A las 11 de la noche del lunes Paysandú duerme. Los boliches nocturnos tienen bajas las cortinas por este día, y en las calles Uruguay y Florida, el centro del trille de la prostitución y la explotación sexual, todo aparece en calma. “Después de lo que pasó” las más chicas andan pero no hacen esquina, y si hay alguna por ahí es porque “está protegida” por la Policía, dicen un par de mujeres que hacen la noche por Florida a la asistente social que acompaña a Brecha en la recorrida. “Ésta es mayor, parece que no porque es bajita”, se ataja una de ellas sin que nadie le pregunte. Imposible distinguir, pero al rato la bajita desaparece.
Cuando se habla de explotación sexual infantil se habla de niñas que a los 12 o 13 años ya perdieron toda inocencia. La dejaron luego de cobrar 400 pesos por tener sexo oral cobijadas en alguna penumbra de la ciudad. Sexo fast para los hombres que, además del morbo que puede significar de por sí, evitan el costo de los moteles, la desnudez, el rito de la cama y hasta la posibilidad del embarazo. Catorce y 16 años tienen tres de las adolescentes que participaron en la reunión de la Casita del Parque y que declararon, según consta en el acta policial a la que Brecha accedió, mantener relaciones sexuales con Sergio Carballo, de 56 años (el organizador que ahora fue procesado con prisión), a cambio de dinero y cocaína. Una de ellas desde los 13 años (véase recuadro). Con suerte, a los 17 ya serán “veteranas” (a veces llaman así a las de 18 o 22 los habitués de este tipo de fiestas, como el jockey apodado el “Brasilero”, por ahora apenas emplazado por la justicia). Entonces ya estarán en posición de reclutar a otras niñas y enseñarles a sobrevivir en la sordidez de la que pocos quieren oír hablar; y siendo mayores caer luego como participantes de las redes explotadoras.
A veces ni siquiera trabajan por plata: ropa, comida, un celular o su recarga, un lugar donde vivir. “El contacto entre los proxenetas y las chiquilinas puede ser violento o de ‘dulzura’”, dice el pastor protestante Aníbal Vázquez, para explicar esos hilos duros y complejos que dificultan romper las redes. En ocasiones las chiquilinas se sienten “enamoradas” del explotador, creen ser las “novias”, lo cual activa un sistema de lealtades que hace difícil que los explotadores sean denunciados. “Lo que les genera mucho rechazo y aversión es el cliente y no el que induce. Si alguno fuera procesado ayudaría a que las chiquilinas tuvieran menos miedo de denunciar”, piensa este religioso que hace años trabaja en el tema desde su templo enclavado fuera del casco urbano de la ciudad.
Por ahora, y a pesar de que en los documentos en poder de Brecha dos adultos reconocieron tener sexo con una menor a cambio de dinero, los clientes, una vez más, están libres y prontos para otra fiesta. Ya se van a planificar nuevos encuentros, sea en el hipódromo, en las termas, en una chacra, en el puerto, en la calle, en hoteles de mala muerte o en buenos hoteles rodeados de gente bien.
Las que son niñas y las que son mujeres comparten algún punto del mismo patrón: vienen en su mayoría de los bajos de la ciudad (aunque, como es de esperar, las redes también captan otro tipo de perfil), de familias pobres en las que sufren maltrato y abuso desde la infancia. En algunos casos son hijas de proxenetas o narcotraficantes, que las ofrecen a sus amigos y clientes como mercadería de consumo. Ese es el caso de la chiquilina de 17 años que fue encontrada en el auto de De los Santos: su padre, también proxeneta, está preso desde 2012 por narcotráfico. Porque “narco, contrabando y explotación sexual están todos vinculados”, le dijo a Brecha Carlos Damico, director departamental del Mides.
ZORROS Y NOVIOS
“Esa es la casa de Pérez Satriano”, dicen a Brecha vecinos de Paysandú señalando una morada de dos pisos (con cobertura de seguridad privada) donde reside este “grande” cuyo nombre suena vinculado a estas actividades desde los noventa. En los archivos del semanario que guardan la investigación sobre trata de blancas que estuvo a cargo de María Urruzola, Julio Pérez Satriano figura como uno de los proxenetas especializados en reclutar a las mujeres que se enviaban a Italia, y encargado de contactar a quien se convertiría en el falsificador de los pasaportes que se utilizaban. Hoy vive seis meses acá y otros seis en España, informa quien, además, lo señala como socio de Sergio Escobar, conocido como el “Zorro”.
