Un instante de cognición - Semanario Brecha
Budismo tántrico en las sierras de Minas

Un instante de cognición

Al rodear el templo por la derecha, un amplio patio terraza sorprende al visitante con una vista inesperada –y desde arriba– de las sierras de Minas. Hay algo más que el océano verde que se adivina abajo, entre restos de niebla y el largo horizonte limpio que se recorta hacia el oeste. Un silencio poderoso y algo desconcertante inunda al espectador. Es tentador pensar que acá sí, que con semejantes condiciones escénicas cualquiera puede meditar con facilidad, alcanzar, incluso sin proponérselo, dosis elevadas de introspección y, quién te dice, tal vez hasta una pequeña visión de lo trascendente que suele escapársenos en la locura de la vida cotidiana.

MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ

Más desconcertante resulta, entonces, que te digan que acá se viene a aprender no cómo evitar esa locura –el estrés, la rabia, la obsesión, la tristeza, la confusión, el miedo–, sino a recibirla y aprovecharla, a volver a la ciudad, a los trabajos, a los vínculos, y convertir todo eso en algo más compasivo, más solidario y un poquito menos autocentrado. ¿Utópico? Tal vez, pero la visita, que se debe coordinar con antelación, vale el recorrido de hora y media por la ruta 8 (si es que la salida es desde Montevideo) y algún quilómetro más por la 81, apenas pasando Aguas Blancas, entre ovejas, vacas y algún que otro arroyo serrano que hace honor a ese nombre, mientras se escurre prístino entre piedras y tarumanes.

LIBRO TIBETANO DE LA DUDA

«A este chinito no le entiendo nada. Me duele todo el cuerpo, es un despropósito estar tanta cantidad de horas con las piernas cruzadas y, encima, ni siquiera sé si es un buen maestro», pensó Pema Gompo, que entonces todavía no se llamaba así. El hoy instructor del templo Sengue Dzong dice que al comienzo su primera experiencia con el budismo tibetano fue muy mala.

Sus amigos lo habían convencido de ir a Brasil a un retiro de Chagdud Tulku Rinpoché, porque sabían que él «siempre andaba en búsquedas espirituales de ese tipo». Pero Rinpoché hablaba en tibetano. «Lo traducían al portugués, pero una cosa es el portugués para ir a hacer turismo, comer y esas cosas, y otra cosa es para entender conceptos específicos.» Para peor, el veterano maestro parecía no conocer «los métodos modernos de enseñanza». «Eso de que a cada hora hay que hacer un alto para descansar no corría. Él empezaba a las 4 de la mañana y seguía derechito. A veces paraba para el almuerzo, otras veces no, y terminaba a las 10 de la noche o más tarde.»

MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ

«El Tíbet y el budismo tibetano han sido objetos de la fantasía occidental durante mucho tiempo», según dice el profesor de estudios budistas y tibetanos Donald S. Lopez en su libro Prisioneros de Shangri-la, publicado durante la explosión de interés occidental en lo tibetano ocurrida en los noventa y primeros dos mil, la última de una larga serie. Precisamente fue por aquella época que Chagdud Tulku Rinpoché se estableció en Brasil y cuando se formó el grupo que en 2001 inauguró el templo de Lavalleja. Sin embargo, como explica Lopez, esos episodios de «peculiar fascinación de la imaginación occidental con esa religión extraña, pero al mismo tiempo extrañamente familiar» no solo le granjearon algunos nuevos adeptos, sino que también fueron pródigos en malentendidos.

Extenuado por las charlas eternas y largas horas de meditación en las que solía quedarse dormido o distraerse hasta el absurdo, Pema Gompo dice que decidió plantearle sus dudas al maestro directamente, en una reunión mano a mano. Como respuesta, el lama no le dijo: «Apaga tu mente, relájate y flota con la corriente», como recomendaba John Lennon en Tomorrow never knows, una canción inspirada en la edición hippie que Timothy Leary hizo en los años sesenta del Libro tibetano de los muertos (un pequeñísimo fragmento de uno de muchos tratados budistas escritos en el Tíbet, que a comienzos del siglo XX cayó en manos de un cazador de curiosidades británico y que luego, extendido a cientos de páginas gracias a la pluma de un teósofo de Nueva Jersey, se convirtió en un bestseller occidental que alimentó por igual las elucubraciones de consumidores de LSD, entusiastas de la new age, Carl G. Jung y Gaspar Noé). Más bien el maestro le dijo que hacía bien en dudar de su método, que ese era un buen comienzo.

