Una tumba en medio de la planicie - Semanario Brecha
Crónicas de la guerra ucraniana

Una tumba en medio de la planicie

Aunque las estimaciones difieren, se calcula que la invasión rusa de Ucrania ha dejado al menos ya 1 millón de víctimas totales entre muertos y heridos. Los soldados amputados alcanzan las decenas de miles, en una guerra que aún parece lejos de su final.

Una pareja visita la tumba de su hijo caído en combate, en Cherkasy, Ucrania. DAHIAN CIFUENTES

I. El color de la noche

La noche del 22 de julio de 2024 sobrevino el momento más feliz por el que Baruc atravesó desde que llegó a Ucrania. Seis meses habían pasado desde su vinculación como legionario en el ejército local. Veinticinco grados arrullaban los campos de Sloviansk, una pequeña ciudad que, en 2014, fue el primer foco de tensión de la guerra que Rusia implantó en el óblast de Donetsk.

Aquella noche, durante un asalto enemigo que, en una temporalidad ordinaria duró lo que dura un suspiro, pero en el contexto bélico duró una eternidad, un soldado ruso cayó muerto sobre la intacta humanidad de Baruc, gracias a la ráfaga de metralleta que él le descargó en un combate cuerpo a cuerpo.

Baruc, de 21 años, nació en un pequeño caserío llamado El Botalón, perdido en las inmensas llanuras de Arauca. Lo último que hizo antes de irse de Colombia fue prestar el servicio militar. Dieciocho meses que le permitieron ponerse al corriente de una desconocida pasión que le corría por las venas: la guerra.

Sus compañeros de tropa, pertenecientes al batallón 23 presidencial, le gritaban ¡héroe! ¡héroe!, ¡héroe!, mientras seguían resistiendo el ya menguado embate de la artillería rival. Dos horas pasaLA NOCron después del enfrentamiento que consagraba a Baruc si no como el soldado del día en toda Ucrania, por lo menos sí puntualmente como uno de los soldados de la semana.

Baruc seguía con el combatiente ruso, todavía caliente, situado a centímetros. La sangre enemiga le manchaba su uniforme. Más allá de la pulsión de supervivencia, no son muchas las cosas que se le pueden pasar por la cabeza a un guerrero en situación de batalla. La victoria es un sofisma de distracción que se puede evaporar en un segundo. Y eso fue lo que sucedió.

Fotografías del archivo personal de Baruc como legionario en la guerra de Ucrania. DAHIAN CIFUENTES

La noche del 22 de julio de 2024 sobrevino el momento más terrorífico por el que Baruc atravesó desde que llegó a Ucrania. Seis meses habían pasado desde su vinculación como legionario en el ejército local. Veinticinco grados arrullaban los campos de Sloviansk, una pequeña ciudad que, en 2014, fue el primer foco de tensión de la guerra que Rusia implantó en el óblast de Donetsk.

Aquella noche, mientras Baruc y sus compañeros de tropa esperaban que los rusos se aburrieran de atacarlos, ocurrió el milagro del silencio. De repente solo se escuchaba el viento; diez, 20, 30 minutos de absoluta paz. El líder dio la orden de empezar la retirada, no sin antes hacer la advertencia de que debían ser más sigilosos que la luna.

Baruc se desprendió del cadáver que mansamente lo acompañó en la línea de trinchera que le había tocado defender. Mientras caminaba, sus compañeros pasaban y le tocaban el hombro en señal de felicitación por la proeza que había alcanzado en el siempre difícil combate cuerpo a cuerpo.

Sin aviso, un enjambre de moscos empezó a acercarse. Eran tantos que no se podían contar. Viraban hacia ellos con balística rapidez. Los drones, cargados de explosivos, excitaban los ánimos de la infantería que corría, loca de vértigo, sin dirección. Para las cámaras, los hombres eran solo cascos móviles sobre una tierra lacerada.

Baruc sabía que los drones no solo llevan el color de la noche, sino que también la hacen cuando sueltan sus frutos mortales. Corría lo que podía pese a los 14 kilogramos que cargaba entre vestimenta, equipaje y armamento. Sus compañeros habían cambiado el ¡héroe!, ¡héroe!, ¡héroe! por un espeluznante ¡dron!, ¡dron!, ¡dron!, que no tardó en convertirse en un ensordecedor ¡bum!

