Su libro “Putita golosa” batió récords de venta y reafirmó, en el Río de la Plata, la idea de que reivindicar el goce individual y colectivo debe ser prioridad para la práctica política de los feminismos populares latinoamericanos. Ahora, con “La revolución de las hijas”, la periodista especializada en género traza un recorrido por la realidad argentina y lo que significó el debate por la ley de interrupción voluntaria del embarazo. En el marco de la Feria del Libro, Peker estuvo en Montevideo para presentar su nuevo trabajo.
—¿La derrota parlamentaria de la legalización del aborto puso de manifiesto el proceso de backlash1 que generaron los feminismos?
—La derrota –hay que llamarle derrota– tiene que ver con la incidencia del backlash y el retroceso en la conquista de derechos, pero a la vez nos volvió a nombrar como rioplatenses y latinoamericanas. La ley en Argentina se detuvo, también, para que no tuviera efecto en el resto de América Latina; yo creo que el papa Francisco tuvo una intervención directa en ese freno. El contexto represivo en otros territorios de la región no es el mismo que en Argentina o Uruguay, no porque vivamos en democracias ideales ni mucho menos, sino porque en lugares donde las dictaduras dejaron una herencia más clara de militares activos y paramilitares, de narcotráfico y de conflicto armado, los feminismos no pueden lograr los niveles de movilización pública que tenemos en el Río de la Plata. Entonces, frenar la ley en Argentina, con todo lo que impactó la lucha, es dar una señal para América Latina. El ejemplo de Uruguay no sólo fue y es impulsor de derechos, sino que es un gran espejo argumentativo, más allá de los obstáculos y falencias que todavía persisten. Mostrar que gracias a la legalización no hay muertes continúa siendo el argumento más contundente. Por otro lado, el debate permitió el rearmado de los grupos antiderechos. Es algo de temer, porque esos grupos llevan muy latente la herencia de las dictaduras militares: su modo organizativo es verticalista y represivo. Frente a ellos se para un feminismo hermosamente horizontal, pero también caótico. Hay que poder organizarse para disputar con esos poderes.
—Tenemos que ser más estratégicas frente a las alianzas de distintos órdenes de poder con los gobiernos de turno…
—En la política argentina, desde el presidente Mauricio Macri hasta la intendenta de La Matanza, Mónica Magario –que pertenece a un sector más kirchnerista–, han recibido a grupos conservadores evangelistas. Eso me preocupa. Si bien la incidencia ha sido más baja que en Brasil, intentaron hacer un proyecto político similar al brasileño de 2010, cuando quisieron oponerse al matrimonio igualitario. En la provincia de Santa Fe hay un caso para analizar, el de la diputada Amalia Granata, que viene del mundo del espectáculo y se ha convertido en un adalid antiderechos, con mucha cancha mediática. Ella sabe combatir en los medios con un discurso que hay que analizar sin ingenuidad. Lo he dicho y me han criticado por “criticar a otras mujeres”, pero es importante pensarlo: ella es una de las mujeres que acceden a lugares de poder a través de la sexualidad, pero luego usan ese poder para condenar a otras mujeres que quieren ejercer libremente la suya propia. No podemos quedarnos calladas. En esas listas de la provincia de Santa Fe ingresaron a la política pastores evangélicos que no habían entrado hasta ahora. La incidencia de estas nuevas alianzas es muy fuerte.
—Tu libro La revolución de las hijas es una propuesta cartográfica que da cuenta de una época y de un proceso político. ¿Es posible pensar una idea nueva de revolución en América Latina?
