Si algo hace un héroe es caminar, y caminar, y caminar. Entre todas sus andanzas, sin embargo, nunca hay tiempo para conocer sus suturas más humanas: sus hartazgos, sus divagues, sus limitaciones. Tampoco sabemos cuándo va al baño o de qué se alimenta. Esto queda para los anales del tabú o para algunas páginas de épicas de héroes tan modernos y excéntricos como los de La ciudad de cartón, último lanzamiento editorial del escritor y profesor salteño Juan Carlos Albarado.
A lo largo de tres relatos íntimamente entrelazados, la obra va presentando a sus distintos protagonistas-flâneurs inmersos en una serie de peripecias dantescas con aires de encierro kafkiano. En el relato inaugural, «La casa», el narrador es como un Virgilio en decadencia que pasea al lector por distintos ambientes de su hogar, en los que van apareciendo, de manera tan insólita como naturalizada, animales y humanos definidos por características ilógicas e hiperbólicas –sirva de ejemplo «el hombre al que dejó su mujer porque encontró las sábanas tendidas de otra forma»–. Por su parte, el segundo relato, «La ciudad de cartón (lado a)», es una versión ampliamente corregida de un texto publicado hace casi diez años. En él, una mujer extravagante como la de «Ese líquido verde», de Mario Levrero, se instala en la casa del protagonista y fabrica una maqueta que representa la ciudad en la que vive y que anticipa a escala lo que sucederá en el «mundo conocido». Por último, «La ciudad de cartón (lado b)» presenta la construcción de otra maqueta-ciudad desde el punto de vista del constructor, quien nos va paseando alrededor de sus artificios.
En las ramificaciones de estas odiseas decadentes lo raro, lo extraño, lo insólito emergen de las artimañas de una mirada estrafalaria, que remueve al lector del realismo al que la literatura uruguaya contemporánea lo tiene especialmente acostumbrado. «Un acto tan simple como focalizar la vista en aquello que no está hecho para ser visto puede ser la diferencia entre el mundo conocido y el resto», propone el narrador del segundo relato. A modo de manifiesto, este fragmento dibuja las costuras de una narrativa que, con sus fantásticos desbordes y su absurdismo, procura echar luz sobre todo aquello que sistemáticamente la literatura deja en los rincones del olvido, ya sea por inenarrable o por irrelevante. No por casualidad, la portada del libro es un basurero. La poética de Albarado es abrir lugar a eso que sistemáticamente desechamos, a esos fragmentos mínimos que hablan de la vida misma.
Entre piezas disgregadas de recuerdos y digresiones, los narradores van dejando las marcas de los hilos que construyen y conducen el tejido narrativo. En las narices del lector matizan la veracidad de sus afirmaciones sin ningún escrúpulo, omiten información, cambian el ritmo a su antojo. A medida que el texto avanza, estas voces –que, aunque insolentes, caen simpáticas– se van apropiando de sus propios laberintos e invitan al lector a recorrerlos junto a ellos, a subrayar, a intervenir el texto. Lo que comienza como invitación termina en provocación: «Todo ese espacio en blanco es para que el lector se imagine lo que pasó, no se va a creer que yo haré todo el trabajo siempre, así que produzca usted un poco. Le dejé renglones marcados, es fácil, déjese llevar por su imaginación, que vuele, dele rienda suelta». De trasfondo, encontramos aquella vieja idea del lector comprometido, que tiene que crear su propio camino.
En un inevitable humorismo esperpéntico, la cotidianidad extrañada de La ciudad de cartón se halla teñida de reflexiones ontológicas y literarias que afloran entre algún refuerzo de mortadela o calzoncillo amarillento. Colándose por el texto como un gato en una biblioteca, las asociaciones insólitas dan lugar a una profundidad en la que un disparate, como que exista un hombre sin reflejo, tiene un trasfondo complejo y nos obliga a reflexionar acerca de la imposibilidad de vernos a nosotros mismos.
De lectura ágil y amena, La ciudad de cartón nos hace caminar entre risas sobre una maqueta de letras que nos saca de nuestra zona de confort y nos enfrenta a nuestras propias debilidades, miedos y ridiculeces. Así, detrás de una elaborada fachada de metáforas inesperadas, comparaciones ridículas y enumeraciones borgianas, la obra contiene en sus cimientos la angustia de la vida.