Baruc se acercó al cielo diez metros y, al caer, una extraña liviandad en su cuerpo le avisó que le faltaban las dos piernas. En la tarea de esquivar los drones, Baruc se había metido en un campo minado. El dolor brotó como un demonio y se posesionó sobre su aturdida conciencia. Un compañero ucraniano lo aguantó y, cuando las lluvias de granadas que largaban los drones se lo permitían, empezó a arrastrarlo: de matorral en matorral.

Kill me!1 –le gritaba Baruc.

No! –respondía el compañero.

—¡Kill me, hijueputa, que no aguanto!

No!

El compañero pedía desesperadamente un helicóptero, pero no lo enviaban porque la ubicación estaba acorralada por los rusos. En uno de los matorrales, el compañero se quedó con Baruc y, como pudo, le organizó un par de torniquetes, uno por cada extremidad perdida.

Los drones seguían planeando, amenazantes, contra el viento, en favor del viento, cuarteando el viento. El ronroneo era una larga y encadenada resonancia de muerte. Baruc se desvanecía, perdía el conocimiento, sentía que se iba. Pero la voz de su compañero lo regresaba a la sombría espiral de realidad.

Resist!

Kill me.

Pray to God2 –le repetía el compañero.

Así como llegó, el enjambre desapareció. El lugar de «el accidente», como lo llama Baruc, había quedado 300 metros atrás. Una camioneta llegó y lo último que Baruc recuerda, además de gritos en un idioma irreconocible, es una jeringa atiborrada de morfina atravesando la debilidad de su espalda.

—Si devolviera el tiempo, sin duda volvería a hacerlo. Tengo 21 años y ya soy un veterano de guerra. Odio a los rusos. Son malos. Hacen cosas horribles con los prisioneros. Los capan y vivos los ponen en las orugas de los tanques para aplastarlos.3 Acá me van a indemnizar, pero la verdad es que la plata no me importa. Quiero recuperarme rápido, que me entreguen mis prótesis y volver al frente. Disparar es una sensación que no puedo describir. Sí tengo traumas, claro, sobre todo con el sonido de los drones o con caminar por campos abiertos, pero bueno: son gajes del oficio. De Colombia extraño el plátano, maduro o en patacón, pero me siento más patriota frente a la bandera ucraniana.

Baruc, en la entrada de una clínica especializada en ortopedia para víctimas de la guerra, en Lviv. DAHIAN CIFUENTES

II. Cherkasy

A Tarás Shevchenko le dicen el poeta de la liberación. Y también, dicen, es el fundador de la literatura moderna ucraniana. Testamento es quizás su poema más famoso. Fue escrito el 25 de diciembre de 1845, en la ciudad de Pereyáslav. Hoy sus versos siguen plasmando puntualmente la lucha ucraniana: Cuando muera, entiérrenme/ en una tumba/ en medio de la planicie inmensa/ de mi Ucrania querida,/ para que vea los campos dorados,/ y el Dniéper, de corrientes abruptas/ que oigo mugir./ Cuando lleve desde Ucrania/ al mar azul adentro/ la sangre enemiga… entonces/ abandonaré los campos y los montes,/ todo lo dejaré, e iré/ hasta el mismo Dios/ a rezar… ante aquel/ Dios que no conozco/ entiérrenme y álcense,/ rompan las cadenas/ y con la feroz sangre enemiga/ rocíen nuestra libertad./ Y a mí, en la familia grande,/ en la familia libre y nueva,/ no olviden recordarme/ con palabras dulces y buenas.

Tarás Shevchenko nació el 9 de marzo de 1814 en Móryntsi, un pequeño pueblo ubicado a 100 quilómetros al oeste de Cherkasy. Todo en la ciudad tiene que ver con su figura: parques, edificios, escuelas, bibliotecas, cafés llevan su nombre, y su rostro forma parte del erario simbólico y cultural de la ciudad. Es domingo y en una plaza custodiada por una estatua suya se desarrolla una manifestación en favor de los prisioneros de guerra ucranianos.