En relación con aquel día, Pema Gompo señala una fuente de sabiduría algo menos beat: un discurso que el sabio Siddharta Gautama dio en algún momento del siglo VI o V antes de Cristo. Consultado por un criterio para decidir qué práctica espiritual seguir y a quién creer, de entre las decenas de autoproclamados gurús que por aquel entonces surgían en India, el Buda recomendaba: «No te dejes guiar por informes, por leyendas, por tradiciones, por escrituras, por conjetura lógica, por inferencia, por analogías, por acuerdo al sopesar puntos de vista, por probabilidades, ni por pensar: “Este contemplativo es mi maestro”. Cuando sepas por ti mismo “estas cualidades son útiles; estas cualidades son irreprochables; estas cualidades son alabadas por los sabios; estas cualidades, cuando se adoptan y se llevan a cabo, conducen al bienestar y a la felicidad”, entonces, debes morar y permanecer en ellas». Ese énfasis del budismo en lo empírico, en contrastar las ideas con la experiencia y los valores propios, le fue despejando sus dudas y terminó por enamorar a Pema Gompo, que de jovencito le había dicho a su padre que quería ser cura y que debió abandonar esa idea cuando recibió como respuesta: «Disculpame, pero vagos en mi casa no».

MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ

EL GURÚ

En la entrada al templo, en la última curva del ascenso al cerro y asomando atrás de unos molles en los que se posan los picapalos, se puede leer en letras tibetanas doradas el mantra de origen sánscrito oṃ āḥ hūṃ vajra guru padma siddhi hūṃ. Se trata de una invocación al «precioso gurú», Padmasabhava, un monje indio que visitó otras cumbres, algo más altas, las del Tíbet, en algún momento del siglo VIII y a quien la tradición a la que pertenece el templo ha considerado históricamente como su fundador.

La imagen prototípica del monje budista como un anciano venerable, calvo y tranquilo se parece poco a la de Padmasabhava, uno de varios predicadores errantes que entre los siglos IV y X cruzaron la cordillera del Himalaya y llevaron diferentes formas de la religión india al resto de Asia. De acuerdo a imágenes canónicas como la que preside el altar del templo junto al Buda, «nacido de un loto» –tal el significado de su nombre–, era un hombre joven de larga cabellera y mirada felina cuando llegó a la meseta tibetana. Ya llevaba encima varios años de prácticas meditativas en la profundidad de bosques, cuevas y cementerios, y más de un problema con las autoridades.

Padmasabhava fue uno de los más distinguidos líderes de un extraño culto que se desplegó por toda India en la temprana Edad Media: el de los mahasiddhas o «grandes adeptos», uno de los tantos estallidos de éxtasis místico que parecen sacudir el subcontinente cada pocos siglos. Estos nuevos practicantes de las ya para entonces viejas tradiciones budista e hinduista en ocasiones pertenecían a las castas más humildes y se lanzaron a predicar en los márgenes de la sociedad. A la forma de misticismo que inauguraron, que en sus orígenes tenía una fuerte propensión a la ruptura ritual de los tabúes prescritos por la versión dominante de la moral y la religión, se la conoce hoy como tantra. De ella surgieron cultos hindúes como el de la diosa Kali, madre y destructora del universo, y deidades tibetanas como las dakinis (formas femeninas de la energía espiritual) y los dioses feroces o coléricos. También obsesiones occidentales como el sexo tántrico, que de creerle a la prensa de espectáculos sería algo muy común entre roqueros y estrellas de Hollywood de las últimas décadas.

Se dice que, entre muchos milagros, al llegar al Tíbet, Padmasabhava domesticó los espíritus y los demonios que impedían que el budismo se estableciera con firmeza en esa tierra. Por medio de sus grandes poderes psíquicos, los convirtió y los puso al servicio de la religión verdadera. Es improbable que, al menos en el corto plazo, el precioso gurú logre algo semejante con las ánimas que de acuerdo al saber popular periódicamente se aparecen por las sierras de Minas. (Pema Gompo confiesa que los locales no se muestran interesados por el templo ni las enseñanzas que allí se imparten. La mayoría de los visitantes son montevideanos o fernandinos.)

