Un fierro en la cabeza - Semanario Brecha
Carlos Busqued (1970-2021)

Un fierro en la cabeza

El 29 de marzo, el escritor chaqueño murió como consecuencia de una hipertrofia cardíaca. Dejó dos de los libros más interesantes que ha dado la literatura argentina del siglo XXI.

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Un aviso en el diario que dice: «¿Usted odia el mundo?». Una versión astral de Hitler oculta en la Antártida. Instalaciones semifísicas, camuflaje antiaéreo. Una banda de rock que, en lugar de escribir letras antisemitas, se inclina por una lírica de orden esotérico. Un plato volador. Un escritor rosarino llamado Nimrod, que, como El hombre en el castillo, emite sus señales desde el exilio interior. Una versión ucrónica de Córdoba. Una conspiración al tuntún. Un atentado que sale mal y una diáspora no exenta de comedia. «Una mezcla de The Big Lebowski con nazis y esa cosa medio paranoica de El almuerzo desnudo», resumía Carlos Busqued cuando le preguntaban por su próxima novela. Todavía no sabemos su título, pero si agudizamos el oído, podemos escuchar un murmullo. En medio de la tristeza, alguien ya se está frotando las manos. ¿Quién podría culparnos?

Busqued nació en Presidencia Roque Sáenz Peña, la segunda ciudad más poblada del Chaco. Su padre, en aquel lugar sin lugar para los débiles, había sido suboficial de la Fuerza Aérea. «Era una persona siniestra, pero rara, en el sentido de que tenía cierta fineza», dijo Busqued en una entrevista con Valeria Tentoni. «De chico pegué un par de libros muy picantes: encontré en un galpón de mi casa Playa terminal, de [James Graham] Ballard a los diez años, en el Chaco. Ese cuento de ese tipo paseando solo por una isla, muerto de culpa y alucinando, fue como si me hubiesen metido un fierro en la cabeza, de esos para marcar ganado», añadió.

En algún punto de 1986, después de sufrir un problema cardíaco, su padre se cargó a toda la familia rumbo a Córdoba. Ya no podía soportar el calor chaqueño. Carlos terminó la escuela secundaria y se anotó en la universidad para estudiar ingeniería metalúrgica. Así, mientras trabajaba con matrices y se agarraba una escoliosis, trabó su alianza con Bukowski y se anotó en un taller literario. Ahí nació la amistad cofrádica del Círculo de la Serpiente y comenzó a armar una mezcla personalísima de lecturas. La conjura de los necios y revistas de divulgación más o menos serias; historietas de Hugo Pratt; fascículos de Nam y las Crónicas Marcianas; Philip Dick, Salinger, Burroughs; A sangre fría, de Capote, y algunas páginas de Carver. Paradójicamente, el Crash, de Ballard, parecía unir todas esas partes sueltas.

Más tarde, mientras ejercía la docencia universitaria y dirigía la radio de la Universidad Tecnológica, comenzó a drenar textos en un blog cuyo título (cuando no el contenido) estaba en la frontera de la incorrección: borderlinecarlito. Escondida detrás de un título fatal como Los condenados, la idea de una novela creció en esa tierra reseca. «Me la quería sacar, tenía todo un clima a sacar de adentro. No era que ”quería escribir una novela”: en un sentido, entendía que la novela era una manera de exportar un clima de adentro. No era un esfuerzo literario, era un esfuerzo más grande», decía Busqued.

En 2007, se mudó a Buenos Aires. Poco a poco, su departamento del barrio de San Cristóbal sucumbió a un ejercicio de la memorabilia: una calavera, un póster del clan Manson, una foto de niños con máscaras de gas. A esa dirección de IP llegó el célebre correo electrónico de Jorge Herralde: la novela de Busqued estaba entre las finalistas del premio, pero, ganara o no ganara, el editor la quería incluir en su catálogo. El escritor paniqueó. Buena parte de su biblioteca estaba cubierta con los lomos de Anagrama, su roce con el mundillo equivalía a cero y, por cierto, no tenía nada ni remotamente parecido a un agente literario.

