Hace un par de semanas, un poco antes de que el Frente Amplio (FA) se enfrentara al pesadillesco escenario de una posible renuncia del vicepresidente de la República, el partido de gobierno era obligado a contemplar los duros números de las encuestadoras (esos orácu-
los inevitables en la política actual que quedaron en offside en 2014, pero que siguen siendo de todas formas los dueños de los vaticinios).1 Algunos días después, cuando era interrogado por eventuales hitos del actual gobierno, el ministro de Economía, Danilo Astori, mencionaba como ejemplos a la “inclusión financiera” y al “plan de infraestructura”. Fue sugestivo contemplar cómo el autor de la entrevista, Emiliano Cotelo,2 le repreguntaba y le hacía reparar en el detalle de que difícilmente se podría “enamorar” a esa inasible porción de votantes frenteamplistas denominados “descontentos” con tales iniciativas. Astori volvió por sus trece, y con esa gestualidad que no claudica en exhibir seguridades y certezas insistió en que sin ninguna duda, cuando las personas comprendieran los innumerables beneficios de la también llamada bancarización, lo iban a considerar un logro.
Es casi natural y previsible que Astori mencione ambos ejemplos, si se considera que es el ministro de Economía. Es algo inquietante si se los toma como representativos de todo un gobierno o más aun del partido político Frente Amplio. La generalización del dinero electrónico, modalidad de consumo que ya lleva varias décadas de vida en otros continentes, suena a algo bastante difícil de vender hasta para el más esforzado militante orgánico, más allá del toque modernizador, transparente y formalizador de la economía que procura imprimirle el equipo económico a un plan que también tiene sus antagonistas. Ya se sabe que los ministros de Economía no suelen ser los políticos que encabezan los rankings de popularidad en las administraciones de gobierno –ni siquiera en las progresistas–, pero quizás esta incursión pueda sí ser un reflejo de los problemas que está teniendo el actual gobierno para esgrimir algún parteaguas, para conformar una silueta con cierta personalidad.
A pesar del aroma a cliché, se suele recurrir a la expresión “buque insignia” para referir a aquel objetivo que el gobierno, o el jefe del Ejecutivo, quiere cumplir como representativo de su administración, en términos de concreciones pero quizás también en términos de narrativa. En el primer período del FA, el plan de emergencia, los consejos de salarios, o las excavaciones en los predios militares en busca de restos de desaparecidos se convirtieron en mojones de un relato, que mucho tuvo de fundacional (con esos bríos juveniles que sólo aporta lo que llega por primera vez). Ese fue un gobierno, además, capaz de brindar –en clave sistémica– señales a varias bandas: pudo otorgar al cabo del período esa previsibilidad siempre reclamada por el empresariado, implementar una reforma tributaria salvada sin grandes contratiempos (por lo menos al principio) con las capas medias, y plantar una bandera en las zonas más castigadas con una transferencia social que en aquel momento ofrecía aires originales. El dúo Vázquez-Astori, años ha protagonista de ásperos episodios en el largo trayecto hacia el destronamiento de blancos y colorados, era parte esencial del combo. Hoy esa misma dupla es la que sigue manejando la batuta, pero ya se sabe que ha pasado mucha agua bajo el puente. Las impaciencias, las expectativas y las exigencias son otras.
José Mujica, advierten sus críticos –ya pasados los efectos algo narcóticos dejados por la peripecia de un ex guerrillero y descamisado que logra llegar al poder–, se ha caracterizado por la ausencia de concreciones. Quienes esperaban un salto neodesarrollista no pudieron ver levantados los prometidos megaproyectos, ni demasiados casilleros avanzados en la educación (más allá de la Universidad Tecnológica). Quienes esperaban un “giro a la izquierda” le recuerdan que nunca el capital tuvo tantos beneficios impositivos o que el modelo agroexportador primario no tocó la matriz productiva y dañó los cursos de agua (algo que el propio invitado del FA, Noam Chomsky, se encargó de recordar a escasos centímetros del ex presidente). Quienes buscan hoy desplazar a la coalición de la Torre Ejecutiva (y también sus competidores en la interna frenteamplista) le exhiben los balances de Ancap y los números rojos del déficit público. Sin embargo, hasta el día de hoy, en términos electorales o de simpatía (las cosas se miden así, básicamente), Mujica es uno de los políticos más populares del país, especialmente entre los segmentos socioeconómicos más castigados. Se siguen filmando documentales sobre su vida y ha consolidado su estamento de celebrity, al colocar su semblante a la par de Bob Marley en los objetos de culto marihuanero del planeta. Aunque los que estuvieron cercanos al origen de esta medida saben que al principio la cosa no fue fácil. De hecho, en etapas algo ya olvidadas, algunos legisladores oficialistas coordinaban con otros de la oposición (de cuño liberal) el impulso de un proyecto basado en el autocultivo de la planta, sin ninguna intervención estatal en la producción. Como ha quedado en evidencia, fue el argumento de la “separación de los mercados”, con el objetivo de dañar al narcotráfico, la llave que destrabó el pasaje de la medida al plano de lo posible. Es probable que Mujica no sólo haya ascendido otro escalón en el podio de los personajes globales, sino que haya consolidado su feedback con determinados segmentos juveniles. Claro que su presidencia, para sus detractores la demostración más cabal de la antipolítica, sigue y seguirá siendo objeto de intensas controversias.