Todos los domingos a las 12 del mediodía en los centros de pueblos y ciudades de todo el país se eleva la voz para pedir la liberación o, por lo menos, información vital de miles de soldados ucranianos que, se sabe, fueron apresados por el Ejército ruso. En Cherkasy la manifestación congrega unas 2 mil personas. Todas llevan banderas ucranianas, fotografías de familiares o amigos desaparecidos y mensajes de libertad. Decenas de vehículos militares dan vueltas a la plaza. La población civil se rompe la garganta gritando ordenadas consignas y cada auto que pasa aumenta la excitación con sus bocinas.

Natalia Kozel, de 46 años, lleva una bandera con dos fotografías. A la izquierda está su esposo, que fue capturado en la defensa de la ciudad de Mariúpol en abril de 2022. La última vez que supo de él fue en noviembre de 2023 y, desde entonces, le perdió el rastro. A la derecha está Igor, su hijo mayor, desaparecido en agosto de 2023 en la región del Donbás: «Queremos que nos escuchen y que se lleven a cabo acciones para que todos los prisioneros sean liberados. Tengo la esperanza de volver a verlos», dice, con su rostro sitiado por lágrimas.

Eugenia Zelenko, de 29 años, asiste a la manifestación todas las semanas. Denuncia la desaparición de su esposo, ocurrida el 17 de mayo de 2023 en el frente oriental. Desde ese día no sabe nada de su paradero y, con su hija de 4 años, esperan que esposo y padre regrese a casa sano y salvo. Lamenta el silencio de los altos mandos ucranianos con respecto a la situación de los prisioneros y los desaparecidos. Eugenia se abraza con otras mujeres y termina: «La pérdida es un dolor compartido».

Un dolor compartido que, según la Organización de Voluntarios para la Defensa Aérea de Cherkasy, solo se puede soportar con unión y lucha. La oficina central de la organización se encuentra en la parte trasera de una ferretería, sobre la calle Smilianska, pero el campo de acción se multiplica a lo largo y ancho de toda la ciudad.

Desde 2014 se dedican a monitorear y proteger los cielos de Cherkasy de la siempre latente posibilidad de bombardeos rusos. Aunque todos los voluntarios trabajan para la organización en su tiempo libre, la custodia nunca está abandonada y eso ha permitido el éxito de su labor derribando centenares de drones, cohetes y misiles en los últimos dos años, usando armas tan rudimentarias como rifles de caza o vieja artillería soviética.

Cherkasy se encuentra ubicada en el corazón de Ucrania. Un punto geográfico por el que pasan el 70 por ciento de las amenazas aéreas que ingresan al país, además de una zona pletórica en producción agrícola que, según la organización, es importante defender porque funciona como despensa alimentaria para el país. «El enemigo no nos va a echar de nuestra tierra, no vamos a ceder lo que nos pertenece, seguiremos peleando», repiten una y otra vez.

Tarás Shevchenko fue encarcelado por el Imperio ruso debido a su participación en movimientos independentistas. Murió en el exilio, en San Petersburgo, el 10 de marzo de 1861. Su obra legitimó el idioma ucraniano como lengua de cultura y nunca dejó de cantarle a su pueblo, impulsando así a más escritores a escribir en ucraniano, hasta ese entonces considerado por muchos un simple dialecto del ruso.

Semanas antes de morir, escribió: Yo solo una casita pido/ en este Edén donde he querido/ y sobre un bajo cerro allí/ junto al Dniéper sucumbir.

La abuela de un combatiente ucraniano, desaparecido en la región del Donbás en 2023, participa de una manifestación por los presos políticos y los desparecidos de la guerra en la plaza Táras Shevchenko de Cherkasy. DAHIAN CIFUENTES

III. Una guerra marica

Mi chapa es Sagitario. Soy del barrio Kennedy, de la ciudad de Bogotá, Colombia. Tengo 32 años. A Ucrania llegué en enero de este año [2024]. Tengo dos hijas. A mi familia solo le notifiqué, no pedí opiniones de nada. Al principio me motivó el dinero. ¿En dónde se gana uno 12 millones de pesos [2.700 dólares] en Colombia? Todo esto empezó porque en los noticieros decían que había soldados colombianos en Ucrania y, pues, yo me puse a investigar por TikTok. Ahí veía gente que estaba acá y empecé a interactuar con ellos hasta que me botaron la ruta y listo, en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en Ternópil, con todo y batallón elegido. De Bogotá salí a Madrid y de Madrid a Varsovia y de Varsovia me vine para Ucrania en bus. Yo presté el servicio militar en 2010, en Sogamoso, Boyacá, y después seguí como soldado profesional hasta 2015, en Larandia, Caquetá. No tengo más experiencia militar y tampoco es algo que me haya gustado mucho. De resto, siempre he trabajado con temas de transporte: conduje taxis, mulas, camiones. El Ejército de Colombia gana en tácticas y combate urbano, pero en temas de artillería y tecnología acá está lo último en guarachas.

