En unas cuantas décadas, la gran industria se ha apropiado de la producción y la distribución de alimentos y ha impuesto modalidades de consumo que barren con hábitos sociales milenarios. Los alimentos procesados y envasados vienen desplazando la comida hecha en casa y el parsimonioso almuerzo o cena familiar. Esto tiene enormes repercusiones socioculturales. Me limitaré aquí a los problemas que acarrea para nuestra salud y tomaré como ejemplo la eclosión epidémica de la hipertensión.
La Organización Panamericana de la Salud (OPS) señala que en los primeros 13 años de este siglo la venta de comida ultraprocesada se incrementó un 48 por ciento en América Latina. A la vez, sus fabricantes invierten grandes sumas de dinero en desinformar a través de publicaciones «científicas» tendenciosas y una publicidad machacona, atractiva y omnipresente.1
Los ultraprocesados son productos que imitan a los alimentos naturales combinando sustancias alimenticias con aditivos químicos; son diseñados para parecer apetitosos, fáciles de consumir, tienen escaso o nulo valor nutricional, generan adicción y a menudo son perjudiciales para la salud. Su elaboración está supervisada por legiones de químicos, biólogos, sociólogos, psicólogos y publicistas pagados por los fabricantes. Además, la industria incurre en prácticas de adulteración, sustitución, falsificación y etiquetado incorrecto.2
El trajín ciudadano estresante, las largas y cansadoras jornadas de trabajo y el bombardeo incesante de los grandes medios allanan el camino a estos mercaderes de la malnutrición. Nos invitan a consumir refrescos, jugos, dulces, papitas chips, pizzas, panchos, nuggets de pollo y un sinfín de otros productos atiborrados de azúcar refinada, sodio, grasas saturadas, aceites de baja calidad, colorantes, emulsionantes, acidulantes, conservantes, saborizantes, texturizantes y otras sustancias químicas diseñadas para engañar vista, olfato y paladar. El Estado ha reconocido que aquí hay un grave problema de salud pública.3 ¿Y qué dicen los médicos a todo esto?
La OPS sugiere que la dieta es el instrumento más poderoso para determinar nuestra salud y nuestra calidad de vida. Sin embargo, esto no se aprende en la carrera de medicina de la Universidad de la República, por ejemplo; ni una sola de las asignaturas obligatorias a lo largo de los siete años trata de nutrición. En cuanto al centenar de optativas ofrecidas este año, solo una relaciona alimentación con salud y enfermedad. El egresado buscará diagnosticar y recetar y no verá razón alguna para ir más allá, máxime si se desempeña en una mutualista, donde está obligado a despachar al paciente de turno en no más de diez o 15 minutos. Pero no sería justo reprocharle indolencia o irresponsabilidad: procede en estricta concordancia con lo aprendido y con las normas establecidas por su empleador.
Por lo general, el guardián de nuestra salud confía en los fármacos que prescribe. Si le preguntamos sobre los efectos secundarios, muy probablemente nos tranquilice diciendo que figuran en el prospecto porque su fabricante necesita cubrirse ante eventualidades –supuestamente– poco probables. Pero sucede que, en la fabricación y el mercadeo de sus productos, las farmacéuticas pueden poner en grave peligro a sus consumidores. De ello hay documentos probatorios.
La big pharma, cuyo volumen de negocios solo es superado por el narcotráfico y el complejo industrial-militar, ha estado involucrada en innumerables fraudes milmillonarios comprobados.4 Asimismo, más de la mitad de los medicamentos recetados son innecesarios; los pacientes que los consumen están expuestos a sus efectos adversos sin beneficio alguno a cambio. Tomemos por caso una dolencia muy corriente que está en correlación directa con los hábitos alimentarios: la hipertensión.
La presión alta, que está principalmente determinada por el estilo de vida, puede reducirse sin necesidad de medicación. A despecho de la masiva inclinación por los fármacos, hay consenso médico sobre los principales recursos naturales que pueden controlar eficazmente la presión: evitar los alimentos procesados, consumir cereales integrales, frutas, verduras y alimentos ricos en potasio, preferir la sal marina o la sal del Himalaya, evitar el sobrepeso, hacer ejercicio aeróbico regular, tomar alcohol con moderación, no fumar, dormir bien, neutralizar los factores de estrés, hacer varios minidescansos al día respirando hondo, practicar la gratitud hacia otras personas, meditar.
