El jueves 4 de julio, mientras al otro lado del canal de la Mancha, en Francia, se estaba en los días previos a una batalla que se presentaba como épica, tenían lugar en Gran Bretaña unas elecciones legislativas que en ese contexto pasaron relativamente desapercibidas. Fueron sin embargo tan significativas como las francesas, acaso no por el alcance que les dieron la mayoría de los comentaristas políticos, que las analizaron como «el fin de una era», tal como lo resumieron medios tan dispares como el Daily Mirror o The Guardian.
A primera vista, las legislativas británicas significaron un triunfo aplastante del laborismo. En número de bancas obtenidas en el parlamento sin duda fue así: de los 650 escaños en juego en la Cámara de los Comunes, los socialdemócratas ganaron 412 (210 más que en 2019), los conservadores, 121 (244 menos), los liberal-demócratas pasaron de 11 a 72, los verdes de uno a cuatro y la extrema derecha encarnada en Reformar Reino Unido (Reform UK) entró al parlamento con cinco diputados. Pero, en porcentaje de votos logrados, las cosas variaron bastante: el laborismo, que se alzó con el 63 por ciento de las bancas, apenas consiguió el apoyo del 33,5 por ciento de los votantes, los conservadores, del 23,7 por ciento, los liberal-demócratas llegaron al 12 y la extrema derecha superó el 14. Los ultras de Reform UK, liderados por Nigel Farage, uno de los «padres» del Brexit –la salida de Reino Unido de la Unión Europea, en 2016–, tuvieron una representación 14 veces menor que los liberal-demócratas, con 2 puntos más de votos, 24 veces menor que los conservadores, con apenas 9 puntos porcentuales menos de apoyo popular, y 82 veces menor que el laborismo, cuando en número de votos la diferencia fue poco mayor al doble. La explicación del desequilibrio entre votos y representación hay que encontrarla en el sistema electoral británico (uninominal mayoritario), que otorga al más votado en cada circunscripción la totalidad de la representación, aunque la distancia con el segundo haya sido de un solo voto.
La elección estuvo también marcada por el pronunciado declive de los conservadores, que perdieron uno de cada cinco de sus votantes de 2019. La ultraderecha liderada por Farage, que en las últimas legislativas había facilitado la victoria del conservador Boris Johnson retirando a cientos de sus candidatos, esta vez jugó en su contra, «abriendo una brecha en la base electoral conservadora», según consignó la revista Jacobin (5-VII-24). «Bien se puede decir», comentó a su vez el analista político John Curtice, del Centro Nacional de Investigación Social, que en Gran Bretaña, «más que ganar los laboristas, perdieron los conservadores».
EL ESPEJISMO EN CIFRAS
La cosa es que, desde el viernes 5, Keir Starmer es el nuevo primer ministro del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Pero no tiene mucho de qué vanagloriarse el flamante gobernante. Su único éxito resonante en estas elecciones fue haber logrado desbancar a los independentistas del Partido Nacional Escocés (SNP, por sus siglas en inglés), que en 2015 habían llegado a su más alta votación histórica con una plataforma volcada a la izquierda, centrada en el rechazo a las políticas de austeridad conservadoras y a las armas nucleares. Luego el SNP se había ido corriendo hacia el centro, diferenciándose muy poco del laborismo, a no ser por las referencias nacionalistas.
