Tenemos que hablar de Israel - Semanario Brecha

Tenemos que hablar de Israel

Al cumplirse este mes 50 años de la conquista israelí de los territorios palestinos que la Onu inequívocamente considera ocupados (Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este), han circulado variados análisis en los medios periodísticos y académicos.

Buena parte de ellos, basándose en documentos desclasificados en los últimos años, se enfocan en cuestionar o directamente refutar la versión oficial israelí sobre los motivos de la Guerra de los Seis Días: la exitosa aventura bélica fue una acción “defensiva y preventiva” ante el inminente ataque de sus vecinos árabes. Curiosa guerra defensiva, que en menos de una semana triplicó el territorio que Israel había adquirido (también por la guerra) en 1948, pues también ocupó la península del Sinaí egipcia y los Altos del Golán sirios (ocupados hasta hoy). Dejando de lado las controversias sobre las razones que tuvo Israel para atacar a sus vecinos en 1967, la mayor parte de los análisis serios se centran en los resultados de medio siglo de ocupación militar, y coinciden en que no hay nada que celebrar. Desde el punto de vista del derecho internacional humanitario se sigue definiendo al régimen como “ocupación beligerante”, de la cual derivan deberes para Israel como potencia ocupante. Los numerosos informes y resoluciones de distintos organismos de la Onu que condenan a Israel y le exigen poner fin al statu quo se basan precisamente en su sistemático incumplimiento de sus responsabilidades hacia la población ocupada (cuyos derechos humanos también son violados, según el derecho internacional de los derechos humanos).

Desde el punto de vista político, lo que Israel ha hecho en estos 50 años es la mejor prueba de cuáles eran sus verdaderas intenciones en 1967: la apropiación y colonización de la totalidad del territorio de la Palestina histórica. Ese proyecto comenzó enseguida de terminada la guerra y continúa hasta hoy: más de 250 colonias inundan Cisjordania y Jerusalén Este1 –algunas, verdaderas ciudades donde viven cientos de miles de israelíes−, todas ilegales según el derecho internacional y la Corte Internacional de Justicia. Miles de millones de dólares fueron invertidos en construir la infraestructura que sostiene las colonias: carreteras segregadas, servicios públicos, sanitarios y educativos (incluidas universidades) exclusivos para ellas, grandes parques industriales, y por supuesto instalaciones militares y policiales para controlar el territorio, proteger a los colonos y reprimir a la población palestina que resiste el despojo.

Cuando una viaja por ese territorio fragmentado, entre comunidades palestinas cada vez más estranguladas, aisladas y hostigadas por las colonias en constante expansión, todos los discursos y justificaciones de Israel sobre la seguridad y la necesidad de “defenderse” se caen, y el proyecto original sionista se revela en toda su dimensión: tomar la mayor cantidad posible de tierra con la menor cantidad posible de árabes. Nadie invierte durante medio siglo en levantar ciudades y poblar un territorio, trasladando a él a 700 mil compatriotas si tuviera la remota intención de devolverlo algún día a sus legítimos dueños. El “proceso de negociaciones” iniciado hace un cuarto de siglo en Oslo no fue otra cosa que una cortina de humo para ganar tiempo y seguir creando en el terreno “hechos consumados” irreversibles que hicieran imposible la existencia de un Estado palestino con Jerusalén Este como capital. Quien afirme lo contrario es hipócrita o está mal informado. Y no hay un solo gobierno del mundo que no lo sepa.

Pero si los gobiernos no están dispuestos a ir más allá de su hueca retórica condenatoria, la sociedad civil está tomando el protagonismo y desplegando estrategias con impacto real, tanto en la economía como en la imagen internacional de Israel. Y eso sí está cambiando en la última década, desde que la sociedad civil palestina convocó a una campaña internacional de boicot, desinversión y sanciones (Bds) para que el costo de mantener el statu quo sea cada vez más alto para Israel.

Uno de los cambios más exitosos está dándose en las nuevas generaciones de la comunidad judía. Este mes el diario The Times of Israel dio a conocer el resultado “devastador” de una encuesta realizada por un grupo sionista de Estados Unidos: Israel está perdiendo apoyo de manera acelerada en ese país, especialmente entre la juventud universitaria judía.2 La encuesta revela que la campaña para mostrar a Israel más allá del conflicto (sobre todo sus logros high tech) no ha sido efectiva. Mientras en 2010 el apoyo a Israel era del 73 por ciento, en 2016 bajó al 54 por ciento. Y entre la juventud universitaria judía el apoyo cayó un 27 por ciento. El estudio indica que la sociedad estadounidense sabe más sobre Israel desde 2010, y que cuanta más información tiene la gente, peor es su opinión sobre el país.

