Un tiro al centro del problema - Semanario Brecha

Un tiro al centro del problema

A continuación dos miradas contrapuestas sobre un problema clave para los sectores de ingresos medios y bajos.

Techar el techo

Por Felipe Berrutti

La preocupación por los altos precios de la vivienda es recurrente en las conversaciones de los uruguayos. De hecho, Uruguay reporta uno de los menores índices de satisfacción con la disponibilidad de vivienda asequible y de calidad en América Latina: solamente dos de cada cinco personas declaraban estar satisfechas en 2011. Esta magnitud es inferior a la observada en todos los países de la región, salvo Argentina, Bolivia y Perú. El panorama no es mejor para los hogares que alquilan. De acuerdo a datos de la Encuesta Continua de Hogares, desde 2008 el porcentaje de hogares que destinan más del 30 por ciento de sus ingresos a pagar el alquiler se ha incrementado sostenidamente, pasando de 11 por ciento en 2008 a 18,4 por ciento en 2015.

En ese contexto, es natural que surjan propuestas legislativas como la llamada “ley de alquileres”, anunciada por el Partido Comunista de Uruguay (Pcu) recientemente, que busquen mejorar la asequibilidad de la vivienda. El proyecto de ley tiene cuatro componentes: 1) un mecanismo de control de alquileres, los cuales no podrán superar el 4 por ciento del valor catastral del inmueble arrendado; 2) expansión del sistema de garantías estatales de arrendamiento a todos los trabajadores formales, jubilados y pensionistas; 3) un programa de subsidios públicos de los alquileres que pagan los hogares de bajos ingresos; y 4) un impuesto a las viviendas desocupadas de 0,04 por ciento del valor catastral del inmueble. Este artículo discute la conveniencia de topear los alquileres y fijar un impuesto a las viviendas vacías.

De acuerdo a la fundamentación de la ley, la primera propuesta de imponer un tope máximo a los alquileres busca atacar los procesos de especulación inmobiliaria y el poder de los desarrolladores inmobiliarios. En este sentido, los impulsores de la ley piensan que, para obtener precios más altos, ciertos especuladores podrían no poner en el mercado todas las viviendas que poseen, hipótesis que sustentan en la alta cantidad de viviendas vacías reportadas en el censo de 2011. Creo que este razonamiento es inadecuado, dado que supone que la ganancia principal derivada de la “especulación inmobiliaria” está vinculada a la obtención de rentas provenientes de alquileres.

Una hipótesis más plausible es que este tipo de inversores adquieren viviendas fundamentalmente como una forma de preservar e incrementar sus ahorros, y así las rentas obtenidas por sus alquileres entran en un segundo orden en sus consideraciones. Esto se asocia a que el mercado de capitales en Uruguay se encuentra muy poco desarrollado y, por lo tanto, las opciones que tienen los hogares uruguayos para invertir sus ahorros son muy limitadas. De acuerdo a datos de la Encuesta Financiera de los Hogares Uruguayos, mientras que en 2013 aproximadamente 12 por ciento de los hogares poseía más de un inmueble, la tenencia de bonos o acciones era casi insignificante (Lluberas y Odriozola, 2015). Frente a un conjunto tan limitado de opciones de inversión, ciertos hogares pueden estar eligiendo adquirir viviendas no por la rentabilidad que proceda de su alquiler, sino para obtener ganancias patrimoniales.

Esta utilización de la vivienda como bien de inversión puede tener consecuencias perversas en el mercado inmobiliario y en el mercado de capitales. En este último, debido a que el ahorro de los hogares no se dirige hacia las empresas, con lo que éstas deben obtener financiamiento por otros medios. En cierta medida, el bajo desarrollo del mercado financiero local podría limitar las posibilidades de crecimiento económico nacional. En el mercado inmobiliario, debido a que la demanda de viviendas no se compondrá solamente por los requerimientos de las familias que buscan habitarlas, y por ende el precio de mercado será una combinación entre la disposición a pagar por vivienda para habitación y por vivienda como inversión. Naturalmente, estas dos demandas serán influenciadas por factores notoriamente distintos, lo cual podría estar detrás de los desajustes en el mercado de la vivienda uruguayo. Más aun, esto podría explicar la presencia de viviendas vacías, dado que para los inversores puede ser una decisión óptima no arrendar sus propiedades dados los riesgos involucrados y el hecho de que igual esperan obtener ganancias patrimoniales en el futuro. En este escenario, la existencia de viviendas vacías no necesariamente implicaría que haya poder de mercado; y topear las ganancias derivadas de los alquileres podría ser irrelevante para los inversores especulativos.

