de hombres y mujeres?
Más horas, menos pago. En un conjunto de individuos de entre 18 y 65 años, la tasa de ocupación para las mujeres es de 67 por ciento y de 86 por ciento para los hombres. Entre las mujeres ocupadas gran parte lo está a tiempo parcial. Así, si consideramos sólo a los trabajadores de tiempo completo (aquellos que trabajan al menos 35 horas semanales), la brecha salarial en el ingreso medio por género es de 19,3 por ciento. Las mayores diferencias se producen entre los hombres y mujeres que viven en pareja, donde las tasas de empleo son de 66 por ciento para las mujeres y 92 por ciento para los hombres, dando cuenta de la persistencia del modelo de hogar de hombre proveedor.
Una primera razón de la peor inserción de las mujeres en el mercado laboral es la fuerte división social por género del trabajo, que lleva a que los hombres realicen mayor cantidad de horas de trabajo remunerado en el mercado y las mujeres de trabajo de cuidados en los hogares.
Trabajo de cuidados se le llama a una serie de actividades indispensables para la reproducción y sostenimiento de la vida: crianza de los niños, tareas del hogar, cuidado de personas dependientes. Para salir a trabajar, antes tuvimos que tener una comida preparada, ropa limpia que vestir, y mucho antes que eso tuvimos que nacer y crecer. El trabajo de cuidados está por tanto en el centro de la reproducción social, y es lo que permite que el resto de la economía de mercado siga funcionando. Algunas de estas actividades pueden alternativamente ser compradas en el mercado o ser producidas por los miembros del hogar. En este último caso, al no tener un valor de mercado, permanecen invisibles como actividades productivas.
Existe una vasta literatura vinculada a la economía feminista dedicada al análisis de la economía del cuidado, con el objetivo de valorizar económicamente las actividades del trabajo no remunerado realizadas en el hogar y su interacción con las actividades de mercado.3 Para el caso de Uruguay, un estudio4 de Soledad Salvador estimó que el valor económico del trabajo no remunerado de cuidados representó en 2007 entre un 26,6 por ciento y un 30 por ciento del Pbi (dependiendo del criterio metodológico adoptado).
A partir de datos de la Encuesta de Uso del Tiempo, de 2013, es posible saber que dos tercios del tiempo de trabajo de las mujeres son dedicados al trabajo no remunerado (65 por ciento), mientras que en el caso de los varones la relación es inversa: sólo dedican un tercio del tiempo al trabajo no remunerado (31,9 por ciento). Las mujeres realizan una jornada laboral por semana que dura diez horas menos en promedio que la de los hombres, pero su dedicación al trabajo no remunerado es 20 horas superior, lo que lleva a que la carga global de trabajo de las ocupadas sea en promedio diez horas semanales más que la de los hombres.
El hecho de que la mayor parte del trabajo no remunerado en los hogares recaiga sobre las mujeres es la primera razón para entender las restricciones y los peores resultados que éstas obtienen en el mercado laboral. Esta idea es definida muchas veces como “suelo pegajoso”, aludiendo a que las responsabilidades que la sociedad asume como “correspondientes” a las mujeres las adhieren a la base de la pirámide económica y les imponen restricciones: una doble jornada laboral que las ata a determinado tipo de ocupación y que no les permite avanzar en su carrera profesional.
DUROS TECHOS DE CRISTAL. Las cifras que manejamos hasta ahora esconden importantes diferencias por nivel educativo. Hay aún 15 puntos porcentuales de diferencia entre las tasas de empleo de las mujeres con nivel educativo terciario (más de 12 años de educación) y el resto. La mayor inserción en el mercado laboral de estas mujeres no es la contracara de un reparto más equitativo por género del trabajo no remunerado dentro de estos hogares, sino que se encontraría más bien asociada a una mayor capacidad, por parte de las mujeres de mayor nivel educativo e ingresos, de comprar parte de estos servicios en el mercado (por ejemplo en forma de guarderías, comida preparada o servicio doméstico), y por tanto trasladar parte de su trabajo no remunerado del hogar al mercado.
Sin embargo, el tener mayores niveles educativos no soluciona el problema. De hecho es entre quienes tienen mayores niveles educativos donde se encuentran las mayores diferencias salariales por género. Esto se debe a los denominados “techos de cristal”, barreras invisibles a las que se enfrentan las mujeres para ascender en la carrera profesional, que impiden que alcancen cargos jerárquicos en igual medida que los hombres, a pesar de tener mejor nivel educativo.
Una parte de la explicación parece estar en la duración de las jornadas laborales. Debido a la mayor carga de trabajo no remunerado, las mujeres no sólo tienen una tasa de participación laboral más baja, sino que, además, aquellas que participan se insertan en trabajos de medio tiempo en mayor medida que los hombres. El trabajo de media jornada penaliza de dos maneras los ingresos recibidos por las mujeres. En primer lugar, reciben menos ingresos totales por mes y a lo largo de la vida –por lo tanto recibirán menos ingresos por jubilaciones cuando finalice su vida laboral–. En segundo lugar, por la forma en que se estructuran las diferentes ocupaciones en el mercado laboral, cada hora trabajada en un empleo de medio tiempo se paga peor que en un trabajo de tiempo completo.
