La renuncia de Adrián Peña al cargo de ministro de Ambiente fue el desenlace de una intensa polémica sobre su título, pero quedó pendiente la evaluación de su desempeño al frente de las políticas ambientales de la coalición de gobierno. Esta no es una cuestión secundaria y es necesario llevarla a cabo.
En un repaso de los principales sucesos, se destaca que, bajo la conducción de Peña, el presupuesto del Ministerio de Ambiente fue recortado aproximadamente a la mitad de los fondos comprometidos por el gobierno multicolor en el momento de su creación. A su vez, el punto de partida ya era bajo, porque solo se retuvo una proporción menor de los recursos y bienes que le correspondía por la partición del ministerio original, que era compartido con Vivienda. Teniendo presente que la gestión ambiental tiene rango ministerial desde 1990, Peña es posiblemente el ministro que encaminó la mayor reducción presupuestaria registrada. Es difícil no pensar en los efectos sobre los equipos humanos y los recursos materiales, y, por lo tanto, en las debilidades de las capacidades de monitoreo y control o en las de evaluación de los impactos ambientales. Pero, a pesar de todo esto, el plan de Peña era dedicar buena parte de los refuerzos presupuestales a otros propósitos: alquilar nuevas oficinas.
Entre las medidas concretas, hay algunas que son positivas y deben reconocerse, como el caso de la prohibición del uso de los sorbitos plásticos. Pero, al mismo tiempo, dio su firma a una de las peores resoluciones de los últimos años: un decreto que redujo las restricciones para los cazadores. Insistió en que sus decisiones se apoyaban en la ciencia, pero contradijo a todos sus técnicos al autorizar una obra en José Ignacio. Proclamaba la participación ciudadana, pero bajo su gestión por primera vez el ministerio de Ambiente se sumó a una demanda judicial contra organizaciones vecinales que hacían reclamos en defensa de recursos naturales. Repetía que sería riguroso en los controles, y es cierto que aplicó algunas multas, la última a UPM tras un nuevo episodio de contaminación en uno de sus viveros, pero no logró impedir que el gobierno en pleno festejara la inauguración de una terminal portuaria, también de esa pastera, a pesar de que en ese momento carecía de los permisos ambientales.
Puso enorme empeño en una sucesión de eventos, discursos y declaraciones de todo tipo. Un ejemplo de esas prácticas fue la exposición de empresas y organizaciones en el parque Batlle, que sin duda tuvo réditos publicitarios. Pero esas y otras iniciativas terminan siendo «políticas pompitas» (como se comentó en Brecha, 24-VI-22), y un ejemplo reciente lo ilustra: Uruguay carga con ser uno de los países más atrasados del mundo en cuanto a la protección de su biodiversidad, ya que apenas cuenta con aproximadamente un 1 por ciento de su superficie regulada bajo esos fines. Ante eso, Peña prometió una impactante multiplicación del área protegida, específicamente en nuestros mares, con el compromiso de llegar al 10 por ciento al finalizar 2022. Nada de eso se cumplió. Pero la prensa convencional no abordó ese u otros incumplimientos, la oposición pareció ignorar esos hechos y Peña no renunció por incumplir sus promesas ecológicas.
Está muy bien que el periodismo investigue sobre los antecedentes personales de los jerarcas gubernamentales, pero también le haría mucho bien al país que revisara el desempeño de la gestión ministerial en el campo ambiental. Si se evalúa al ministro del Interior por la tasa de homicidios o robos, o al de Salud Pública por la cobertura de las vacunaciones, en el caso ambiental habría que observar qué hace o deja de hacer esa cartera.
A lo largo de las tres décadas en que la cuestión ambiental adquirió rango ministerial, algunos desempeños han sido muy cuestionables. Todavía se recuerda a la última ministra en el segundo gobierno Vázquez, cuando la cartera era el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, confesando la contaminación en la cuenca del río Negro. Pero la gestión ambiental multicolor liderada por Peña ha sido peor.
No solo por lo que se repasa arriba, sino porque dejó montado un proyecto para tomar agua desde el Río de la Plata y sumarlo a la red de OSE. Una obra extremadamente cara, sin certeza total sobre su utilidad, seguramente inconstitucional y, lo que es peor, reñida con una lógica ecológica, que además podría tener como daño colateral dejar sin resolver la contaminación en el río Santa Lucía. Todo esto hace que, al menos por ahora, a la política ambiental multicolor todavía le falte ser verde.