A esta altura no parece haber muchas dudas de que las elecciones del 27 de octubre significaron un importante avance de las fuerzas conservadoras. El principal artífice de ese avance, desde luego, fue Cabildo Abierto (CA), el partido del ex comandante en jefe del Ejército Guido Manini Ríos.
“En el devenir histórico lo fundamental es orientarse, y solamente después viene la decisión.” La anterior, ya que de conservadores estamos hablando, es una cita del filósofo neotomista argentino Nimio Juan Manuel de Anquín (1896‑1979). En el devenir histórico, en efecto, lo fundamental es orientarse. Con el voto pasa lo mismo: la decisión viene después; lo fundamental depende de una vaga orientación general, imprecisa, subdiscursiva incluso, algo que se percibe de manera sutil, algo que se siente.
Pues bien, lo que consiguió CA fue sintonizar con la sensibilidad de una porción significativa del electorado; expresar una orientación compartida: los temores y las incertidumbres, pero también las expectativas, las esperanzas, los valores y las certezas, en fin, la concepción del mundo de un conjunto importante de personas.
CA se alimentó de un malestar, sin dudas. Un malestar aparentemente más espiritual, llamémosle así, que material. Supo sintonizar con la sensibilidad de esos disconformes, de esos disidentes respecto del estado de cosas establecido. Se trata de una concepción del mundo que a la izquierda actual le cuesta bastante entender. Es posible representarla satíricamente, como lo hizo el grupo Casa Grande en algunas de sus piezas publicitarias, apelando a la figura de un dinosaurio. Fue gracioso, sin dudas. A mí me resultaron simpáticas esas piezas. Pero CA tiene ahora tres senadores y 11 diputados, Casa Grande, ninguno. Como quedó palmariamente de manifiesto, pues, se trata de una sensibilidad que dista mucho de estar extinguida, a diferencia de los dinosaurios.
Quienes participan de esa sensibilidad entienden, por ejemplo, que las cosas hay que ganárselas con trabajo y esfuerzo, no invocando supuestos derechos para conseguirlas “de arriba”. Es fácil burlarse de los que piensan así cuando se trata de gente que lo ha tenido todo en la vida y cuyas invocaciones al valor del trabajo son puramente retóricas; pero es importante advertir que muchas veces quienes ven las cosas de este modo son personas que no han nacido en cuna de plata y que, en consecuencia, no han partido en absoluto de una situación de privilegio. Y también hay que decir que muchos de los que los llaman “fascistas” por pensar de esa manera viven en la costa montevideana, y no necesariamente gracias al trabajo ni al esfuerzo propios.
El ejemplo de gente humilde que siente que el valor del trabajo y el esfuerzo se ha perdido, que la dignidad del trabajador ya no le importa a nadie, ni siquiera a la izquierda, que, con una concepción puramente abstracta de los derechos, iguala a todo el mundo, independientemente de sus méritos, independientemente de sus esfuerzos, independientemente de la buena o la mala voluntad que anime sus acciones, es solamente uno de tantos ejemplos posibles. Con facilidad podrían pensarse muchos otros: la pérdida del sentido de autoridad, la pérdida del sentido de trascendencia, la relación puramente instrumental con la naturaleza, etcétera.
Lo peor que puede hacerse frente a alguien como Manini, en suma, es creerse que se trata de un “milico bruto”, cosa que evidentemente no es, y lo peor que puede hacerse respecto de sus votantes es creerse que son todos ellos también “milicos”, o “canarios brutos”, o cosa parecida. El que crea esto es un idiota. Y si es un izquierdista de clase media o clase media alta de la costa montevideana, doblemente idiota.
Retorno a los viejos valores –trabajo duro, solidaridad, rectitud–, unido a un afianzamiento de la comunidad nacional en un mundo donde los Estados pierden progresivamente su capacidad de decidir soberanamente sobre los asuntos que les atañen a sus ciudadanos; eso es lo que les ofreció CA a sus votantes. Muchos de ellos seguramente habían buscado eso mismo antes en otras opciones políticas. Muchos de ellos seguramente votaron antes a José Mujica y seguramente lo admiran, o lo admiraron alguna vez.
Dicho todo lo anterior, ¿qué debe hacer la izquierda frente a un fenómeno como la irrupción de CA en la política nacional? Hasta ahora la izquierda ha sido ambigua: ha oscilado entre considerar a Manini un posible aliado y considerarlo un odioso ultraderechista. En algún momento va a tener que aclararse. No por Manini, ni siquiera por una cuestión electoral: porque no aclararse respecto de Manini es el resultado de no saber lo que la izquierda es, de no reconocerse a sí misma frente al espejo.
Lo que sugiero humildemente, para terminar esta columna, es no comprar el discurso conservador, no autoflagelarse con las críticas herrero‑ruralistas a la izquierda de intelectuales como Alberto Methol Ferré, como hace, creo yo, aunque puedo estar equivocado, Diego Hernández en una columna de la pasada edición de Brecha.1
No está bien, es una estupidez mirar en forma condescendiente, desde un falso pedestal, a quienes no comparten nuestra concepción del mundo. Eso es llanamente una bobada. Pero tampoco tenemos que estar azotándonos todo el tiempo por no estar a la altura de lo que los intelectuales conservadores como Methol Ferré esperaban de nosotros.
Ya está bien de creerse moralmente superiores, pero tampoco nos pasemos. No nos arrodillemos a pedirles la absolución a Methol Ferré, a sus albaceas, a sus émulos, o a sus discípulos, por tener ideas que a ellos se les antojan eurocénticas, desa-rraigadas, cosmopolitas, o lo que sea. Podemos y debemos defender lo que creemos sin altanería, pero también sin pedirle permiso a nadie y sin andar pidiendo perdón después.
Una serie de intelectuales conservadores como Methol Ferré y Carlos Real de Azúa les hizo creer a los integrantes de una generación de la izquierda uruguaya, por lo menos a una, quizás a más de una, que tenían que andar pidiendo perdón por no ser conservadores como ellos. Por no haber venerado a la patria ni a sus insignes caudillos, por no ser católicos, por no valorar suficientemente nuestras raíces telúricas, por ser presuntamente europeístas, por ilustrados, por cosmopolitas, por no extrañar alguna época pretérita en que viejos y buenos valores que ahora están presuntamente en decadencia estaban presuntamente en la máxima plenitud de su expresión.
Ya está bien de todo eso. Hay que confrontar esa visión del mundo. Y si resulta que eran ellos quienes al final de cuentas tenían razón, pues, bueno, con dignidad y gallardía, unirse en ellos.
1. Véase “¿El pueblo dónde está?”, Brecha, 1‑11‑19.