Lo anterior debe matizarse, dado que es posible pensar que existan vínculos entre el motivo especulación y el motivo habitación. Si se topean los alquileres, la rentabilidad esperada asociada a esa demanda de viviendas podría disminuir, afectando la inversión por motivo de especulación. La rentabilidad también se podría afectar si los inversores especulativos tienen horizontes de valoración extensos, y ponen sus viviendas en el mercado de alquileres para amplificar sus ganancias.

Por otro lado, el componente de la política que propone un impuesto a las propiedades desocupadas sí parece ser más efectivo en impactar directamente sobre la rentabilidad de la vivienda como bien de inversión, si esta no es incorporada al mercado de alquileres. Sin embargo, aun asumiendo que dicho impuesto lograra volcar las viviendas desocupadas al mercado, no es claro cuál sería la magnitud del aumento de la oferta. La distribución geográfica de estas viviendas es crucial, ya que para impactar sobre el mercado de alquileres deben localizarse en zonas de alta demanda. En Montevideo, dado que la mayoría de estos inmuebles se encuentran en zonas céntricas muy requeridas, la política podría tener un mayor impacto sobre los alquileres que si aquéllos se encontraran en otras zonas de la ciudad. En el caso de que todas las viviendas desocupadas se volcaran al mercado, el incremento del stock inmobiliario sería de aproximadamente un 4 por ciento del total de viviendas ocupadas, de acuerdo al censo de 2011. Es esperable que el incremento final sea menor, dado que parte de ese 4 por ciento puede estar desocupado debido a factores ajenos a los agentes, siendo un caso típico las disputas sucesorias. En este último caso, la creación de mecanismos simples para dirimir conflictos sucesorios y una revisión de los plazos máximos de prescripción de la propiedad de inmuebles, que son comparativamente altos en Uruguay con relación al resto del mundo, podrían ser formas alternativas (o complementarias) de introducir parte de estas viviendas desocupadas en el mercado de alquileres.

Otra opción de política para desestimular la especulación inmobiliaria e incorporar viviendas al mercado podría ser impulsar el desarrollo de instrumentos financieros más atractivos que la inversión inmobiliaria, que además sean de fácil acceso para los hogares con capacidad de ahorro.

Finalmente, la opción de atar los alquileres al valor catastral resulta extraña, a priori. Es un hecho ampliamente documentado que los valores catastrales no reflejan adecuadamente los precios de mercado de los inmuebles, a pesar de que son reajustados ocasionalmente. En el caso de que los valores catastrales no reflejen los precios de mercado, la fijación de topes en relación con un monto arbitrario puede dar lugar a los problemas de exceso de demanda habituales bajo un sistema de fijación de precios. Sin embargo, el proyecto de ley propone una actualización de los valores de catastro, por lo que es de suponer que dichos valores pasarán a reflejar los precios de mercado. Tomando datos de Montevideo sobre los precios de venta en unidades indexadas (recabados por la Unidad de Análisis Económico del diario El Observador) y comparando su evolución con el cociente entre la evolución de los alquileres en el índice de precios al consumo (Ipc) y la evolución general del Ipc, se observa que atar la evolución de los alquileres a la evolución del precio de venta de los inmuebles puede perjudicar a los hogares. En este contexto, el subsidio de parte de los alquileres que pagan los hogares tendría mejores consecuencias en materia de bienestar que topear el precio de los alquileres. No obstante, esta política sería sustantivamente más costosa, por lo que no es claro que alcance una cobertura amplia que logre impactar en el bienestar de los hogares.

Uruguay ya posee un conjunto de políticas de vivienda destinadas a mejorar el acceso a ella de los sectores con ingresos bajos y medios. Una de ellas es la ley de vivienda de interés social (Lvis). Aunque oficialmente la Agencia Nacional de Vivienda (Anv) no hizo público el gasto tributario asociado a esta política, algunas fuentes de prensa lo han estimado en aproximadamente 235 millones de dólares hasta marzo de 2014. A pesar de este alto gasto, la política aún no ha sido evaluada sistemáticamente. Aunque se ha mostrado que fue efectiva en reorientar la construcción residencial hacia barrios céntricos, se desconoce su efecto sobre los precios de venta y de alquiler de los inmuebles en Uruguay. Adicionalmente, persisten dudas sobre la conveniencia de subsidiar la oferta en vez de la demanda. Otra política que parece requerir más análisis es el programa Mevir, dado que no está claro qué criterios justifican hacer una inversión importante en vivienda (107 millones de pesos en 2015, según la rendición de cuentas de ese año) para la población rural sin establecer algo similar para la población urbana.