La ecuación es sencilla: cuando nadie espera nada, nadie está preparado. Un crítico apretado por el cierre podía sudar la gota gorda para conectarlo con Lamborghini, pero Bajo este sol tremendo era un ovni. Un noir cincelado a martillazos entre la humareda blanca del cannabis. Busqued no pertenecía a ningún ismo, a ninguna tradición literaria. Así, en su primera entrevista para un medio grande, la cronista de Página 12 caminó hasta el fondo del bar con una pregunta entre ceja y ceja: ¿quién es este tipo? Ataviado con sus icónicas remeras de death metal, las respuestas de Busqued aclararon y oscurecieron casi en partes iguales.

El libro comenzó a pasar de mano en mano y se convirtió, primero, en una contraseña y, luego, en un pequeño éxito entre neófitos e iniciados. Si bien era un prodigio de ambiente (hundido literalmente en la mierda, el pueblo de Lapachito es un infierno a la mano), la novela no desdeñaba la intriga argumental. Todo lo contrario. La historia de Cetarti es un policial de peripecias atroces que hunde sus vasos capilares hasta las napas de la dictadura y establece una pelea desigual contra la inercia de la entropía. «Qué bueno  ser alcohólico. Qué bueno ser asesinado por un elefante. Cualquier otra cosa», piensa Danielito. Como corresponde, Busqued odió sin atenuantes la adaptación cinematográfica de Adrián Caetano. No era tan terrible. En todo caso, la película fallaba en un punto central. Por más que se esforzara, Leonardo Sbaraglia no podía dar el physique du rol de Duarte: uno de los personajes más aberrantes de la literatura argentina.

Atrincherado en su departamento, Busqued comenzó a lanzar dardos desde su cuenta de Twitter y deslizó que estaba trabajando con la historia de Ricardo Melogno: el hombre de la multitud que, «en una fantasmal semana de septiembre de 1982», asesinó a cuatro taxistas sin móvil a la vista. Así, en el modestísimo plano de celebridad de la literatura, Busqued ganó notoriedad e hizo un movimiento dylaniano: en el preciso momento en el que todo el mundillo esperaba su palabra, se borró de su propio libro. Voilà!

Magnetizado es un libro de non-fiction, pero no suscribe exactamente la tradición del nuevo periodismo. No busca una verdad objetiva. Aunque Busqued entrevista a una de las psiquiatras y hace una pesquisa del archivo periodístico y judicial, el 90 por ciento se lo lleva puesto la voz de Melogno. La comparación con A sangre fría es imprudente, incluso por razones éticas. Ahí donde Capote ponía las primeras piedras para la catedral de su leyenda, Busqued se ocupaba obsesivamente de limpiar el terreno. Su iglesia es un terreno baldío, el altar de fotos carnet con el que Melogno mantiene los espíritus a raya.

La muerte del escritor es dolorosa porque su mera presencia era un equilibrio, una reserva ética, un espejo para mirarse y repetir mil veces: no seas imbécil. Si la tierra te ha señalado como escritor, diría Yupanqui, «te ha señalado para tu sacrificio, no para tu vanidad». En uno de los grandes pasajes de Magnetizado, por ejemplo, Melogno recuerda la visita del cardenal Jorge Bergoglio a la unidad 20 del hospital Borda. Como dice la psiquiatra, «un manicomio de película de terror». El convicto eleva sus plegarias al demonio, pero Bergoglio se gana su respeto porque le entrega un cáliz y lava morosamente los pies de los internos más peligrosos o desahuciados. Busqued hace lo mismo. Aunque no condesciende jamás al sentimentalismo, le otorga la palabra a la peor escoria de la sociedad y se sienta en un tronquito para escuchar. Su obra, en ese sentido, es inquietante. No viene a decirnos que cualquiera de nosotros puede ser la víctima –eso lo sabemos todos–, sino también que –eso no lo tenemos tan claro– cualquiera de nosotros puede ser el asesino.

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