—¿Cómo hiciste esta adaptación dramatúrgica de un cuento muy breve para trasladarlo a un lenguaje teatral que amplifica el texto original?
—Hace años que vengo dándole vueltas a Quiroga. Tenía escrito un guion para largometraje de «La gallina degollada» y hubo que hacer un trabajo para que el cuento explotara un poco más en su extensión. Los guiones cinematográficos trabajan en expandir la profundidad de los personajes y de las cosas que suceden, así los protagonistas fueron cobrando volumen, teniendo otras aristas e intenciones, deseos, pasiones y miedos. En el cine, para graficar los hechos, las acciones son fundamentales, más que los parlamentos, cosa contraria al teatro, donde los personajes se definen por lo que dicen. Creo que hay una herencia fuerte de lo que fue un guion cinematográfico, que se tradujo en una obra de teatro muy física, sin parlamentos importantes. La obra no radica en los textos, ni siquiera es una obra físicamente explícita, y la violencia a veces tiene más que ver en cómo se exponen las cosas que con lo físico. Los personajes no se tocan, hay una distancia física todo el tiempo (de los padres con los hijos o de los padres entre sí) que tiene que ver más con un guion cinematográfico que con una obra de teatro, en la que los personajes cuentan lo que les pasa. Acá los diálogos son más catárticos. Si ves la obra, parecen ser escenas cronológicas; algunas parecen ser pesadillas de los protagonistas y otras situaciones cotidianas.
—Dado que es tu primer proyecto como director de teatro, contaste con la asesoría en dramaturgia de Roberto Suárez. ¿En qué consistió esa asesoría?
—El trabajo con Roberto fue muy amable, charlé con él varias veces. Primero le pasé el guion y luego el libreto de teatro. Me fue dando su opinión y fuimos cotejando. Lo que más me sirvió fue su opinión acerca de lo que había escrito, luego, a la hora de llevarla a la escena, fue un trabajo que hice solo. Roberto era para mí un interlocutor más que válido con su experiencia y talento, pero el proyecto era una experiencia personal y propia que tenía que hacer y ver si salía bien o mal.
—Roberto trabaja en sus puestas sobre la sugestión en el espectador. ¿Hubo algún intercambio al respecto para trabajar sobre lo siniestro en este montaje?
—No tanto, él fue un consultor que me fue dando opinión sobre el texto. No hubo un trabajo en conjunto con él o una coescritura. En realidad, no vi sus obras, lo conozco desde otro lugar. Trabajé con él como actor cuando hicimos Uruguayos campeones, pero fue una idea de Gabriel Calderón que trabajara con él. La verdad que me sirvió, necesitaba alguien que supiera mucho de teatro y que me pudiera decir si al menos estaba yendo por buen camino.
—En la puesta en escena ampliaste y agregaste algunos personajes, como el médico y el cura. Me pareció que su presencia es importante, representan poderes dentro de la sociedad y están presentes todo el tiempo en la escena acompañando a los personajes. ¿Cuál fue tu intención al incorporarlos?
—Hay algo en ese micromundo que retrata Quiroga, con reglas particulares muy complejas, mucho más cerca de la realidad de lo que uno cree, pero mucho más lejos de la realidad palpable, la que se ve. La idea primero fue trabajar el efecto 360, que me remitía al cine, esa tridimensionalidad en la mirada que hace que atravieses el escenario. No es un escenario plano que termina en una escenografía, tiene un aspecto tridimensional, entonces no tenía la posibilidad de que los personajes entraran y salieran sin interrumpir la tensión del público, por eso la idea era que no se movieran del escenario. El médico y el cura son las miradas externas, el cura no aparece en el cuento original, el médico y la partera, sí. Su presencia tiene que ver con las instituciones, que hay varias representadas en la puesta: la familia, la religión, la ciencia. Todos participan como espectadores de lo que le pasa a esta familia. Son los únicos que, si bien están dentro de la jaula, están más cerca del público. El cura es para entender, un poco a diferencia del cuento, que esta familia tiene un mandato divino del que no puede escapar, dentro de esa suerte de gallinero que parece un campo de concentración.
