Un trabajo interior - Semanario Brecha
Con Mariana Viñoles, sobre El gran viaje al país pequeño*

Un trabajo interior

Con un estilo documental incisivo y profundo, la última película de la cineasta cuenta la llegada de una familia siria a Uruguay y la transformación de su vida a lo largo del tiempo.

Héctor Piastri

—¿Cuándo empezó y cuándo terminó tu vínculo con los personajes de la película?

—Empezó en mi primer encuentro con ellos, que fue en mi primer viaje a Beirut, en julio o agosto de 2014, hace ya seis años. Esa primera circunstancia fue complicada: no estuve habilitada para filmar tanto como hubiese querido. Pero, después de tres días observando, sintiendo y mirando, logré hacer tres entrevistas, una de ellas a la familia de Sanaa e Ibrahim. Cuando planté la cámara y acomodé los asientos para que ese plano fuera así, supe que esa materia iba a ser utilizada. Ese plano que aparece en la película es, efectivamente, de la primera vez que me encontré con ellos, que nos miramos de frente. Eso avanza en el tiempo, continúa y se modifica. Hablé hace tres días con Sanaa para ir a un lugar que nos gusta mucho compartir. Antes teníamos el hábito de ir nosotros a la casa de ellos, y a veces cruzábamos a un parque que había enfrente. Pero un día Ibrahim me llamó para decirme que había conocido un lugar que estaba buenísimo –que, obviamente, yo ya conocía, pero me encantó que me lo presentara él–: el Club de Golf. Así que ahora nos reunimos ahí. Ellos llevan el termo con café y hacemos una merienda compartida. Los chiquilines tienen espacio y nosotros conversamos.

—¿En tus otras películas también creaste vínculos intensos con los actores sociales que filmaste?

—En el caso de las películas en las que mis familiares son protagonistas –como mi padre, que está en dos–, es un vínculo que viene de lejos. Pero en otros casos igual tengo el privilegio de meterme en la vida de las personas con la excusa de contar su historia, personas completamente diferentes a mí, que desconozco y por las que siento la genuina curiosidad de saber cómo son. A los protagonistas los elijo por instinto. Lo que busco es una cosa vincular, afectiva. Sería muy raro que después de un proceso de tantos años, en el que la construcción del vínculo también forma parte de la película, al terminar la posproducción me olvidara para siempre de ellos.

—Eduardo Coutinho decía que él conocía a las personas al prender la cámara y las soltaba cuando terminaba el rodaje.

—Cada persona tiene que hacer su trabajo. No hay una sola forma de hacer las cosas. Cada uno tiene que encontrar la manera que le es propia, vinculada con algo que es interior. Coutinho, en cada una de sus producciones, tenía varias personas que pesquisaban e investigaban a los personajes primero; después miraba todo eso en su casa y lo iba armando con la sensibilidad de un maestro. Yo intento hacer lo mismo: buscar. Pero, como la preproducción la tengo que hacer sola, soy yo quien visita a mis protagonistas, aunque también tengo mis estrategias para no hacer las preguntas más importantes si no estoy filmando.

—¿Cómo se construye el relato? ¿Te vas dando cuenta de lo que estás queriendo decir con esos registros que hacés a lo largo del tiempo o es un proceso más a posteriori?

—Trabajo mucho con la intuición y en el proceso de rodaje por supuesto que hablo con personas. Mientras estoy filmando –con los sirios pasó más que nunca–, cada vez que voy a un lugar todos me preguntan: «¿Cómo venís con la película?». Eso me sirve de ejercicio, porque, mientras voy contando, también voy entendiendo, observando las reacciones que causa lo que cuento. Todas mis películas están hechas con mucho trabajo interior. Trato de conectarme conmigo misma; no sé cómo explicarlo. No escribo las escenas, pero, de alguna manera, voy dibujando la película en mi cabeza. Otro tema importante es que en Crónica de un sueño, El mundo de Carolina y El gran viaje al país pequeño hay una cronología: las cosas van pasando. No pienso en hacer cosas locas en el montaje. No digo: «Ay, voy a empezar por el final y la escena de no sé cuánto la voy a poner en tal lado». Ahora me la juego más, porque quiero filmar cada vez menos; siento que es una forma de ecología. Y, cuando llega el momento del montaje, me siento con amigos montajistas, personas en las que confío absolutamente y a las que les entrego todo. Entonces, sobra todo lo que tiene que sobrar y, a medida que avanzamos, nos vamos quedando con la esencia.