—La palabra “revolución” la defiendo y la escribo. Mi primer libro llegó después de 20 años de periodismo, cuando tuvimos la posibilidad de ser más leídas gracias a lo que pasó en 2015 con la masificación de la consigna “Ni una menos”. Se llama La revolución de las mujeres no era sólo una píldora y contiene un juego de palabras. Porque, por un lado, con la revolución sexual de los años sesenta cambia el paradigma de una época: a partir de entonces las mujeres pudieron dejar de tener sexo sólo para procrear y tenerlo por placer. Pero cuando digo que “no es sólo una píldora” –más allá de que defiendo la píldora–, subrayo que, además, la revolución de las mujeres fue y es una revolución política. Cualquier mujer joven que compare su existencia con la de su abuela puede entenderlo. Todas las izquierdas, con sus enormes diferencias y matices, han sido sumamente machistas; también es machista la lectura que hacen de la revolución feminista cuando son despectivas con su nivel de conquista, ¿qué otra revolución verdadera se está llevando a cabo? Además, los feminismos latinoamericanos tienen una incidencia directa en el cuestionamiento de los modelos económicos dominantes y potencian formas de mayor justicia social. Oponerse al proyecto neoliberal significa enfrentar el entusiasmo a la apatía. En la primera época de la gestión de Donald Trump, The New York Times –opositor al gobierno– tenía muchos más suscriptores que los que tiene hoy. ¿Eso demuestra que Trump mejoró su imagen? No. Demuestra que en las sociedades neoliberales se va contagiando la apatía, la frustración, la sensación de que ningún cambio es posible. Lo que genera el feminismo –más allá de su propia agenda, que también hay que valorar enormemente– es la inspiradora sensación de que el cambio sí es posible, y cuando creés que el cambio es posible, seguís creyendo en la política como forma de transformación social.
—En el libro planteás la necesidad de diferenciar la agenda del feminismo de su fuerza como movimiento político.
—Es posible la revolución, la nombramos porque existe. La contamos porque es nuestra y porque también es una revolución que seamos nosotras las que tenemos autoridad para contarla. Y no se queda sólo en la agenda de género, porque creemos en la posibilidad de transformar la injusticia social, y eso es revolucionario.
—La revolución de las hijas subraya la importancia del intercambio generacional. ¿Cómo es este movimiento dialéctico interno?
—La revolución de las hijas es, sin lugar a dudas, una revolución de las estudiantes secundarias. En Argentina, desde 2006 existe la ley de educación sexual integral. Esa ley cambió la confianza intergeneracional, las chicas comenzaron a reconocer el trabajo de las docentes y de las madres, nunca reconocido por el Estado ni por el sistema económico. Las chicas están contando los abusos sexuales en la escuela; hay una escucha del Estado que antes no estaba y que lo hacía cómplice. Ahora está y se manifiesta en las conversaciones, en los debates con las docentes. Por eso, aun cuando puede significar un recrudecimiento de la violencia machista nuestra revolución salva a las pibas del abuso. Los movimientos antiderechos dicen “con mis hijos no te metas”. ¿Por qué lo dicen? Porque están defendiendo abusadores y porque la intervención del Estado corta con la idea de que los hijos son una propiedad. No es que no quieran aborto u homosexualidad, lo que quieren es seguir encubriendo y legitimando los abusos que cometen con sus hijos e hijas, sobrinos o sobrinas, nietos y nietas, avalados por un sistema conservador. La educación sexual corta eso, no permite que se perpetúe. Al proponer una teoría feminista según la cual ser víctima no implica que se te arruinó la vida, les estamos diciendo a las víctimas de abuso sexual que ellas son las dueñas de su goce y que van a poder volver a gozar sexualmente, que van a poder escribir, estudiar, ir a trabajar, que no están muertas en vida.
—¿Cómo se traducen estas nuevas ideas en los vínculos entre madres e hijas?
—Hay de todo, desde chicas que me dicen “te traigo el libro para que convenzas a mi mamá” hasta familias de sectores de izquierda dogmáticos que piensan que el feminismo es una pavada porque no se está ocupando de las verdaderas revoluciones. Pero en general hay más comprensión entre madres e hijas, porque se está reconociendo que las madres aprendemos de las hijas. Es una interpelación que no le quita al adulto la responsabilidad de cuidado, pero genera un aprendizaje mutuo que provoca un cambio en los roles tradicionales.