A pesar del espejismo de su victoria apabullante, el laborismo tuvo en esta elección menos votos que en la anterior (9,7 millones contra 10,3 millones en 2019) y muchísimos menos que en 2017. En esos años, al partido lo dirigía Jeremy Corbyn, el veterano militante antimilitarista y anticolonialista que acabó siendo purgado por el propio Starmer y que ahora, a sus 75 años y con los mismos bríos combativos de siempre, logró retener, presentándose como independiente, una banca londinense, superando al laborista Praful Nargund, un empresario de la sanidad privada. «Corbyn derrotó a Nargund con una movilización de simpatizantes que recordó al uso de la movilización masiva por parte de los laboristas en 2017», cuando con un programa de reformas, radical para los tiempos que corren, el laborismo alcanzó el 40 por ciento de los votos, señaló Jacobin. Contra Corbyn se desencadenó una brutal campaña de desprestigio que alcanzó uno de sus puntos altos cuando se lo acusó de antisemitapor denunciar las políticas de Israel en tierras palestinas, bastantes años antes del 7 de octubre. En esa campaña de desprestigio, Starmer estuvo alineado en primera fila.
Otros cuatro laboristas expulsados del laborismo también derrotaron a antiguos compañeros de partido en circunscripciones populares con alto nivel de población inmigrante originaria de países musulmanes. Al igual que en el caso de Corbyn, uno de los principales temas de campaña de los cuatro fue la solidaridad con Palestina y su denuncia de la complicidad del laborismo con las políticas del Estado de Israel. Starmer tenía una posición muy sólida en su distrito londinense, pero le surgió prácticamente de la nada un competidor por izquierda, Andrew Feinstein, un judío antisionista nacido y criado en Sudáfrica, antiguo colaborador de Nelson Mandela. Feinstein logró un nada despreciable 19 por ciento de los votos, y también obtuvieron una relativa buena votación varios candidatos de los verdes, que, en Gran Bretaña, a diferencia de sus primos alemanes, están claramente alineados con posturas antimilitaristas y de solidaridad con Palestina. En Rochdale, noroeste de Inglaterra, otro exlaborista de izquierda de renombre, hoy líder del pequeño Partido de los Trabajadores, George Galloway, estuvo a punto de arrebatarles un escaño a los socialdemócratas.
Tanto Jacobin como la New Left Review ven en los resultados de Corbyn y sus compañeros, y de los ecologistas, el germen de un movimiento de izquierda independiente que puede ir creciendo al margen del paraguas del laborismo, «cobija a la vez que verdugo de los movimientos alternativos», según definiera años atrás a ese partido el veterano teórico marxista Perry Anderson. «El voto a los candidatos antibelicistas y verdes sugiere el potencial de un movimiento de izquierdas que combine un programa de reformas internas, tanto sociales como ecológicas, con una política exterior basada en la paz, los derechos humanos y la justicia climática. Ya sabíamos por la época de Corbyn como líder laborista que existía un amplio apoyo a estas ideas en la sociedad británica. Ahora sabemos que es posible ganar un punto de apoyo político fuera del marco del Partido Laborista, a pesar del sistema electoral británico y sus barreras de entrada para los grupos más pequeños», apuntó Jacobin.
EQUIPO B
Otra característica saliente de la elección británica fue la muy escasa participación: apenas el 60 por ciento de los electores se trasladaron a votar, 7 puntos menos que en 2019 y 20 menos que a inicios de los ochenta. Ningún entusiasmo despertó Starmer en su electorado, apático durante la campaña, apático en los festejos. Jacobin considera, sin embargo, que en este punto no se puede hablar de fracaso del laborismo. «Es el tipo de resultado que esperaban Starmer y su equipo. Nunca quisieron asumir el cargo en medio de una oleada de entusiasmo con un ambicioso programa de reformas para hacer frente a la polifacética crisis social británica. Su objetivo era hacer que los laboristas fueran completamente inofensivos para todos aquellos que se benefician de un modelo económico disfuncional. Y eso lo consiguieron. […] Aunque los conservadores se merecen con creces su momento de humillación tras haber llevado una motosierra a los servicios públicos británicos durante los últimos 14 años, la nueva administración tiene toda la intención de mantener su destructivo legado en el poder.»
