El rechazo a la obligación al trabajo es generalmente ridiculizado por inocente o utópico. Cuestionar la necesidad de tener un empleo al cual destinar las mejores horas y años de nuestra vida parece naíf si se toma desde un realismo capitalista. Sin embargo, existen perspectivas que cuestionan la implícita obligatoriedad del trabajo, con propuestas plausibles de implementar y que permitirían lograr una dignificación real de las personas.
Actualmente está naturalizada la premisa que sostiene que el trabajo dignifica a las personas. La «cultura del trabajo» es quizás el consenso implícito más unánime al que han llegado todos los espectros político-partidarios y han logrado imponer una lógica irracional del trabajo que se entiende como un imperativo racional de la sociedad democrática progresista. Por ejemplo, el proyecto «Cultura del trabajo para el desarrollo», llevado a cabo al inicio del tercer gobierno del Frente Amplio bajo la premisa de que el trabajo es «una característica esencial para el desarrollo de la sociedad»,1 buscaba formar personas para que adquirieran «capacidades» que les permitieran simplemente obtener un empleo, sin evaluar realmente el impacto humano en la producción y el impacto de las formas de producción en las personas. Tener un empleo es entendido como realización personal y como forma de resolver algunos conflictos sociales. Y a la vez tiene como contracara al «desempleo», la «inactividad», que dentro de este esquema se asocia negativamente a la vagancia o incluso a la delincuencia. Así, se refuerza un «sentido común» que no entiende como posible otra vida fuera de la obligatoriedad de trabajar.
Pero ¿qué es trabajar? Podemos dividir sus significados en dos grupos. Por un lado, connota creatividad y realización (intelectual o física) e implica únicamente la relación entre una persona y una actividad que tenga como fin elaborar alguna cosa.
Por otro lado, alude al trabajo en tanto «empleo» y refiere a una relación social. Se puede caracterizar al empleo como un vínculo social y jurídico entre una persona física y una persona jurídica empleadora, que tiene como contraparte una retribución dineraria por la realización de actividades determinadas, en un tiempo diario y mensual organizado y establecido contractualmente. Esta relación social está ordenada jerárquicamente, dentro de un contexto asimétrico que, en muchos casos, conlleva vínculos de explotación. A su vez, está regulada jurídica y públicamente.
Es decir, el trabajo no es un simple intercambio de tareas/tiempo por dinero dentro de un sistema productivo, ni oficia únicamente como medio para obtener sustento económico. Es también constructor de subjetividad, determina formas de pensar(se) y actuar socialmente.
Una estrategia discursiva común que trata de disuadir cualquier planteo en contra del imperativo del empleo, en general, en los medios de comunicación y la política, consiste en utilizar el sentido de «trabajo» de manera ambigua y así justificar posiciones haciendo pasar un sentido por otro.
DEL HOMO FABER AL HOMO LABORANS
En los albores del capitalismo preindustrial, la obligatoriedad de trabajar quedó planteada jurídicamente. Un ejemplo importante en la historia de las políticas laborales es el caso de las regulaciones de Inglaterra iniciadas en la baja Edad Media. En medio de la crisis por la peste negra y la Guerra de los Cien Años, el parlamento inglés decidió regular el trabajo asalariado y establecerlo coercitivamente a cierta parte de la sociedad (niños, mujeres y hombres jóvenes, solteros y sin propiedades, menores de 60 años) a partir de la Ordenanza de Trabajadores (Statute of Laborers) de 1349.2 La ordenanza buscaba, entre otras cosas, regular los costos de la escasa mano de obra, establecer la obligatoriedad del trabajo, prohibir la mendicidad, fijar salarios y penas, así como condenar el desempleo y socavar el poder de negociación de los trabajadores. Además, instauró una categorización social (y moral) que dividía a las personas (excepto nobles y aristócratas) entre sirvientes, trabajadores, artesanos y vagabundos. Estas leyes reconocieron beneficios del trabajo asalariado en detrimento de la esclavitud y la servidumbre, generando un aparato ideológico que motivó positivamente la construcción de una fuerza laboral, pero restringiendo las libertades personales.3 Posteriormente, tanto el Estatuto de la Vagancia (Vagrancy Statute) de 1536, como las llamadas Poor Laws4 (siglo XVI a XVIII) ampliaron la categorización de las personas de acuerdo a sus niveles de pobreza y reforzaron su estatus como personas obligadas a trabajar compulsivamente (compulsory workers). Así consolidaron la obligatoriedad de trabajar y el castigo a la mendicidad e «inactividad» e impusieron un léxico para referirse a los diferentes sectores sociales, creados por las propias leyes. Se comenzó a asociar «trabajador» y «artesano» con virtud, dignidad y bondad y, por el contrario, a «inactivos», «vagos» e indigentes con maldad, vicio e inmoralidad. Con la colonización de América, la esclavitud y servidumbre dejadas de lado en Europa se vuelven a imponer a los pueblos colonizados y a aquellos traídos por la fuerza por el comercio y tráfico de personas.