Escobar es otro proxeneta que cayó en 2012 cuando se desbarató una red que explotaba menores en Paysandú, Young y Maldonado, algunas de las cuales, al cumplir 18 años, eran enviadas a España. Fue procesado por reiteración real de los delitos de proxenetismo, trata de personas, lavado de dinero y explotación sexual de menores. La ex pareja del Zorro también fue procesada por esta causa. Ella era quien “custodiaba” en España a las mujeres enviadas a Valencia, obligadas a trabajar bajo amenazas; y también se encargaba de hacer los giros del dinero obtenido a la cuenta de Escobar. Dinero que era lavado aquí mediante la compra de inmuebles, caballos o autos. Según un artículo publicado por el diario sanducero El Telégrafo, la mujer declaró que le robó un pasaporte a una prima y lo entregó junto con su foto a “un desconocido” en Paysandú para que éste hiciera la falsificación del documento. Por ese motivo el juez actuante, Néstor Valetti, la procesó por hurto en reiteración real y coautoría en falsificación de pasaportes.
La existencia de nombres que se repiten en el correr de las décadas no parece ser novedad en Paysandú. Una de las testigos que declaró en el caso de Escobar es su pareja, hija del “Gato” Gutiérrez, otro conocido proxeneta (también de la década del 90) hoy preso en Montevideo por tenencia de estupefacientes, aunque en la capital sanducera se lo conoce por haber sido uno de los responsables de introducir la pasta base en el departamento y poseer varias bocas de venta. Esta mujer es reconocida por las fuentes de Brecha por ser ella misma víctima de explotación sexual desde que era menor de edad, aunque en el juzgado haya elegido defender a su novio.
Si bien ninguno de los consultados pudo establecer cuántas redes funcionan hoy en Paysandú, sí hay coincidencia en que se trata de varias, con mayores o menores vínculos entre sí. Y de igual forma perciben que en la mayoría de los casos, como el de la Casita del Parque, “caen los perejiles” de mediana monta y no los “pesados”, verdaderos dueños del negocio. De todas maneras, más allá del morbo en que quedó encasillado el “asunto De los Santos”, estas fuentes también coinciden en la doble importancia del involucramiento del ahora ex secretario general de la Intendencia. Por un lado porque la presencia de una figura importante de la política, en este caso local, permite desplazar el tema como un asunto “del bajo mundo” y ampliar la mirada hacia una dimensión más ajustada: en la explotación sexual de menores (y mayores) se encuentran actores de relevancia política y económica, lo que dificulta la visibilidad de los hechos. Sea porque manejan conexiones que permiten tender un velo sobre la situación, sea porque genera temor señalarlos.
Por otro lado, y a pesar de que la figura procesal de De los Santos es “abuso de funciones”, el caso contribuyó a centrar la atención en el rol del cliente como uno de los responsables de la cadena delictiva.
NOS IMPORTAN TODOS LOS NIÑOS
Si los noventa pueden ser señalados como un mojón importante en la consolidación de las redes de explotación en el departamento, junto con un proceso de desindustrialización que lanzó a miles al desempleo, la informalidad y la marginalidad, también hay que decir que esa misma década es mencionada como el momento del descalabro local del INAU. Esto también propició que muchas de las internas que llegaban en condiciones de vulnerabilidad fueran captadas, aun estando dentro de la institución, para participar de estas redes. (Esta aseveración fue confirmada por funcionarios del instituto, del MIDES y de ONG vinculadas a la infancia.) Para ello no hacen falta más que la desidia y la indiferencia, expresadas de diferentes formas, durante las salidas de las menores. Según explicaron a Brecha, las adolescentes no están privadas de salir del hogar (ya que están en un régimen “semiabierto”), pero si lo hacen sin autorización esto debe ser informado a los mandos superiores de inmediato. Muchas veces “esa notificación se daba a los dos o tres días”. En otros casos, si eran autorizadas a salir no regresaban hasta el día siguiente, y aun así se reiteraban los permisos.
Otro método extendido de vista gorda son las “licencias”. Esta es una herramienta para que las niñas y adolescentes puedan vincularse con su entorno y sus familias. Se deben hacer de forma planificada y con el equipo técnico que evalúa la conveniencia de que estén junto a su familia. La autorización tiene que llevar la firma del director del hogar y del jefe departamental.