Pero sabemos que esto no basta para modificar hábitos modernos perniciosos. El aumento en el consumo de alimentos ultraprocesados es continuo y figura entre las principales causas de la hipertensión. Dos de cada cinco uruguayos adultos la padecen y dos de cada cinco niños de 4 a 11 años tienen sobrepeso u obesidad. Es el efecto combinado de hábitos sedentarios enraizados, una alimentación deficiente y una cultura de la píldora mágica vigorosamente estimulada por la industria farmacéutica, que promueve fármacos para cualquier dolencia.
Somos una sociedad temerosa de la enfermedad y el sufrimiento. Estos temores, lindantes con la paranoia, alientan una ansiosa dependencia del dictamen médico que nos preserve de todo mal. Si el médico nos dictamina presión alta y prescribe el fármaco de rigor, saldremos de la consulta con el corazón más liviano: apenas enterados del problema, ya contamos con una solución fácil y rápida. Veamos los riesgos de tal comportamiento.
Los efectos adversos de los fármacos para la presión, reconocidos por sus fabricantes y por los profesionales de la salud, son tos, diarrea, mareos, cansancio, somnolencia y problemas de erección. Pero también se han denunciado riesgos de cáncer asociados a su consumo prolongado. Por tal razón, Pfizer retiró voluntariamente del mercado su producto Accuretic, así como sus tabletas genéricas. También lo hicieron –entre otros– los fabricantes del Losartán, el Irbesartán y el Tresuvi, y por idénticas razones: una presencia elevada de impurezas potencialmente cancerígenas.
A seis años de su retiro del mercado estadounidense, el Losartán figura en el vademécum uruguayo sin mención alguna a sus potencialidades cancerígenas. Al menos seis laboratorios ofrecen en nuestro país sendas versiones de esta droga, de venta libre hoy en cualquier farmacia con precios para todos los bolsillos.
«Somos lo que comemos»: este sencillo enunciado –atribuido al filósofo alemán Ludwig Feuerbach– encierra una sabiduría hoy olvidada. Al trajín estresante y tóxico de la vida urbana se agrega una alimentación deficiente que nos debilita. El estado endémico de la enfermedad se ha vuelto normal. En la consulta médica, el ciudadano corriente es atiborrado de drogas sintéticas que pueden mantenerlo crónicamente enfermo, dado que dejan intacta la raíz del problema.
Esto no ha sucedido de la noche a la mañana, sino que resulta de la confluencia de tres grandes procesos históricos. En primer lugar, la revolución verde iniciada hace unas ocho décadas aceleró la producción masiva de alimentos baratos, pobres en nutrientes y ricos en toxinas químicas.5 En segundo lugar, generación tras generación, hemos venido perdiendo la confianza en nuestras capacidades ancestrales de autoconocimiento y autosanación. Y, por último, la progresiva expropiación de la salud6 iniciada a comienzos del siglo pasado explica la actual aceptación pasiva de la prescripción médica. El todo forma un bucle de retroalimentación en el que la industria alimentaria nos necesita malnutridos, las farmacéuticas nos necesitan enfermos y el llamado sistema de salud nos necesita dependientes.
¿Qué hacer? Salirse de este modo de vida desquiciante solo está al alcance de pocos. La abrumadora mayoría de la humanidad malvive en condiciones no elegidas que ni siquiera han accedido plenamente a su conciencia. Y no parece haber ningún cambio estructural y global que asome en el horizonte. Pero tal vez seamos más numerosos de lo esperado quienes alentamos el consumo de frutas y verduras libres de agrotóxicos, la comida hecha en casa, el ejercicio físico regular y una prudente desconfianza hacia los fármacos. Una gota, con ser poco, con otras se hace aguacero.
François Graña es Doctor en Ciencias Sociales.
- Organización Panamericana de la Salud, Alimentos y bebidas ultraprocesados en América Latina: tendencias, efectos sobre la obesidad e implicaciones para las políticas públicas, 2015. ↩︎
- «Food Fraud Examples: Types and Real-World Cases», SGS Digicomply, 10-IV-24. ↩︎
- Véase la Guía alimentaria para la población uruguaya, Ministerio de Salud Pública, 2016. ↩︎
- Véanse François Graña, «La Big Pharma controla a sus controladores: el caso de la FDA estadounidense», La Diaria, 11-XI-21 y «De la ciencia biomédica al marketing: decálogo de una metamorfosis», Brecha, 3-XII-21. ↩︎
- François Graña, Frutas y verduras sin agroquímicos en el área metropolitana, Ediciones del Pajarito, Montevideo, 2024. ↩︎
- Es el título de un libro de Juan Gérvas y Mercedes Pérez-Fernández (Los Libros del Lince, Barcelona, 2015). ↩︎