Hay quienes han comparado el infortunio con otros detectados años ha, sin que se haya alborotado la susceptibilidad de los partidos tradicionales (por ejemplo, la no titulación para la docencia del colorado y también en su momento vicepresidente Luis Hierro López). Hay quienes han reconocido lo irritante de la situación, pero han apuntado que la sociedad no se indigna con cosas peores, que tocan de manera mucho más profunda el nervio ideológico de la izquierda y que evidencian el grado de vaciamiento político en el que ha caído el Frente Amplio (desde la falta de preocupación por los impactos ambientales del actual sistema productivo hasta la inacción frente a una gama de precios abusivos ofrecidos en las góndolas). También hay quienes han argumentado que el vicepresidente nunca utilizó su titulación en su beneficio o que no fue electo debido a su formación en genética. O por último, que no se necesita un título para ser político (hay un artículo de Carlos Rehermann en el blog Interruptor que admite ejemplos de autodidactas más versados que muchos titulados, pero que de todos modos le entrega a Sendic “una medalla de oro al bochorno”, por haber incurrido en la pereza o en la vanidad).
En casi todos estos argumentos hay elementos atendibles. En la línea de la máxima de Alberto Moravia (“curiosamente los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado”), hay atentos analistas que sitúan el quid de la cuestión en la forma en que se construyen las candidaturas, la muerte del sentido o del concepto en la política posmoderna, la banalidad en la que incurren los “grandes medios” o el ser funcional a un debate político tan profundo como el programa Intrusos (fue después de escribir esta frase que la pulsión por el hallazgo de falsos licenciados tuvo su extremo más patético, mediante una fallida incursión en contra de la pareja del vice en las redes sociales). Ya lo decía Chantal Mouffe: “en política, el interés público siempre es un tema de debate, y es imposible alcanzar jamás un acuerdo final; imaginarse esa situación es soñar con una sociedad sin política”. Todas las observaciones reseñadas más arriba me parecen válidas. Sin embargo, pienso que esos elementos de contexto no minimizan el hecho de que un vicepresidente haya podido mentir sobre su formación académica, o no la haya rectificado, y que en todo caso esa posibilidad contribuye precisamente a reforzar el tal vaciamiento o banalidad de la política.
En relación con quienes han salido a decir que “no se precisa un título para ser político” (entre ellos varios dirigentes oficialistas), me parece que distorsionan el fondo del asunto. Lo que se cuestiona no es que Raúl Sendic carezca de formación académica o de un título para ser vicepresidente o presidente de Ancap, lo que podría considerarse un mero argumento tecnocrático, sino que –si finalmente no logra acreditar su formación– haya mentido sobre su licenciatura o no haya rectificado el error en las innumerables oportunidades que ha tenido. Sus propias respuestas en la entrevista que le realizó la periodista del matutino fueron más que confusas y allí varias veces el declarante admite que nunca completó una licenciatura (a diferencia de lo que hizo en entrevistas pasadas en las que se atribuyó explícitamente el título).
En la base del problema no hay una cuestión jurídica sino ética. Pero también hay algunas dimensiones políticas que han pasado bastante desapercibidas, porque tampoco es que Sendic nunca haya apelado a su formación en genética para fundamentar sus opiniones sobre asuntos públicos. En 2012, respondía sobre si el aborto podría ser considerado un asesinato de este modo: “Yo estudié genética y la vida no empieza, la vida es una continuidad… Hay dos huevitos que se juntan y generan una nueva vida. Tampoco creo que tiene que ser una decisión exclusiva de la mujer porque sea su propio cuerpo”. (Claro que, a pesar de la curiosa forma de describir el proceso de fusión de los gametos, hay que reconocer que el líder de la 711 puede retrucar, alegando que de todos modos acompañó la ley de despenalización luego vetada). La mentira, quizás vana o tonta, no me resulta nimia –ni irrelevante en términos políticos– cuando se habla permanentemente en Uruguay de valorizar el rol de la educación en “el modelo de desarrollo”, algo a lo que el propio Sendic apeló varias veces, por ejemplo para cuestionar moralmente el ausentismo docente o las huelgas. Parece difícil ahora que logre algún viso de legitimidad para transitar por estos asuntos, y ni que hablar de la interlocución con los protagonistas en un terreno en que la confianza se transforma en un valor clave. Eso solo ya tiene implicancias políticas.
Pero hay otra capa que asoma en medio de la crisis y que tiene que ver con el grado de relativismo que es aceptable o no en política. ¿Hasta qué punto la mentira es un tema importante o no en la política? Es una cuestión que excede largamente el alcance de estas líneas, pero que quizás sea bueno refrescarlo en tiempos de posmodernidad (¿o pos-posmodernidad?). Por supuesto que el bien y el mal no son términos absolutos, y que sería quedar presa de una suerte de pureza calvinista pretender que ningún político incurra en la mentira. También parece de recibo que hay cuestiones que hacen a las costumbres que pertenecen al ámbito privado y no al de la política, y que –como dice Gilles Lipovetsky– pretender una suerte de moral única y sublime atentaría contra el pluralismo. Sin embargo, también puede ser peligroso asumir grados crecientes de relativismo ético (más que moral, que no es lo mismo) o de pragmatismos en la política, tendiendo mallas cada vez menos finas.
No está bueno que alguien que no es licenciado diga que sí lo es, y menos cuando es político y vicepresidente (es decir, presidente de la Asamblea General) en nombre de un partido que se dice de izquierda. Es probable que la estatura del papelón no fuera la misma si no se diera en el contexto de los cuestionamientos por la gestión de Ancap, pero el episodio en sí mismo conlleva implicancias y repercusiones políticas. No ser honesto en cuanto a la formación propia, cuando se tiene un cargo público, no parece un elemento que debería formar parte del consenso, del bien común aceptado en la caja de herramientas de las izquierdas. En este sentido, el episodio me parece que contribuye a minar la credibilidad del dirigente, pero también de su relato ideológico-político. Los análisis sobre la densidad política del vicepresidente no son sólo de ahora y el título de una portada de Brecha (abril de 2015) ya se había preguntado por “El enigma Sendic”. Allí se hablaba de ideas, a propósito de la polvareda que habían levantado sus declaraciones sobre Venezuela. Se desmenuzaba, por ejemplo, el viraje discursivo que el vice había encarnado desde sus tiempos en el 26 de Marzo hasta la asunción de cargos de gobierno (en particular su concepción de la gestión, el sindicalismo y el capitalismo). Todo esto no implica desconocer los santos oficios de las operaciones, campañas, intereses o “ensañamientos” liderados desde las oposiciones (internas o externas) o el establishment mediático, pero una cosa no quita la otra.