EL TRABAJO COMO REACCIÓN, LA AUTOMATIZACIÓN COMO RESPUESTA
Paulatinamente, con el devenir del capitalismo mundial y los aparatos institucionales democráticos, el trabajo dejó de ser jurídicamente obligatorio, pero su imposición persiste. Elocuentemente, el Grupo Krisis observa que en el contexto actual «la sociedad nunca ha sido tan sociedad del trabajo como en un momento en el que el trabajo se está haciendo innecesario».5
A mediados del siglo XIX, en los Grundisse,6 Marx adelantó un futuro con un mercado mundial, donde gracias al desarrollo tecnológico se obtendrían niveles altísimos de producción por medio de la automatización de máquinas y donde el trabajo humano ya no sería tan necesario. En el siglo XXI, el libro Comunismo de lujo totalmente automatizado7 retoma las premisas de Marx pensando en nuestra era posindustrial: actualmente, los avances tecnológicos lograrían reducir la demanda de trabajo humano, que ahora podrían hacer máquinas, dejando a las personas tiempo libre fuera de las actividades impuestas para que puedan reapropiarse, gestionarlo y desarrollar sus intereses.
Pero en los casos en que las sociedades sustituyeron la mano de obra humana, la automatización se realizó de manera arbitraria y discreta por parte de grupos empresariales, es decir, se hizo una sustitución de trabajadores por máquinas, pero sin socializar los beneficios y sin ningún marco de una política planificada. Entonces, en vez de que la automatización se traduzca en reducciones de las jornadas laborales, simplemente se generó desempleo. Así, el plus de productividad fue apropiado por el capital que utilizó la automatización para reducir el valor del trabajo.
Sin embargo, existe una manera de entender la automatización como una solución al problema de la imposición social del empleo. Esto puede ser posible con una planificación pública y centralizada que pueda, por un lado, implementar sistemas de automatización y, en simultáneo, desarrollar políticas que prevean la desindustrialización y el desempleo de forma planificada para evitar consecuencias que conlleven un desempleo arbitrario y sin ningún soporte.8
Desde estas perspectivas han surgido propuestas como la implementación de servicios básicos universales como vivienda, salud, educación y transporte público, así como rentas y dividendos universales como respuesta a una forma de organización social obsoleta. Se trata de medidas que solo pueden llevarse a cabo de manera planificada, a largo plazo, a escala nacional, regional o mundial. En resumen, la planificación de una automatización que permita reducir el tiempo destinado a trabajar (jornadas laborales y años de aporte a la seguridad social) es posible y deseable si viene de la mano de garantizar las necesidades básicas para la vida (vivienda, salud, alimentación, cultura), para las cuales muchas veces existe el derecho al acceso pero no las garantías para que este derecho efectivamente se ejerza.
Reducir la jornada laboral o los años de aportes exigidos no significa bajar la productividad ni sus beneficios. En general se asocia causalmente la alta productividad con la cantidad de horas humanas trabajadas, pero esto ignora la situación global actual, en pos de continuar con la ideología del trabajo. Por ejemplo, los tres países de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) con mayor productividad, que a su vez son ejemplo por tener altos niveles de bienestar ‒Dinamarca, Noruega y Alemania‒, tienen un promedio de horas por persona trabajadas anualmente inferior a 1390, mientras que México, el país con mayor carga horaria, promedia 2137 horas anuales por trabajador.9
UNA REFORMA NECESARIA
Estas ideas que planteamos brevemente, en general, no han permeado el debate público. La actual discusión sobre la reforma jubilatoria propicia un escenario adecuado para plantear una reforma en la distribución y extensión del horario laboral. En un momento donde la automatización podría hacer posible el ideal de reducir la carga horaria del trabajo humano, es absurdo que, en el marco de un proceso estructural que conlleva una reducción de la demanda de mano de obra, la discusión se centre en una propuesta que aumentará su oferta, es decir, una propuesta procíclica que solo agravaría los problemas que pretende resolver. Aún más absurdo es que las respuestas a la propuesta de reforma se centren en detalles particulares y no sobre su trasfondo ideológico. Mucho más que discutir si jubilarse a los 60 o a los 65 años, necesitamos problematizar cómo se distribuyen socialmente los beneficios en caso de incorporar automatizaciones, sea en el campo industrial, agrícola o de servicios.
El mismo problema fue muy bien planteado por Jean-Luc Mélenchon, quien recientemente, en un discurso en París,10 reafirmó de forma elocuente lo irracional de la discusión sobre la reforma jubilatoria en Francia y denunció la imposición del trabajo cuasi obligatorio como un sinsentido que aliena a las personas de su propia naturaleza: «El tiempo libre es cuando tenemos la posibilidad de ser plenamente humanos. Nos dicen que tenemos que trabajar más, y entonces nos preguntamos: ¿para qué?». Esta pregunta que nos hacemos a diario es signo del padecimiento constante causado por una organización externa y ajena que necesitamos reformular. Se trata de una preocupación existencial ya planteada por Marx, quien afirmó que la «libertad solo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad». 11
1. Directriz Estratégica del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social 2015-2020.
2. The Avalon Project, The Statute of Laborers; 1351.
3. Whittle, J. & Lambrecht (ed.) Labour Laws in Preindustrial Europe. The Boydell Press: UK.
4. Slack, P. (1990). The English Poor Law 1531–1782. MacMillan.
5. Grupo Krisis. (2018). Manifiesto contra el trabajo. Virus.
6. Marx, K. Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. Siglo XXI.
7. Bastani, A. (1995). Comunismo de lujo totalmente automatizado. Antipersona.
8.«El postcapitalismo será postindustrial», de Srnicek, N. en Avanessian y Reis. (2017). Aceleracionismo. Caja Negra.
9. OCDE, Estadísticas de horas trabajadas.
10. Se puede ver en YouTube.
11. Marx, K. Ob. cit.