—En El gran viaje al país pequeño hay más que un eje cronológico: hay un arco narrativo muy claro; los personajes cambian. ¿Te diste cuenta de que pasaba eso?

—Está muy vinculado al momento en el que entré en la vida de estas personas. Esta película tenía el gran problema de que todo el inicio –el viaje al Líbano y el encuentro con ellos, haber ido a verlos al campo de refugiados– fue algo muy fuerte. La materia era muy potente. Pero sabía que si después no ocurría nada, no iba a tener con qué hacer una película que rindiera. Lo que nunca pensé fue que iba a ocurrir el conflicto que ocurrió. Al principio fue devastador. Cuando supe que estaban yendo a la plaza porque se querían volver al Líbano, pensé que mi película se había arruinado por completo. Pero ahí pensaba la persona, no la cineasta. Porque esas cosas, que para la vida de tus protagonistas son espantosas, para la película pueden estar buenísimas. Tenés esa cosa épica, superutópica, del gran comienzo, en el que los recibe el presidente de la república. Y a continuación, en la escena siguiente, todo se desbarranca y los tipos están ahí, en una plaza, despotricando porque quieren volver al campo de refugiados. Después de eso, sabía que tenía que dejar pasar el tiempo. Mi interés en esta película no pasaba sólo por la situación puntual de la llegada: me importaba mucho filmar en el tiempo. Y filmé cuatro años. Quería terminar hablando en español con ellos, y es lo que ocurrió. Si vos dedicás el tiempo para dejar registrado un trozo de vida de una persona, tenés una historia, porque a todos nos ocurren cosas. Lo que importa es el tiempo, la escucha y la observación.

—Nunca le escapás a la incomodidad. ¿Qué es, para vos, lo incómodo, lo oscuro en esta película?

—Me pongo en situaciones límite porque no quiero encontrar una manera cómoda de hacer cine documental, en la que siga repitiendo eternamente lo mismo. En esta película sufrí mucho: hubo momentos en los que filmé poco porque no podía, no aguantaba. Esa incomodidad está en la película. Y también la confrontación, como cuando el señor Alshebli me insulta y está reenojado, pero yo no bajo la cámara. Si la hubiera bajado, no habría hecho el camino que hice. Tampoco le bajé la cámara a mi padre.

—Y, además, está todo lo que no se dice, ¿no?

—Por supuesto. Y con todo eso no dicho había que tejer la trama. En ese momento, en el que Alshebli dice tantas cosas horribles de Uruguay, mi hijo León, de 10 años, dijo: «Pero ¿a este qué le pasa?». Le tocó el corazoncito yorugua. Creo que a todos los espectadores esa escena, que está bastante al inicio, les golpea el corazón, porque esas opiniones te producen violencia. Pero después, con el humor –como cuando se ríen de que el agua en el Río de la Plata es marrón–, con la mirada sobre la cotidianidad, esa incomodidad se va diluyendo y empezás a quererlos. Es algo que demora, que pasa despacio. También se trata de que el espectador aprenda a descifrar las pausas, los silencios.

—¿En qué futuros proyectos estás pensando?

—Varío entre ocuparme de los otros y ocuparme de mí. Ahora voy a hacer una película más autobiográfica. A partir de la noticia de la demolición de esta casa, donde vivo desde hace 15 años, decidí terminar de cerrar algo que quería tratar y no sabía bien cómo: reconstruir el relato de mi vida desde una perspectiva de género; hablar de los estereotipos, de los arquetipos que heredamos y de cuánto tiempo demoramos, a veces, en saber quiénes somos, y así pasar un mensaje nuevo a las siguientes generaciones. Voy a narrar la historia con imágenes de archivo que tengo de esta misma casa y con otros archivos, más lejanos.

*   La película se está proyectando en Sala B los viernes, sábados y domingos a las 20.00 y en Cinemateca todos los días a las 19.20.

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