—Hay una estética de campo de concentración muy bien llevada adelante; los personajes están dentro de esa jaula y hay una delimitación clara entre el adentro y el afuera. ¿Eso se vincula con tu trabajo de la mirada sobre el otro, el diferente? Hay un diseño cromático en tono de grises que refuerza esta estética y es un juego que trasladaste a los espectadores, con el código de vestimenta para asistir (negro, blanco y gris).
—Sí, es como un gran gallinero de concentración donde todos parecen estar encerrados, incluso el espectador, como dice María al inicio, el personaje de la empleada doméstica, que para mí es fundamental en el desempeño de la coreografía del escenario. Es el personaje que ordena, lleva, trae, mueve y hace que todo esté en su lugar, es realmente la empleada doméstica de la obra, no solo de la ficción. Hay una metáfora de los campos de concentración, del exterminio de las personas que no son el ideal que pretendían los nazis. Quería enfatizar el exterminio de la gente con discapacidad, que fueron los primeros damnificados, no solo los comunistas o la gente por su ideología o religión, sino ellos porque los consideraban personas incompletas o falladas. Está esa idea de que no se puede salir de allí por más que se pretenda, la única salida es repetir todo, todo el tiempo. Hay una noria, esos personajes que dan vuelta alrededor de esta familia sabemos que la única forma que tienen de salir es detenerse, y nada se detiene, nadie para de caminar, los niños no paran de salir del banco. La puesta tiene un dinamismo, no es estática, como sí lo planteaba Quiroga con los niños que se sentaban en el banco a mirar el muro. Este muro despareció al encarar la escena en 360 porque era imposible, entonces el sol es el que representa ese muro.
—Hay un gran trabajo de luces que crean marcos, espacios bien delimitados entre los personajes, con una idea de separarlos, por momentos los padres y los hijos no llegan a tocarse. Esa es una forma de contar bien teatral. ¿Cómo lo trabajaste con el diseñador?
—Ya había trabajado con Nicolás Ciganda, que es el iluminador en una obra para niños en el SODRE y me parece un talento enorme [La Principesa, versión de El Principito con dramaturgia de Rogelio Gracia, con dirección escénica de Caetano y musical de Víctor Mederos. Participó el Coro Nacional de Niños, de allí surgen los nombres para los actores invitados del elenco de La Gayina]. La iluminación hace que se ponga foco en lo que quiero que se vea, y la escenografía, que la hizo Adelaida Rodríguez, colabora en ello al buscar ese concepto de campo de concentración, de encierro, donde los partos son parecidos a las sirenas y lo único que queda hacer es la rutina de los presos, todos los días lo mismo hasta que alguien se digne a darnos la libertad.
—Tenés un vínculo con la niñez en tu cine y tuviste una experiencia de dirección con el Coro Nacional de Niños del SODRE, pero ¿cómo es trabajar con actores niños sobre el horror y cómo enfrentarlos a situaciones que si bien son escénicas, rozan con una violencia fuerte? Pienso en el trabajo con la actriz más pequeña, Julieta Correa.