Como ilustración de ese fenómeno, en mayo una delegación de 133 jóvenes judíos (principalmente de Estados Unidos) estuvo en Cisjordania apoyando a comunidades palestinas en su resistencia a la ocupación. Hay imágenes impactantes3 del grupo vistiendo camisetas con la leyenda “Occupation is not our Judaism” (“La ocupación no representa nuestro judaísmo”), sumándose a una protesta en una comunidad beduina (que levantó un campamento en su propia tierra) y resistiendo con ella la agresión de los soldados, que tres veces destruyeron con gran violencia el campamento. Esos jóvenes volvieron a sus familias, comunidades y universidades a contar lo que vivieron.

En contraste con esta tendencia, no deja de sorprenderme la arraigada tradición uruguaya de considerar y tratar a Israel como un país democrático normal. El “milagro start-up”, la experticia en temas que van desde seguridad e inteligencia hasta tecnología agrícola, parecen ser la única faceta de Israel. A políticos, legisladoras, sindicalistas, artistas e izquierdistas en general no parece molestarles que Israel sea un Estado sin Constitución ni fronteras definidas, que se declara exclusiva y excluyentemente judío, que otorga la nacionalidad en función de esa identidad, y sólo reconoce el matrimonio religioso (pero no el interreligioso ni del mismo sexo).

Tampoco parece importarles que “la única democracia de Oriente Medio” mantenga la ocupación colonial y militar más larga de la historia moderna, y a 6 millones de personas viviendo bajo su dominio sin absolutamente ningún derecho (en los territorios ocupados) o con derechos limitados (en Israel) como ciudadanas de tercera, por no ser judías, y a otros 6 millones repartidos por el mundo o en campos de refugiados vecinos sin permitirles regresar a su patria ancestral, ni siquiera de visita o para morir en ella.

Aun a quienes vivimos 12 años de dictadura nos cuesta imaginar cómo tres generaciones de palestinos han vivido sin conocer un solo día de normalidad, con el miedo permanente de que sus tierras sean confiscadas, sus casas demolidas, sus seres queridos encarcelados o asesinados, sus permisos de trabajo o de residencia cancelados…

Muchas veces me he preguntado si esta naturalización de Israel se debe a indiferencia o ignorancia. En ambos casos se trata de un serio problema ético. En el primero, por la simple razón que ya expuso Desmond Tutu: si eres neutral en situaciones de injusticia, estás tomando partido por el opresor. Y en el segundo porque, en tiempos de inmediatez mediática, ignorar lo que pasa es una opción consciente. Y no tengo dudas de que muchos –dentro y fuera de la comunidad judía− eligen no informarse para no tener que enfrentar verdades incómodas.

En cualquier caso, una cosa es cierta: la narrativa sionista que por décadas logró exitosamente presentar a Israel como un ejemplo de civilización en medio de la barbarie, e incluso como la víctima que tiene derecho a defenderse de sus salvajes vecinos árabes, se está resquebrajando. El régimen sionista tiene cada vez más dificultades para acallar las críticas con el gastado chantaje del antisemitismo, simplemente porque no puede pasar el examen de la verdad.

Por eso, como dice el periodista Joan Cañete Bayle, hay que hablar más del Israel real.4 De sus leyes y sus mitos fundacionales, del pensamiento único sionista, de la nula separación entre Estado y religión. Dar voz a los colonos. Publicar el contenido de los textos de estudio. Escuchar a los líderes espirituales de los partidos religiosos. Entrevistar a los jóvenes recién llegados de Brooklyn que se instalan en las colonias más hardcore de Cisjordania al grito de que esa tierra les pertenece por derecho divino y no a las familias que llevan generaciones cultivando los olivos. Y preguntarles a quienes manifiestan en Tel Aviv por los derechos animales o en el Día del Orgullo Lgtb, qué piensan de los derechos humanos en Gaza.

  1. Conviene recordar que las colonias fueron retiradas de Gaza en 2005 por el gobierno de Ariel Sharon, pero sólo para intensificar la colonización de Cisjordania y Jerusalén. No obstante, Gaza sigue siendo considerada territorio ocupado, según el derecho internacional humanitario, porque su territorio está controlado por agua, tierra y aire por una potencia militar enemiga y beligerante.
  2. “‘Devastating’ survey shows huge loss of Israel support among Jewish college students”, 21-VI-17.
  3. “Photos: A week of joint struggle in Sumud Freedom Camp”, 972mag.com, 28-V-17
  4. “Hablar más de Israel”, ctxt.es, 14-VI-17.

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