Sin embargo, no sólo quienes trabajan medio tiempo ven afectados sus ingresos salariales por hora por el hecho de hacerlo así. Un trabajo reciente de la economista Claudia Goldin, de la Universidad de Harvard,5 analizó las características asociadas a ocupaciones que requieren alta calificación y reciben elevada remuneración en Estados Unidos. Encontró que para ascender en algunas ocupaciones (bufetes de abogados, negocios y finanzas) se requieren jornadas largas u horarios irregulares con disponibilidad full-time. En estas actividades, aquellos que trabajan 50 o más horas semanales reciben en promedio una remuneración desproporcionadamente más grande que aquellos que lo hacen por 40 horas semanales, y las diferencias salariales por género son muy elevadas. Por otra parte, sectores como la industria farmacéutica tienen menores brechas salariales y jornadas laborales más flexibles. La evidencia presentada en este trabajo sugiere que mientras una parte de estas fuertes diferencias dentro de las ocupaciones puede ser resultado de las características del trabajo en sí (la labor realizada por diferentes empleados no es sustituible), también juegan un rol importante las convenciones sociales e institucionales de cómo se organiza el trabajo.
La autora sostiene entonces que las condiciones para la equidad salarial de género pasan por generar los cambios tecnológicos e institucionales que reduzcan los costos de la flexibilidad temporal. Sin embargo, puede que esto no sea suficiente.
Romper la reproducción de estereotipos. Las diferencias de ingreso por género no explicadas por características productivas (es decir: que hombres y mujeres con iguales niveles de educación y experiencia reciban diferentes salarios por un mismo trabajo realizado) se asociaron tradicionalmente a problemas de discriminación por parte de los empleadores. Sin embargo, la evidencia parece mostrar que no es la única causa. Si diferentes resultados en el mercado laboral se encuentran asociados a diferentes “elecciones” que hacen hombres y mujeres (carrera, ocupación, horas de trabajo, entre otras), parece relevante, por tanto, entender cómo se forman esas diferentes preferencias y qué determina las elecciones.
Recientemente se ha desarrollado una literatura que centra su atención en las normas de identidad de género y su trasmisión intergeneracional en la familia y la sociedad, para explicar diferentes realidades del mercado laboral, como por ejemplo la menor presencia de mujeres en matemáticas y disciplinas asociadas, la persistencia de la segregación ocupacional por género, en las promociones y cargos y en la participación en el mercado laboral y las horas de trabajo.6 Esto es relevante porque aporta evidencia sobre la importancia de la reproducción de las normas sociales de género como elemento clave para entender los diferentes resultados de hombres y mujeres en el mercado laboral, definiendo o reforzando estereotipos en el hogar, en el sistema educativo y la sociedad en general. Más aun, muestra que, como construcciones sociales, son pasibles de ser modificadas.
Si bien la evidencia es novedosa, las ideas de fondo no son nuevas. La economía feminista viene analizando desde hace años cómo los patrones de género dominantes trasmitidos a través del proceso de socialización inciden sobre la formación de expectativas y prácticas sociales, de cómo las sociedades se organizan para resolver el trabajo doméstico y de cuidados.
Parte importante de la pelea por la reducción de las brechas de género en el mercado laboral pasará entonces por generar los cambios tecnológicos e institucionales que reduzcan los costos asociados a jornadas laborales menos extensas y eliminar algunas de las restricciones que enfrentan las mujeres para insertarse en el mercado laboral (en particular acceso a sistemas de cuidado que permitan reducir la carga de la doble jornada). Sin embargo, puede que esto no sea suficiente. Será necesario también avanzar hacia mercados laborales más humanos, que no reproduzcan estereotipos masculinos de trabajador ideal –como aquel que no tiene obligaciones familiares–, y habrá que repartir de forma más equitativa el trabajo no remunerado dentro de los hogares y en la sociedad en general. Esto requiere que nos concienticemos sobre la importancia social del trabajo de cuidados para la sostenibilidad de la vida. Liberarnos de los estereotipos de género no sólo nos permitirá reducir las inequidades que enfrentan las mujeres en su inserción en el mercado laboral, también nos hará más libres a todos, hombres y mujeres.
Estefanía Galván es estudiante del doctorado en economía en la Universidad de Aix-Marseille (Francia) y docente del Instituto de Economía, Fcea-Udelar.
- Blau, F D y Kahn, L M (2016). “The Gender Wage Gap: Extent, Trends, and Explanations”, en el Journal of Economic Literature.
- Las cifras presentadas corresponden a cálculos propios a partir de microdatos de la Encuesta Continua de Hogares 2015, Instituto Nacional de Estadística. Asalariados entre 18 y 65 años.
- Véanse por ejemplo los trabajos de Julie A Nelson y Marianne Ferber, Antonella Picchio y Cristina Carrasco.
- Salvador, Soledad. “La valoración económica del trabajo no remunerado”, en Rosario Aguirre (ed), Las bases invisibles del bienestar social. El trabajo no remunerado en Uruguay. Montevideo, 2009.
- Goldin C (2014). “A Grand Gender Convergence: Its Last Chapter”, en American Econo-mic Review. 104(4): 1091-1119.
- Véanse, por ejemplo, Fortin, N (2005), “Gender Role Attitudes and the Labour Market Outcomes of Women Across Oecd Countries”, en Oxford Review of Economic Policy 21: 416-438; Fernández, R, Fogli, A, y Olivetti, C (2004), “Mothers and Sons: Preference Formation and Female Labor Force Dyna-
mics”, en The Quarterly Journal of Economics, 1249-1299; Bertrand, M, Kamenica, E, y Pan, J (2015), “Gender Identity and Relative Income within Households”, en The Quarterly Journal of Economics, 130(2), 571-614.