En dos semanas ya estaba en posición y nunca tuve un entrenamiento de nada. Me enviaron con gente antigua, en medio de la nieve, a aprender de cero cómo se practica la guerra en esta parte del mundo. Esa primera noche de trabajo sí la sufrí, me arrepentí de haberme venido tan lejos, sin mis hijas, pero solo fue esa vez, porque ya después me acostumbré e incluso hoy, si me vuelven a dar la oportunidad de entrar al frente, sin mente entro, porque ya me hace falta. La guerra es una cosa de costumbre. Conozco gente que se ha devuelto a Colombia jurando que no vuelve y en dos meses uno los ve otra vez por acá. Yo no le recomiendo esto a nadie, porque es muy duro, pero, al que le gusta, le gusta. Ahora hay muchos colombianos desaparecidos, lo cual significa que son finados. La gran mayoría son pelados nuevos. Esto que me pasó a mí de no tener mi pierna, de estar mocho, no es nada con respecto a otros casos. Por ejemplo, en un hospital conocí a un muchacho joven sin sus brazos y ciego. Yo no me acomplejo por este pedazo de pata que me falta. No me complico. Los primeros días sí me dieron duro, pero mi evacuación fue rápida, di con un buen comandante que fue el que me sacó del frente, arriesgando su vida. Eso sí, yo nunca tuve las agallas de mirarme la pierna. Yo sabía que estaba destrozada, pero no quería mirármela para no matarme psicológicamente. Yo estaba incapacitado. En combate unas esquirlas me habían alcanzado los ojos y el cuello, y por eso me habían dado 14 días de incapacidad, pero yo soy una persona muy inquieta. A mí me toca estar haciendo algo. Entonces, ya me desesperé y le dije al comandante que me dejara entrar. Y lo convencí. Entré al frente con tres compañeros, dos de ellos colombianos. Hicimos un búnker bien bonito y al tercer día, cosas de mi Dios, les dije a los muchachos como a las cinco de la tarde que se metieran al búnker, sentí ahí como algo raro y los mandé a descansar. Como a los diez minutos me cayó la pepa encima. Es un milagro que yo esté contando el cuento, porque la pepa me cayó en la cabeza, pero rebotó y fue ya en la pierna que se estalló.

Sagitario, en la terraza de una clínica especializada en ortopedia para el tratamiento y rehabilitación de víctimas de la guerra, en Lviv. DAHIAN CIFUENTES

Ahí perdí el conocimiento y ya cuando me desperté estaba en un hospital. Acá lo atienden a uno muy bien, uno es el hijo bobo de este país, se desviven por atenderlo a uno a modo de agradecimiento por estar acá. Ya después en el quirófano los médicos se taparon la cara cuando me quitaron la venda y ahí me di cuenta que todo estaba mal. En el idioma de ellos, dijeron: amputación. Yo le decía al doctor que replanteara esa decisión, que yo podía mover casi todos los dedos del pie, pero él me dijo que no, que la pierna era irrecuperable, que no me iba a servir para nada y que, por el contrario, se iba a convertir en un dolor intratable. Entonces, yo le dije que hiciera lo que tuviera que hacer y fue rapidísimo que me trajeron los documentos para que yo los firmara. Me metieron a cirugía y cuando desperté me miré y dije: hijueputa, mi pierna, qué me hice. Y me entró una depresión horrible. Me tuvieron dos días amarrado porque yo era de los que me desconectaba las sondas y todo eso. Pero por esos días se me apareció un angelito que me dijo que no estuviera así, que había gente peor, y me invitó a pasear por el hospital para mostrarme gente que estaba mal en serio, luchando por su vida. Ella fue la que me ayudó mucho a asimilar la pérdida de mi pierna. Y la verdad, a hoy, me da igual, ya se perdió esa hijueputa. ¿Qué puedo hacer? Seguir pa’lante, porque qué más. A mi hermana le avisé que estaba herido y después que me habían amputado, y ya; es que no había mucho más que contar. A mí casi no me gusta hablar por teléfono, soy una persona lejana y seria con mi familia. Por lo menos estando acá en recuperación me siguen pagando 120 mil grivnas [2.800 dólares] mensuales. Y mi evolución ha sido tan satisfactoria que ya están fabricando mi prótesis. Ya después, cuando salga de aquí, pues me voy a poner a tramitar mi indemnización. Algunas personas me han dicho que lo que me pasó aplica para pensión, pero yo no creo, igual eso lo define la junta médica.