El tema es que algunas de las internas que llegan al hogar provienen de familias con integrantes o allegados vinculados al proxenetismo, o habiendo pasado ellas mismas por situaciones de explotación, lo cual hace sumamente perjudicial permitir su regreso al núcleo familiar. Pero muchas veces los funcionarios se ven desbordados por “las que más arman lío, gritan, se ponen violentas, influencian mal a otras compañeras”, llegando incluso a golpear al personal, y se opta por “sacarse de encima a las revoltosas y quedarse con las tranquilitas”, otorgándoles la licencia, sin evaluar las condiciones del entorno familiar, o aun sabiendo que éste puede ser nocivo, explicaron a Brecha dos personas vinculadas al trabajo territorial con estas adolescentes en diferentes momentos.
Un aparente giro pareció darse en 2009 cuando una serie de denuncias realizadas desde el INAU en el Departamento de Investigaciones de la Jefatura de Paysandú determinaron el procesamiento por proxenetismo y violación de Daniel Henning y Wilton Pérez Bonilla (con antecedentes en la materia). La actuación corrió por cuenta del juzgado de crimen organizado a cargo de Jorge Díaz. Los adultos manejaban una red que explotaba sexualmente a menores, algunos provenientes de los hogares del INAU, o que habían pasado por ellos en algún período. La investigación tuvo su origen en denuncias que partieron de la propia institución, cuando funcionarios detectaron que varias internas salían por la noche y que incluso había autos y taxis esperando en la puerta del hogar para llevarlas, o que llegaban con ropa u otros objetos imposibles de costear para ellas. En 2010 un hombre de 59 años, Julián Rosano (en la cárcel por un delito de suministro de estupefacientes), fue procesado por el delito de contribución a la explotación sexual de personas menores de edad, ya que oficiaba como nexo entre los clientes y las adolescentes. La directora departamental, Mónica Inella, también fue procesada por omisión contumancial a los deberes del cargo, y le fue abierto un sumario administrativo luego archivado sin que se le encontraran responsabilidades (véase recuadro).
Pero a pesar de esa intervención, el circuito perverso siguió funcionando y nutriéndose. En octubre de 2012 Gerardo Galmarini, según coinciden en relatar ex funcionarios y agentes de organizaciones no gubernamentales, salió del hogar del INAU con una adolescente. Nadie reparó en que Galmarini es un conocido proxeneta vinculado a la explotación de menores, ni que en 2010 había sido procesado con prisión por tenencia de drogas; y si alguien lo hizo, eligió callarse. Además, según las normas, un adulto “responsable” puede solicitar la salida de una interna, si ella no se opone. He ahí el problema. Si algún técnico detecta los riesgos de esa salida y la adolescente insiste en retirarse, el INAU sólo puede notificar al juez de la situación, pero no puede impedir su derecho ambulatorio.
Esta adolescente y sus cuatro hermanos eran abusados por su padre. Producto del incesto, una de las hijas del hombre dio a luz a dos niños que hoy viven con ellos. Años atrás su padre cayó preso por robo y su madre los abandonó. Los cinco hermanos tuvieron varias entradas y salidas en el INAU hasta ser mayores de edad, pero ya desde niñas las tres mujeres se habían vinculado a redes de explotación sexual. ¿Cómo es posible que no exista un mecanismo (al menos el sentido común de los funcionarios) que garantice que una adolescente en extremo vulnerable no vaya a parar directamente a la boca del lobo ante la pasividad de quienes conocen la situación? No hay respuesta para ello. Lo narrado también fue confirmado a Brecha por tres fuentes distintas vinculadas al INAU.
Un poco antes, cuenta una de las trabajadoras de calle de una institución social, dos niñas y un niño de 13 años fueron vistos en las inmediaciones de La Cris, un boliche gay en la zona del puerto. Los niños no suelen ingresar al bar pero sí permanecen cerca, a la espera de clientes. Las asistentes sociales llamaron al Centro de Estudio y Derivación (CED) del INAU, que dio cuenta a la Policía. Un patrullero recogió a los niños y los devolvió al hogar del INAU, “pero entraron para bañarse y volvieron a salir. Estas son cosas que te cuentan ellos mismos, porque cuando lográs cierto nivel de confianza se abren a contar sus cosas”, dice una de las profesionales que detectó su presencia en la noche. Una confianza que está lejos de ganarse el resto del sistema.