Sin embargo, esa historia fundante encierra varios puntos de contacto con la práctica espiritual del Sengue Dzong y con las impresionantes obras de arte que cubren sus paredes, gracias al trabajo de artistas butaneses y nepaleses.

YUREI FUKURO, WIKICOMMONS

POLÍTICA ENERGÉTICA

La vista del templo es una fiesta para los sentidos. Las flores y los dragones se enredan en sus techos y paredes en explosiones de rojo, azul, amarillo, naranja, verde, dorado… El perfume del incienso endulza el ambiente y, si se tiene suerte de acudir a una ceremonia, pueden escucharse los instrumentos y los cantos tradicionales. De los muros y las columnas del interior cuelgan más de una docena de thangkas, obras maestras sobre seda y algodón en las que, a mano y con detalle enloquecedor, los pintores retratan budas, bodhisattvas y deidades de múltiples cabezas y brazos. Algunas, conmovedoramente serenas. Otras, perturbadoramente furiosas: con los ojos por salirse de sus órbitas, los colmillos largos, las manos chorreando sangre y otros fluidos, el cuerpo rodeado de fuego, humo, esqueletos humanos, cuchillos y lanzas, a veces en unión sexual con otra deidad furiosa. Están allí para representar «la encarnación de la dicha y el vacío indivisibles». La paradoja no es casual.

Pema Gompo explica: «En el budismo tántrico es necesario que haya rabia, es necesario que haya amor, es necesario que haya todo lo que hace a la experiencia humana. De la misma forma, cuando hay luz, el meditador no debe cerrar los ojos. Si hay luz, acéptela. El tema es, primero y más importante, ser consciente. Me estoy peleando con usted, ¿qué es lo que estoy sintiendo? Si continuamente estoy chequeando mi mente –no es que a la noche la chequeo un poco y otro poco a la mañana–, entonces identifico la rabia y la puedo manejar. ¿De dónde viene? ¿Del este o del oeste? ¿De arriba o de abajo? No importa, pero, así como vino, que pase. El tema está en no involucrarse con la emoción. Si la emoción ya se hizo bastante notoria, entonces la idea es concentrarse en la energía y soltar el odio. No reprimir la emoción, ojo. Reprimirla es lo peor que se puede hacer, porque luego vuelve potenciada».

El tantra, dice, «es el manejo de las energías internas». «De la misma forma que cuando inhala y exhala conscientemente está manejando el aire, también está trabajando con sus energías. Cuando uno se pone muy furioso, ahí tiene una energía poderosa. Entonces suelte la rabia y quédese con la energía, porque la energía es útil.» El instructor advierte, como era de imaginarse, que todo esto requiere de un entrenamiento cotidiano serio: «La teoría no alcanza ni para empezar». Ese entrenamiento tiene como eje la meditación. «El tema es saber meditar, porque hay muchos métodos», aclara.

En el budismo tántrico, las imágenes juegan un papel fundamental, al igual que el maestro o instructor. Las enseñanzas son personalizadas, «mente a mente». El maestro indica al practicante un buda o una deidad determinada, de acuerdo a las características de la persona, para que la visualice en el momento de meditar. El propósito de la visualización es, por una parte, «que la mente no se disperse y tenga un punto focal» y, por otra, actuar como una forma de identificación del practicante con ciertas cualidades representadas por el buda o la deidad en cuestión, de modo de integrarlas en su vida. Además de una imagen a visualizar, cada una de esas entidades suele tener asociado un mantra y un mandala propios, que también serán de utilidad al practicante en sus ejercicios.

La meta es llevar una vida ética y regida por la compasión, y, ante todo, contribuir «a la salvación de todos los seres». Una máxima atribuida a los sabios indios Shantideva y Atisha condena a aquellos que «trabajan únicamente por su propia liberación del sufrimiento». Las diferentes escuelas del budismo, tántricas y no tántricas, coinciden en la necesidad de abandonar las varias capas de ignorancia que enturbian la visión y poder ver así «el mundo tal cual es». Esto puede llegar de golpe –«en un instante de cognición», como dice Pema Gompo–, al escuchar la palabra correcta en el momento adecuado, el silencio después del mantra o el sonido del picapalo que golpea un poste de quebracho. O puede llegar tras años de «chequeo mental», de aprender a conocer las emociones propias y poner su energía a buen uso, como lo hizo Padmasambhava con los demonios del Tíbet.

MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ

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