—En mi tercera película, Un oso rojo, ya había una niña protagonista. Antes había trabajado en un programa argentino, Magazine For Fai, que era protagonizado por niños. Me fue sencillo trabajar con ellos por el costado lúdico, tengo una parte superinfantil vinculada con la creación, me parece que lo lúdico es fundamental. Con los chicos siempre fue abordado desde ese lugar. Les contaba del Tren Fantasma y que lo que teníamos que hacer era asustar a la gente. Creo que logramos más que eso: incomodarla, que la pase un poco mal y que sienta cosas que a veces no son amables, pero que son sanas de sentir, para que eso despierte al menos una reflexión al respecto. A veces hay espectáculos que no asumen ningún compromiso o ningún disturbio que pueda provocar algún debate, como me interesaba. Recuerdo que en un ensayo fue público y muchos se asustaron y los chicos lo festejaron a las risas y contentos porque lo lúdico planteaba ese objetivo. El actor José Pagano, que trabaja en el Carnaval de las Promesas, fue quien me ayudó con ellos y estuvo muy cerca. Lo abordamos desde ese lugar: esto es un juego, esto es ficción, si bien sabían que interpretaban a chicos con discapacidad, nunca fue la intención tener una mirada compasiva ni caritativa con estos personajes. Al contrario, la idea fue hacerlos personajes, que no fueran solo gurises sentados en un banco, sino que actuaran, que se movieran y provocaran situaciones, que incomodaran al público e interactuaran con los demás. Creo que ellos son la parte más vital de la obra y que, a diferencia del cuento, se los quiere más desde la puesta en escena, desde su protagonismo; no están impávidos, babeando, como los describe Quiroga, sino que actúan y son un poco más dueños de su propio destino.
—Hay varios elementos que se emparentan con el cine, como el sonido, pero en este caso lo utilizaste con una intención bien escénica, como una forma de narrar. Por ejemplo, la sirena de la madre al parir.
—Al principio fui reticente a la idea de usar música o sonido, pero después me di cuenta de que eso en el teatro es válido en su justa medida. Quería que todo se soportara por la actuación y la puesta en escena. Hay algo fundamental en el teatro a diferencia del cine: en el teatro lo que más importa son los actores. Podés prescindir de la figura del director, podés poner tres actores arriba de un escenario a decir un texto y pueden ser grandes actores y prescindir del director, lo que va a suceder con su presencia es un hecho teatral. La figura del director es prescindible mientras ese director no tenga algo para decir con esos actores. En ese sentido, traté de usar todos los recursos teatrales posibles, no tenía ganas de llevar el cine al teatro, porque me habían convocado para hacer una obra de teatro y tenía ganas de llevarla adelante aunque fracasara en el intento. No se me ocurrió tomar recursos del audiovisual, aunque hay muchos que se tocan, como la luz, el sonido, la puesta 360, que parece más un set de filmación.
—Sé que fuiste lector desde pequeño y tu acercamiento a Quiroga es desde hace años. El programa de mano simula una escritura de un niño pequeño que relata tu experiencia traumática con el autor.
—Es parte del juego, es algo que escribí con la mano izquierda y simulaba una escritura infantil. Algo parecido a un poema fallido. A mí me divierte, y creo que eso viene del cine, eso de inventar mundos. Cuando hago una película, me gusta ocuparme hasta del afiche, del tráiler y de la difusión, y esta idea parte de ahí.
—En tu cinematografía hay un registro de personajes marginales. Por nombrar algún trabajo, se pueden ver en la serie Tumberos, El marginal, las películas Bolivia o Togo. ¿Qué te aportó este background para llevarlo a la escena en esta pieza, que también habla de personajes rotos?
—No lo sé, creo que no tanto. Hay cosas que se dan de manera inconsciente. No sé si todo es tan consciente a la hora de crear; hay algo intuitivo y visceral en lo creativo, en mi caso, que no me hace pensar mucho en las cosas a la hora de hacerlas. Sí tal vez a la hora de implementarlas. En el teatro, es después de ver la obra; hay cosas que funcionan como el blanco y negro, o estos personajes que no tienen cambio de vestuario y se van demacrando, ensuciando, ensangrentando. Hay algo en que todo es como un mundo Quiroga: un mundo oscuro, sin salida, sucio, que se va muriendo, pudriendo. Creo que lo único que hice fue escenificar al viejo, traducir todo lo que me había provocado su obra y específicamente este cuento. Cuando lo leí de chico, no me obsesionó ni me hizo tener pesadillas, me pareció algo muy truculento, que en un punto no terminaba de comprender. Creo que recién ahora puedo decir que lo entiendo un poco más, después de haber leído muchas cosas, y creo que ahora me saqué un peso de encima también.