Hay algunos signos muy ilustrativos de esa inocuidad del laborismo. Entre ellos, el apoyo que recibió Starmer de parte de medios de comunicación ligados al grupo Murdoch, incluido el muy popular y muy derechista diario The Sun, tradicional sostén de los conservadores. Y también de uno de los mayores fondos de inversión y de gestión de activos del planeta, BlackRock, en la persona de su presidente, el estadounidense Larry Fink. Como todas las transnacionales de su género, BlackRock suele poner huevos en diferentes canastas. Sostén de la industria de combustibles fósiles, la empresa basada en Nueva York ve hoy también con buenos ojos el inofensivo «capitalismo verde» impulsado, por ejemplo, por el laborismo británico. Al dar su respaldo a Starmer, indicó el periodista Richard Seymour en Sidecar, un blog de la New Left Review (versión española en El Salto, 10-VII-24), Fink escribió en el Financial Times que BlackRock podrá «proporcionar recursos para la inversión verde sin necesidad de aumentar los impuestos a los ricos». Así, el empresario aventaba de un golpe uno de los temores agitados por los conservadores en la pasada campaña electoral: que los laboristas impondrían nuevos tributos que perjudicarían la inversión privada. BlackRock, recuerda Seymour, es, por otra parte, uno de los principales inversores en el «ruinoso sistema británico del agua, que en 70 por ciento pertenece actualmente a gestores de activos». La estatización de ese sector, reclamada por los independientes reunidos en torno a Corbyn, ha sido descartada por el laborismo. Tampoco tendrían los liderados por Starmer propuestas de reforma radical del decadente, y otrora ejemplar, Sistema Nacional de Salud (NHS, por su sigla en inglés). «El NHS tiene hoy listas de espera de 7 millones de pacientes, entre ellos para patologías graves, como cáncer o enfermedades cardíacas, y un 10 por ciento de los puestos que se necesitan están vacantes por los bajos salarios. En plena campaña electoral hubo una huelga de los doctores residentes, que ganan por hora lo mismo que una persona que hace la limpieza: 15 libras. En los dos últimos años hubo medidas de fuerza en todo el sector público, ni que hablar en los servicios privatizados por el thatcherismo en los años ochenta, como agua y energía, que están ofreciendo un servicio deplorable con tarifas altísimas», apuntó en el diario argentino Página 12 su corresponsal en Londres Marcelo Justo.
Desde 2010 –año en que se inició, con David Cameron, una sucesión de gobiernos conservadores que se extendió hasta este 5 de julio–, los niveles de pobreza han ido aumentando considerablemente en Reino Unido. Hay actualmente en el país alrededor de 3.100.000 personas que recurren a bancos de alimentos, contra 40 mil hace 14 años, y más de 1.200.000 que, solo en Inglaterra, esperan una vivienda social. «No sorprende que el incremento del costo de vida sea la principal preocupación de la población británica», señala un artículo de El Salto (5-VII-24). Pero, ante este panorama, dice a su vez Richard Seymour, Starmer solo promete «pequeños cambios», según martilló una y otra vez en campaña. Le bastó con eso para derrotar a unos conservadores sumamente desgastados y acosados por derecha por Reform UK, pero costaría encontrar alguna diferencia de fondo entre laboristas y tories. Acaso habrá matices en política interna. Y ni siquiera eso en política exterior, donde ambos partidos coinciden en su posicionamiento atlantista, su militarismo, su alianza con Estados Unidos, su alineamiento con Israel. El miércoles, al presentar ante la Cámara de los Lores –en una de esas ceremonias pomposas que tanto aprecian los británicos– el programa de gobierno del partido vencedor, el rey Carlos III habló de «estabilidad» en materia de políticas económicas y de «responsabilidad» para no profundizar el déficit fiscal a la hora de definir políticas sociales. «El equipo B del capital está listo para salir a la cancha», ironizó ese mismo día la revista socialista Tribune.