Es claramente imprescindible estudiar mejor las políticas vigentes para poder rediseñarlas a efectos de tener un impacto mayor sobre el bienestar de la población que se desea beneficiar, posiblemente a través de algunos instrumentos presentes en la propuesta realizada por el Pcu. No obstante, más allá de la elogiable preocupación por un problema relevante para los hogares uruguayos, un primer diagnóstico sobre el mercado inmobiliario, las políticas públicas existentes y sus propuestas de reforma parece sugerir la necesidad de contar con mayor información para hacer recomendaciones de política pública o legislación y poder evaluar sus posibles impactos.

 

Referencias

Lluberas y Odriozola, Bcu, 2015. “Inflation, currency depreciation and households balance sheet in Uruguay”, documento de trabajo 09/2015 del Banco Central del Uruguay.

Ocde-Cepal (2014). “Estudio multi-dimensional de Uruguay. Volumen 1.” Evaluación inicial, Oecd Publishing.


Un tiro al centro del problema

Por Benjamín Nahoun

En memoria de Mauricio Kriger, que tanto sabía sobre arrendamientos, y que alguna vez,
al oír hablar de capitalismo salvaje, preguntó sorprendido: ¿Pero es que hay otro?

El mercado de arrendamientos se rige por el decreto-ley 14.219, de 1974. Esta norma, aprobada en los albores de la dictadura, puede catalogarse como el primer mojón en el pasaje de las concepciones de corte social (que caracterizaron a las políticas de vivienda en la segunda mitad de los años sesenta) al pensamiento neoliberal que se impondría en dictadura y que, aun con avatares diversos, marcó el rumbo hasta 2005, y del que todavía se advierten huellas en las políticas posteriores.

Normas como la ley del “alquiler razonable” (número 13.659, de 1968), el decreto de creación de los Fondos Sociales de Vivienda (en 1967) y, sobre todo, la ley nacional de vivienda (13.728, de 1968), que de alguna forma son el canto del cisne del Estado de bienestar, dieron paso entonces a una concepción que apuesta al mercado, y que visualiza al Estado solamente como creador de las condiciones para que aquél prospere. El Estado se comprometió, además, a fines de los ochenta, ya con un gobierno democrático, a no modificar esas reglas de juego por 20 años (plazo prorrogado luego), de modo de asegurar que quienes invirtieron en vivienda para renta al calor de esas nuevas condiciones, tuvieran la garantía de que las normas no iban a cambiar hasta que pudieran hacer su negocio.

¿Cuáles eran esas reglas? Mercado libre de precios; contratos de plazos cortos, que a su término dejaban al propietario con las manos libres (luego de una prórroga máxima de sólo un año) para volver a buscar la mejora del precio; y extensión de los mecanismos de garantía por retención de sueldos, que aseguraban al propietario cobrar en tiempo y forma. Estas reglas son las que rigen hasta hoy.

La idea era muy simple aunque pecaba de ingenuidad: volver el mercado de arrendamientos tan, tan atractivo, que los inversores harían fila para poner allí sus dineros: los precios subirían –y subieron, efectivamente, y mucho–, pero la oferta se multiplicaría a tal grado que pronto la ley de la oferta y la demanda los haría volver a valores razonables en un contexto de oferta abundante.

Pero los precios no bajaron, más allá de fenómenos coyunturales, y los capitales, atraídos por otras sirenas más voluptuosas, tampoco llegaron y el mercado no se amplió; simplemente los propietarios, vueltos absolutamente dominantes, cobraron más por el mismo stock por el que antes cobraban menos.

El libre mercado vino a sustituir a un régimen con una importante regulación, basado en la ya citada ley 13.659, uno de cuyos pilares era que si al fin del contrato las partes no acordaban el precio para renovarlo, este era fijado por un perito. De una regulación prudente se pasaba así a la ausencia total de regulación.

