Al hablar de la asesina serial más prolífica de la historia es necesario separar la paja del trigo, sumergirse realmente en los hechos y descartar la infinidad de leyendas (la mayoría acompañadas de anécdotas supuestamente documentadas, con años y todo) carentes del más mínimo asidero. Puede sonar elemental, pero cabe señalar que sólo una ínfima parte de los artículos reproducidos en la web sobre su persona poseen esta característica tan extraña que algunos desubicados y quisquillosos han dado en exigir y que se reconoce como “rigor histórico”.
El mito de la condesa húngara Erzsébet Bathory la señala como asesina de más de 600 personas, en su mayoría muchachas jóvenes (la cifra varía según el caso, algunos inventan un 616, otros dan más y redondean en 630 o 650). Se dice que las mataba para bañarse en su sangre y beberla, y que incluso comía su carne con el objetivo de rejuvenecerse. Que su promiscuidad sexual era temprana y que ostentó todo tipo de “desviaciones”, como el lesbianismo, que su locura llegó al punto de obligar a sus sirvientas a que lamieran la sangre de su cuerpo, y así evitar que las toallas debilitaran sus efectos curativos. Que entre sus instrumentos de tortura contaba con la horrendamente célebre “doncella de hierro”.
Todos estos son hermosos elementos creados por un morbo popular que se fue retroalimentando, y por escritores que, en los siglos XVIII y XIX, dieron rienda suelta a la imaginación y explotaron el perfil de la condesa y sus vínculos con Transylvania para desarrollar truculentas historias de vampirismo y canibalismo. Es probable que Bathory haya asesinado a unas 50 personas, incluso algunos historiadores más ambiciosos se atreven a estimarlas en más de 200, pero la cifra de 650, que fue dada por una mujer interrogada durante el juicio que tuvo lugar en 1610, fue desestimada por disparatada incluso por el mismo juez que acabó condenando a Bathory a morir, emparedada en su propio castillo.
Algunos autores han llegado a argumentar que la condesa fue incriminada falsamente y que el juicio donde se la declaró culpable fue el resultado de una gran confabulación (Bathory tenía muchos enemigos que codiciaban sus posesiones), pero esta hipótesis supone desestimar más de 300 testimonios en su contra de testigos y sobrevivientes (algo complicado de fraguar), el hallazgo de cuerpos de chicas horriblemente mutilados, y de prisioneras agonizantes en el momento de su arresto. También supone negarles credibilidad a las denuncias de desapariciones de chicas, que durante más de una década alimentaban las sospechas en torno a la figura de la condesa.
La mayoría de los investigadores tienden a creer que efectivamente la condesa utilizaba horrendos métodos de tortura en sus sirvientes, quizá como castigos ejemplarizantes para imponer su autoridad. Sus víctimas iniciales eran las hijas adolescentes de campesinos locales, muchas de las cuales fueron atraídas al castillo de Csejte con ofertas de trabajo bien remunerado. La historiadora Kimberly Craft señala que en la época la muerte de personas jóvenes e incluso los decesos de varias personas en un castillo podían ser causados por alguna peste, pero que, en este caso en particular, los registros señalan una gran cantidad de muchachas muertas en un período muy acotado.
Craft argumenta, con buenas razones, que si Bathory se hubiera atenido a asesinar sirvientas nada le hubiese ocurrido, porque en su momento un aristócrata podía disponer de su servidumbre como quisiera, y que incluso aunque trascendiera que las torturaba hasta la muerte, probablemente no hubiera habido un juicio contra ella. Lo que asegura que causó la perdición de la condesa fue que comenzó a asesinar a muchachas nobles: en 1609 creó un instituto para la instrucción de adolescentes, una suerte de internado para enseñar la etiqueta de la corte, al que comenzaron a confluir, con total credulidad, chicas de toda procedencia. Y así como eran enviadas, morían repentinamente o desaparecían. Como ocurre con muchos asesinos seriales, Bathory de alguna manera buscaba ser apresada, porque este “internado” sería su perdición. Las denuncias se acumularon y no hubo título nobiliario que pudiera salvarla esta vez.
En el juicio final la condesa no se llevó la peor parte. Algunos trabajadores del castillo fueron inmediatamente decapitados. A tres damas de confianza las acusaron de brujería, les arrancaron los dedos con tenazas al rojo vivo, “por haberlos empapado en sangre de cristianos”, y fueron quemadas vivas. Katryna, una muchacha que con 14 años era la más joven de las ayudantes de Erzsébet, fue salvada por petición de una sobreviviente, pero recibió 100 latigazos.
Erzsébet, por ser noble, no podía ser procesada. Se decidió encerrarla en su castillo. Tras introducirla en sus aposentos, fueron selladas puertas y ventanas, dejando sólo un pequeño orificio para pasar la comida. Erzébeth murió luego de cuatro años de confinamiento solitario, sin volver a ver la luz del sol.