A Farage le bastará con esperar el previsible fracaso de Starmer en contener la crisis social para continuar su ascenso entre los británicos que están quedando por el camino, como han hecho los demás partidos de extrema derecha en el resto de Europa. Reform UK, convertida ya en la tercera fuerza política del país, se puede ufanar de haber teñido de pardo las políticas de los dos grandes partidos en materia migratoria y de seguridad interior. «Ya iniciamos el camino de la liquidación del Partido Conservador, después iremos por los laboristas», dijo el antiguo presentador de televisión de sonrisa Colgate, y vaticinó que su hora sonará en las próximas legislativas, en 2029, o antes, si por una de esas cosas las elecciones llegaran a anticiparse.
En resumidas cuentas, apuntaba El Salto el 5 de julio, mal harían las «izquierdas transformadoras» europeas en tomarse el triunfo del laborismo como una buena noticia.
AL OTRO LADO
Mientras tanto, al otro lado del canal de la Mancha, donde la emergencia del Nuevo Frente Popular (NFP) sí despertó cierta euforia en el «pueblo de izquierda», las cosas empiezan (ya) a andar mal. No hay consenso al interior de la alianza entre Francia Insumisa, su sector más a la izquierda, y los socialistas, de los más volcados hacia el centro o la centroderecha, sobre quién podría dirigir el gobierno. Los nombres han ido y venido sin acuerdo. Y detrás de estos aparecen divergencias mayores sobre cómo gobernar, con quién aliarse, si apuntar a poner en práctica el programa propio (de «ruptura con el neoliberalismo»), con el riesgo de morir «con el calzado izquierdo bien puesto», como dijeron dirigentes insumisos, o edulcorar desde ya ese programa para que sea aceptable para sectores liberales y conservadores. El presidente Emmanuel Macron relojea, ilusionado con que a corto plazo el NFP estalle y se pueda concretar un Ejecutivo de «unión republicana» sin «extremistas», tal como él propone. La izquierda social, a su vez, presiona a los dirigentes del NFP para que estén «a la altura» y no «traicionen una vez más» a la gente de a pie, como señaló uno de los tantos manifiestos que circulan por estos días en Francia.
La revista digital Lundi Matin reprodujo el lunes 15, en estos tiempos en que tanto se evocan los años treinta del siglo pasado, un artículo que escribiera en noviembre de 1935 en la revista Contraataque el pensador Georges Bataille en el que alertaba sobre los peligros que se cernían sobre el recién creado Frente Popular francés. Como otros intelectuales vinculados por un tiempo al surrealismo, entre ellos André Breton, Bataille había apoyado la formación de esa coalición, que reunía, para unas elecciones, al Partido Comunista, la SFIO (Sección Francesa de la Internacional Obrera, antecedente del Partido Socialista) y el centroizquierdista Partido Radical. Pero el respaldo fundamental de Bataille y los otros integrantes del grupo editor de Contraataque no era tanto al Frente Popular orgánico, sino al «Frente Popular de la calle» (así se titulaba incluso la nota). «El abandono de la ofensiva anticapitalista en el marco de la crisis actual representaría la más escandalosa de las carencias» y dejaría al país, en particular a sus personas de abajo, en manos de los fascistas, afirmaba Bataille, y llamaba al «Frente Popular de la calle» a desconfiar de sus dirigentes.
En «Euromiseria», un artículo que publicó en el medio digital CTXT el mismo día de las elecciones británicas, el español Rafael Poch-de-Feliu se refiere al «cambio de figuras» en marcha ya en Reino Unido, evoca la decadencia de la izquierda en una Alemania gobernada por socialdemócratas y verdes, y respecto de Francia destaca el alivio que supuso el freno puesto a la extrema derecha, pero también la coexistencia en el NFP de Francia Insumisa con sectores que bien podrían ser ubicados en «la derecha de la izquierda» o adscritos a un hipotético «Partido Neoliberal Unificado Europeo». «Estamos asistiendo», concluía Poch-de-Feliu, «al colapso del sistema político europeo, como ocurrió con la ola parda de los años treinta del pasado siglo».