Aunque la vigencia plena del régimen de mercado libre se dilató hasta que estuvieran prontas las viviendas que se construirían con fondos públicos para ofrecer a todos aquellos que quedaran desplazados del mercado de arrendamientos (origen y explicación de la construcción de los grandes conjuntos de fines de los setenta y principios de los ochenta, como el Euskal Erría y el Complejo América), el resultado sobre la vivienda de los sectores populares fue atroz: un estudio de 1996 revelaba que las principales causas de la formación de asentamientos precarios habían pasado a ser los desalojos por vencimiento de contrato y la imposibilidad de volver a alquilar.

En efecto, la mitad de la población de los asentamientos precarios en 1984, y casi el 60 por ciento diez años después, provenían de casas y apartamentos, y en cuanto al motivo del traslado, en esa década aumentaban sensiblemente las demoliciones y desalojos por la realización de obras públicas –como los accesos a la capital– y la política de declarar ruinosas las fincas alquiladas, para facilitar su desalojo, que tuvo ancho cauce durante la dictadura.

La formación de asentamientos precarios aparece así claramente como consecuencia de la expulsión de familias que tenían vivienda “formal” hacia la precariedad de la periferia y los tugurios: gente expulsada de su propia ciudad. En el mismo sentido, la ocupación laboral de los jefes de hogar en los asentamientos pasaba de una mayoría de recolectores, ambulantes y peones a otra de obreros y empleados.

El proyecto de ley del diputado Gerardo Núñez (Pcu-FA) sobre fijación y actualización de los precios de los arrendamientos, que se ha hecho público en estos días, vuelve a poner sobre la mesa la necesidad de la regulación, cuyo fundamento político es que un bien social escaso y satisfactor de un derecho humano esencial, como la vivienda, debe estar al alcance de quienes lo necesitan. No se trata de que los propietarios subsidien a los inquilinos, como podría sostener algún fundamentalista del neoliberalismo: eso lo debe hacer y lo hará el Estado, pero para ello debe partirse de precios razonables, porque de lo contrario no se estaría subsidiando la necesidad del inquilino, sino la ganancia del propietario.

No es nuestra intención aquí entrar en los detalles del proyecto del diputado Núñez, que es extenso y complejo y recoge otros aspectos (garantías, subsidios, utilización de inmuebles desocupados, tanto públicos como privados; utilización de unidades de complejos habitacionales; sanciones a viviendas ociosas; creación de una dependencia responsable del tema), simplemente queremos hacer notar que por primera vez en muchos años, quizá desde 1985, alguien en el Parlamento plantea la necesidad de enfocar de otra forma el tema de los arrendamientos.

La idea, sin embargo, hace mucho tiempo que ha estado contenida en los programas de gobierno del Frente Amplio, aunque fue licuándose a medida que crecían las posibilidades políticas de ponerla en práctica por la obtención de mayorías, licuación siempre en función de los riesgos de que ideas de este tipo puedan espantar a los inversores: espantar en su acepción de ahuyentar y también en la de aterrorizar.

Estas teorías de “cuanto menos regulación, mejor”, que son también inspiradoras de la llamada ley de vivienda de interés social (Lvis), que resigna toda tributación a cambio de nada, tienen claros apoyos ideológicos pero escasa o nula evidencia empírica confirmatoria; más bien la hay de lo contrario, y en ese sentido el decreto-ley 14.219 es paradigmático.

De todos modos, resulta por lo menos contradictorio que en una sociedad que regula el precio del transporte suburbano y carretero, la atención médica mutual y el precio de la leche, resulte sacrílego regular el de los arrendamientos de casa-habitación. Quizá sólo se trate del poder de presión que tiene cada uno de los regulados.

Hay algunas dificultades, sin embargo: una de ellas puede ser el juramento que hizo el Estado de no tocar las reglas de juego del mercado de arrendamientos hasta las calendas griegas (que en su momento Gonzalo Aguirre tachó de inconstitucional a todas luces). Por eso la propuesta de programa del Frente Amplio elaborada por la Unidad Temática de Vivienda y Hábitat del FA proponía no cambiar el sistema para todo el mundo, sino simplemente crear otro, paralelo, regulado, y que fuera el único que recibiera facilidades, como el subsidio y las garantías estatales. La propuesta naufragó antes de llegar al congreso del FA, donde no fue rescatada y no hubo oportunidad de discutirla. La iniciativa del diputado Núñez, más allá de que puede ser perfectible, abre esa posibilidad, así como otras, y debe ser bienvenida. Porque lo que procura cambiar es la filosofía del sistema vigente, y todo lo que no se haga en ese sentido opera en el contrario.

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