Fernando fue un grande de la cultura, uno de esos a quien no solo se respeta, sino que se quiere como corresponde a un hombre bueno y generoso con su obra y su creación.
Periodista, narrador, crítico e investigador literario, y también un apasionado de las artes visuales, a las que dedicó una parte significativa de su trabajo, como crítico y como curador de una larga trayectoria. Director del Museo de Artes Decorativas (Palacio Taranco), durante más de 12 años, logró hacer del museo y del edificio que lo alberga un lugar indispensable de la cultura nacional, en el que puso toda su pasión, su amplia sabiduría y criterios museológicos rigurosos. De hecho, como alguien me dijera hace unos años: «Parece que Loustaunau hubiera nacido en el Taranco». Amaba ese edificio como amó la Ciudad Vieja, al Barrio Reus y tantos lugares que eran su anclaje, el de un tiempo que se había ido perdiendo, transformando, olvidando y le hacía señas al urbanista que llevaba dentro y compartía en sus posteos de Facebook.
Se desempeñó en todas esas áreas, pero también fue funcionario de Naciones Unidas en Nueva York, ciudad en la que vivió durante siete años y donde recibió un National Endowment for the Humanities, en la Universidad de Columbia, distinción que solo algunos destacados investigadores reciben; a lo que se suman su labor en la Universidad de Salerno como profesor invitado y sus múltiples conferencias en distintos países en los que vivió o visitó.
Loustaunau tenía otra característica que muchos recuerdan y valoran: practicaba el arte de la conversación. Conversar con Fernando era un placer especial no solo por su refinamiento, su humildad, su vastísimo conocimiento de la cultura uruguaya y rioplatense, sino también porque su ácido humor y su sofisticada ironía permitían asomarse a sus brillantes observaciones, ya fueran sobre personajes del pasado como sobre eventos del presente.
Comenzó muy temprano en 1985, al publicar en Margen Editor su primera novela, 14, donde en la contratapa el editor llega a afirmar que en «1984 publicó el primer ensayo en castellano sobre Isidore Ducasse», para luego agregar que «cofundó en 1981 el primer grupo de investigación y creación surrealista de la ciudad de Nueva York». El surrealismo no le era ajeno, pero tampoco esa tradición de los «raros» que Ángel Rama analizó y que Noé Jitrik llamó «atípicos». Su atracción por Ducasse da cuenta de eso, pero también del personaje que Fernando creó de sí mismo.
Me importa hablar de ese personaje de la cultura porque descubre un aspecto que caracterizaba la vertiente lúdica y humorística de Fernando. Según la información de la primera edición de 14, Fernando no publicó su fundamental ensayo sobre Lautréamont a los 28 años, como surge de todas las referencias –incluido el aviso fúnebre recién publicado– al informar que nació en 1956. No sé si Fernando me va a perdonar, esté donde esté, que descubra su faceta coqueta o transgresora que cultivó en sus novelas o en las entrañables conversaciones que tuvimos. La biblioteca Cervantes de España, pero también registros de universidades de Estados Unidos y la publicación que realizó María Rosa Grillo en ocasión de la traducción de 14 al italiano, coincide en señalar que nuestro irónico Fernando nació el 6 de noviembre de 1954. La propia contratapa de la edición de Último Reino de Pot-pot lo menciona. ¿Qué importa esta minucia? Nada relevante salvo, al menos para mí, confirmar cómo Fernando no podía dejar de crear, de imaginar, de jugar. Creo que debe de estar disfrutando que Helena Corbellini lo despidiera en Facebook diciendo: «La muerte del Duque Loustaunau me deja sin consuelo. Se lo habrá llevado una patota de ángeles».
El riguroso investigador que entrevistó a Arturo Ardao, conversó con Bioy Casares y con María Kodama, entre otras personalidades, el apasionado lector de Jorge Luis Borges, Lautréamont, Susana Soca, el narrador que ficcionalizó la vida de Emma Risso Platero o imaginó los últimos días de José Enrique Rodó en Palermo. Ese que sentía pasión por todo lo que hacía con estricto rigor no evitó permitirse pequeñas picardías. Entre ellas la extraña CURCC (1997) –que la reseña de Gerardo Ciancio llevó a titular «Ready-made por los campos de Zum Felde»– es un texto en el que Fernando hace convivir a Rrose Sélavy con Jeremy Irons, Idiarte Borda, el portuñol, las entonces existentes Twin Towers de New York, Gardel, Fray Bentos, Juntacadáveres y el rugby en un claro ejemplo de su creatividad cosmopolita.
Era un conocedor de las artes y las letras, pero no un aburrido personaje hundido en estantes polvorientos, sino alguien que amaba la vida. Sus últimos años le permitieron brillar en curadurías del Museo Nacional de Artes Visuales como «José Luis Zorrilla de San Martín», «Leonilda González en su centenario: la pertinaz alternancia» o «Joaquín Torres García: el universo como reto», algunas de ellas junto con María Eugenia Grau; además de continuar colaborando con el Museo Figari. Precisamente, en el homenaje póstumo del museo se termina diciendo: «Su prosa se distingue por su refinado sentido del humor y por un pulso tan firme como perspicaz».
Fernando vivió y sigue viviendo en Montevideo, como describe Ana Vázquez de Quiñones en la reseña que hiciera de Pot-pot: «En el centro de la plaza Independencia, o vive en la costa, lejos de la ciudad, o vive en Buenos Aires o en otras partes. Es difícil radicarlo en un lugar: ni ciudad ni no ciudad, ni el Uruguay ni la Argentina, puede ser Nueva York o París, puede ser el presente de sus ancestros o el pasado olvidado por todos, compartiendo la ficción de un viaje con la realidad de un cuento que sigue a propósito de otros cuentos».
Hasta siempre, don Fernando Loustaunau.