Pero fue al gobierno de Tabaré Vázquez a quien le quedó el rol de implementar la distribución de la marihuana oficial. El presidente-médico lo hizo sin demasiado convencimiento. En más de una entrevista previa a su último triunfo electoral no ocultaba siquiera su temor a que los narcotraficantes atentaran contra las farmacias expendedoras. Además la distribución de una sustancia psicoactiva por parte del Estado parecía no combinar bien con el combate de Vázquez contra otros consumos adictivos como el del cigarrillo o el alcohol, ese que le hizo ganar en algunas tertulias el mote de higienista o de paternalista. Por su lado, la lucha sanitaria contra las adicciones y el haber colocado a Uruguay entre los primeros países libres de humo carecen del punch necesario como para atenuar desencantos o encolumnar militancias. El “saber hacer” y ese perfil ejecutivo de Vázquez no parecen bastar en esta segunda parte de su saga.
Alguna vez fue el objetivo otra política social muy relevante, pero desconocida para la gran mayoría, como el sistema nacional de cuidados. Condenadas a un perfil bajísimo, hasta el momento las prestaciones aparentan ser aún muy focales, pero lo que es más preocupante: buena parte de los destinatarios del plan desconoce los beneficios. Asimismo, la medida sufrió el efecto de los recortes de los primeros años presupuestales, caracterizados por los temores propios de la desaceleración económica. Es muy probable que si una al azar le preguntara a un transeúnte por el sistema nacional de cuidados, obtuviera una expresión de ignorancia total o una cara de póquer. Algunas medidas, como dejar de integrar las negociaciones para el Tisa o correr hacia arriba el límite de afectación del reajuste del Irpf sobre los salarios, lograron algunos circuitos virtuosos con los sectores más a la izquierda, pero el efecto es como si se hubiera esfumado.
La macroeconomía no pasa ahora por grandes sobresaltos, al lograr crecimientos modestos pero crecimientos al fin, y la inflación ya no luce tan desbocada, pero esas reglas estables no alcanzan para entusiasmar a los quincemilpesistas, a los jóvenes que lidian con los empleos más precarios, a los sectores medios que se siguen sintiendo los sostenes del sistema, o a los dueños de pequeñas empresas que perciben que los más grandes beneficios tributarios van para las grandes marcas, las multinacionales dotadas con otros arsenales para la competencia. Esto tampoco implica que el desencanto migre automáticamente hacia un voto opositor, lo que existiría sería una suerte de hartazgo respecto a la política, o por lo menos hacia aquella más institucional y formalizada. La construcción de una nueva planta de Upm es un gran desafío para un estilo de gobierno que siempre ha exhibido su gusto por la capacidad para ejecutar, y parece ser ahora el mojón desarrollista más preciado, en una negociación que difícilmente pueda ser simétrica.
Sin considerar los imprevisibles impactos de una histórica renuncia de un vicepresidente (si es que se concreta), en lo que queda del período es probable que Vázquez se enfrente a algunos picos de conflictividad y el partido de gobierno deba zurcir variadas diferencias internas. La movida por el 6 por ciento del Pbi para la educación, en un área donde los debates sobre inequidades no sólo en cuanto a calidad sino en cuanto a financiamiento son aún incipientes, aparece como uno de los puntos de inflexión. No es un terreno de fácil desplazamiento, ya que las presiones de la oposición –siempre atenta a lo que llama “corporativismo sindical”– y las propias contradicciones interiores (expresadas a través de los incidentes protagonizados por Fernando Filgueira y Juan Pedro Mir) dibujan una topografía espinosa. Ya queda el tramo final, el de los últimos fotogramas de esta nueva secuela, donde el tiempo es más escaso, porque la campaña electoral inexorablemente comenzará a mostrar sus garras, a fuerza de investigadoras, derivaciones del caso Sendic quizás no tan sospechadas (sobre todo cuando hace poco se habló de bullying) y mucho ruido virtual.
- Los últimos sondeos de Opción y Equipos en intención de voto muestran al Partido Nacional superando al Frente Amplio: 30 por ciento versus 28 (en el caso de la primera) y 32 por ciento versus 31 (en el caso de la segunda, quien prefirió preguntar por “simpatía” hacia los partidos). Los indecisos y el voto blanco/anulado suman en ambas encuestas 25 y 23 por ciento respectivamente.
- En la edición central de Telemundo 12, del 18 de julio pasado.