Todo el dinero se lo mando a mi hermana y ella se lo da a mis hijas y lo que sobra le digo que lo ahorre. A estas alturas ya el dinero, pues, no me sirve para nada. Eso lo aprendí en el hospital cuando yo veía mi cuenta bancaria con un montón de plata y no podía hacer nada con eso porque no podía salir. El dinero no sirve para nada. Acá yo botado solo, lejos de mi país, sin nadie que me visite. Acá como llega gente, se va, si es que no se muere. Pero están más rígidos ahora porque había mucha gente que venía, se aburría o le daba miedo y renunciaba. Entonces, nada, ahora los contratos se firman y se cumplen, y quien incumpla, pues, le meten delito de deserción. Si a uno lo matan, por contrato le dan como 1.500 millones de pesos colombianos [338 mil dólares], pero ojo, solo si el cuerpo se recupera y, también, si algún familiar viene a hacer los trámites. O sea, ellos no van a ir a Bogotá a decirle a la familia fulanito se murió y tome la indemnización. Eso es todo un papeleo. El tema de las desapariciones es muy complejo. Aquí queda mucho cuerpo regado en el frente de batalla. Aquí han muerto tranquilamente unos mil colombianos y creo que me quedo corto. Hay batallones que están conformados solo por colombianos, que era en el que yo estaba: batallón Carpás.

La guerra es un negocio. Hay batallones donde no le pagan a la gente. Es terrible. Antes de que yo perdiera la pierna, en un tiroteo, yo me bajé varios rusos. Cuando ya vi que el lugar donde estaban muertos estaba tranquilo, volví para recuperar una ametralladora. Cuando entré descubrí que un compañero mío ucraniano había muerto. Yo me paré ahí, solo, frente a todos esos cuerpos y pensaba, esto es una guerra marica, tanto los rusos como el ucraniano tienen familias que aún no saben que están muertos y cuando lo sepan van a sufrir igual. Es absurdo. Me sensibilicé bastante, pero bueno, me eché la bendición, agarré la ametralladora y me fui. Es una guerra en la que todas las partes pierden. Mi hermana sabía que cada vez que yo me iba a misión eran cinco o seis días en los que yo no existía, pero, si esos días se convertían en ocho, era porque algo me había pasado. El miedo para mí es adrenalina: es ganas de avanzar más. Miedo también me da volver a Colombia, a la vida civil, porque no sé qué pasaría si en la calle me buscan un problema. Me siento muy violento. Soy un legionario, no un mercenario. Los legionarios trabajamos para el Ejército de un país, mientras que los mercenarios trabajan para ejércitos privados. Es una falta de respeto que afuera nos digan mercenarios, cuando aquí somos ídolos. 

Fotografías del archivo personal de Sagitario como legionario en la guerra de Ucrania. DAHIAN CIFUENTES
  1. «Matame» (N. de E.). ↩︎
  2. «Rezale a Dios» (N. de E.). ↩︎
  3. En julio de 2022 se difundió en redes un video en el cual lo que parecen ser soldados del 141.o Regimiento Especial Motorizado de la Guardia Nacional de Rusia torturan, castran y ejecutan a un prisionero de guerra ucraniano en la localidad ucraniana de Privilia. La filmación va en línea con lo denunciado por Naciones Unidas y grupos como Amnistía Internacional, acerca de habituales torturas, mutilaciones y ejecuciones de prisioneros de guerra por Rusia. Naciones Unidas también ha documentado la tortura de prisioneros de guerra rusos a manos de tropas ucranianas y existen filmaciones de prisioneros de guerra rusos siendo sumariamente ejecutados por tropas ucranianas. Hasta el momento, no se ha verificado por estas organizaciones el uso de tanques para ejecutar prisioneros (N. de E.). ↩︎

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