—¿Es una nueva pedagogía de la liberación?
—Pero menos “careta”, porque en la experiencia setentista había muchas ideas que se sostenían de la boca para afuera, pero no interpelaban la intimidad. Además, no debemos repetir el esquema del sacrificio.
—En tus escritos has hecho mucho énfasis en la idea del goce, ¿la reivindicación del deseo es política?
—Por supuesto. Pensemos en por qué Bolsonaro quiere prohibir el Carnaval o censurar libros y ponerlos en bolsas negras –bolsas en las que suelen ponerse los cuerpos asesinados de las víctimas de femicidios y travesticidios–. Hay un prejuicio que dice que el feminismo viene a censurar lo sexual, a terminar con la cultura o con el humor. Eso es falso, no somos un movimiento de censura o castración, todo lo contrario. Cuestionamos la idea del deseo falocéntrico, del eros definido de acuerdo a lo que desean ellos. Denunciamos la violencia para que las pibas puedan estudiar, bailar, perrear libremente; defendemos el goce en un sentido político, y por eso reivindicamos nuestras existencias gozosas desde una mirada latinoamericana. Hay una relación entre deseo sexual y revolución, en el siglo XXI, porque el goce no se entrega más. Los sectores conservadores buscan cercenar el deseo porque es el fuego que, si bien no alcanza para cambiar el sistema económico, permite no entregarle al sistema tu vida entera. El movimiento feminista latinoamericano defiende el goce no como un derecho individual, sino colectivo, y reclama la distribución igualitaria del deseo como método para lograr la justicia social.
—Estuviste recientemente en Colombia, participando del Festival Gabo con un taller sobre periodismo feminista. ¿Cuál es la tarea del periodismo en esta revolución?
—La perspectiva de género tiene mucha resistencia en varios países de Latinoamérica. Se desprecia el periodismo feminista y se lo tilda –de forma despectiva– de activismo. Es importante reconocer las trayectorias de las periodistas mujeres y abrirles el espacio a las jóvenes. El problema no son los contenidos: lo que jode en las redacciones, en las radios, en la televisión, es que volvemos visible la cantidad de violencia, de acosadores y abusadores que hay ahí. El feminismo interpela no sólo sobre su agenda, sino sobre los modos de producción que imperan en los medios. Todos, desde los grandes monopolios a las pequeñas cooperativas, están atravesados por el machismo legitimado, y nosotras venimos a cuestionar eso, a transformar las condiciones de desigualdad y violencia.
—¿Cuáles son tus expectativas en relación con las próximas elecciones en Argentina, en el marco geopolítico latinoamericano?
—Espero que en Uruguay no logren avanzar la derecha ni el movimiento antiderechos, porque sería un enorme retroceso para toda América Latina. Uruguay es un río que nos espeja, y hay un futuro que está en juego. Ahora bien, ningún país escapa, ni siquiera Uruguay, a la reacción, al backlash. En este nuevo Plan Cóndor se busca que cada país tenga un Estado reducido, con un plan económico que se base en políticas neoliberales, en la legitimación de la violencia y en el recorte de derechos. Por eso la lectura que defendemos desde el feminismo es latinoamericanista y con perspectiva ambiental. Con relación a Argentina, tengo la expectativa de ponerle límites al neoliberalismo y en que haya un reconocimiento del feminismo como movimiento político. Para eso el aborto legal es fundamental. La política feminista va más allá de lo electoral, es una resistencia a largo plazo; el enemigo es el neofascismo. Y fue la autonomía del movimiento frente a los poderes políticos lo que le permitió convertirse en la gran resistencia. Entonces, creo que hay que mantener la autonomía para hacer frente al verticalismo del legado militarista, pero también tenemos que poder organizarnos para no ser aplastadas por la avanzada neofascista.
1. Reacción o aversión a algo que se ha ganado un lugar en la cultura popular de forma rápida, imprevista y exponencial.