El ascenso del gobierno de derecha en Brasil –tras el golpe de Estado parlamentario– ha venido acompañado de una intensa actividad en cuanto al manejo de la economía en el país norteño. Esta propiedad no es exclusivamente brasileña, también ha sido característica del gobierno de Macri en Argentina. Parece que las fuerzas de derecha de nuevo en el Ejecutivo, con la velocidad de un relámpago, quieren remover vestigios del viejo gobierno y asentar las políticas propias.
El programa de medidas del gobierno de Temer está basado en un documento de su partido llamado “Ponte para o futuro”, y está fechado en octubre de 2015 (en plena alianza con el Partido de los Trabajadores). En él se plantea que la solución a la crisis económica tiene como condición reformar el Estado, para que deje de distorsionar “los incentivos de los agentes”. Entre los problemas más importantes estaría el gasto público (y su rigidez), por lo que se propone su reducción, la desindexación de salarios y pasividades, desmontar la vinculación constitucional que tiene el gasto en educación y salud, reformar el sistema jubilatorio mediante el aumento de la edad mínima para jubilarse, y privatizar empresas públicas vinculadas a infraestructura.
Tras el proceso de impeachment no se ha hecho más que poner en práctica tales lineamientos a favor de reformas estructurales. Estas reformas pueden caracterizarse como un gran ajuste capitalista, que tiene su parte fiscal (de revisión de los ingresos y los gastos del gobierno federal), su componente que busca reducir el valor del salario (a través de una próxima reestructura laboral y del sistema jubilatorio), y un programa para mercantilizar y privatizar bienes públicos.
El grueso del ajuste fiscal tiene un carácter estructural. Se realizó a través de una reforma constitucional, para blindarlo ante posibles cambios en la correlación de fuerzas según la coyuntura política. El proyecto de enmienda constitucional 55 (Pec-55), aprobado a fin de 2016 en ambas cámaras, tiene como centro el congelamiento del gasto público para los próximos 20 años. Esto quiere decir que el gasto destinado a educación, salud y vivienda solamente será actualizado por inflación, y también implica que mientras crezca el Pbi brasileño será menor la proporción de riqueza destinada a tales rubros. Además, junto con el congelamiento del gasto no se actualizan los salarios de los funcionarios públicos y las pasividades, impidiendo aumentos en el poder de compra. Por otra parte, el servicio de deuda (los intereses más las amortizaciones) no tiene variantes, en muestra clara de que los intereses del capital financiero tienen prioridad frente a las necesidades sociales.
Una modificación referente al gasto público, pero que impacta directamente en los ingresos de la clase trabajadora en general, es la reforma del sistema jubilatorio que se está discutiendo en el parlamento. Esta reforma es la Pec 287, que también tendrá carácter constitucional. Se plantea como un intento de solucionar la crisis del sistema previsional, alegando que esto sucede porque el sistema no se actualizó aunque la esperanza de vida de la población viene aumentando. La propuesta es aumentar el tiempo mínimo de trabajo de 15 a 25 años, y la edad jubilatoria a un mínimo de 65. El monto de la jubilación se calcula de tal manera que para poder jubilarse con el 100 por ciento del salario promedio de contribución, un trabajador o trabajadora debería haber aportado por lo menos 49 años. Además, se plantea desindexar las jubilaciones respecto a la evolución del salario mínimo.
Durante 2017 se prevén nuevas reformas, pero destinadas a modificar directamente el mundo laboral. Según declaraciones de setiembre del año pasado del ministro de Trabajo, Ronaldo Nogueira, para el segundo semestre se prevé una reforma laboral que hace tiempo está en el debate público, y sobre la que han trascendido algunas líneas después de reuniones del gobierno con cámaras empresariales (como la Confederación Nacional de Industria y el Movimiento Empresarial por la Innovación). Entre los aspectos más destacables que forman parte del debate está el aumento del máximo de horas de trabajo diarias y semanales. Los representantes de las cámaras habían declarado la necesidad de aumentar el techo de horas a 80 semanales. Tras el revuelo en las discusiones, el ministro de Trabajo declaró que existían dos posibilidades complementarias, o el aumento del máximo de la jornada diaria de trabajo a 12 horas, o implementar un régimen de trabajo de 44 horas semanales con pautas de productividad.
La última dimensión del ajuste es la mercantilización y privatización de los servicios del Estado. Esto se da en el Projecto Crecer (creado en octubre de 2016), que establece un cronograma de licitaciones para realizar concesiones de administración, proyectos de participación público-privadas (Ppp) y privatizaciones en áreas de transporte (aeropuertos, carreteras, vías férreas, terminales de carga), energía (compañías eléctricas de los estados, usinas hidroeléctricas), saneamiento, y la privatización de la lotería instantánea Lotex.
Si bien impresionan la virulencia y rapidez de estas reformas, es necesario reconocer que la diferencia en la política económica con el gobierno anterior, del PT, no es de dirección sino de grado. Otro sería el cantar si cuando una fuerza de izquierda asume el gobierno tuviese la misma velocidad y confianza para hacer reformas populares.
AQUELLOS POLVOS, ESTOS LODOS. Para poder evaluar coherentemente las nuevas medidas económicas es necesario compararlas con las políticas elaboradas en el gobierno de Dilma. En su primer año del segundo mandato, y con el ex banquero Joaquim Levy como ministro de Economía, planteó la necesidad de hacer un gran ajuste fiscal para recuperar la senda del crecimiento económico y combatir la inflación. Este ajuste tuvo dos componentes, uno de reducción de gastos y otro de aumento de ingresos. El primero tenía como objetivo la reducción de cerca de 564 millones de dólares por mes en el presupuesto. También pretendía reducir el gasto en el programa de Aceleración al Crecimiento (del que forma parte el programa de vivienda popular Mi casa, Mi Vida) en unos 2.000 millones de dólares en todo el período de gobierno. El segundo componente planteaba medidas como la reducción del apoyo al sector exportador, un aumento del impuesto a las transacciones financieras y a la importación de autos.
Este proyecto tuvo grandes trabas parlamentarias para ser aprobado, dejando de lado los aumentos impositivos. El desempeño de la economía brasileña no fue el esperado, y el déficit fiscal se profundizó, con lo cual el gobierno promovió un nuevo ajuste –en marzo de 2016– de 6.687 millones de dólares, donde figuraba el recorte de 1.347 millones de dólares a la educación pública y de 719 millones a la salud pública. Este último ajuste no fue votado en las cámaras, producto de la lucha política entre los partidos que estaban encaminados a la promoción del golpe de Estado parlamentario.
Además del ajuste fiscal, en 2015 se votaron reformas de leyes laborales, como la 30/2015, que permite la ampliación en los rubros permitidos para las tercerizaciones laborales, y la 427, que habilita la negociación salarial individual en las empresas. Estas medidas son claros ejemplos de flexibilización de las relaciones laborales y ponen a los trabajadores en peores condiciones para negociar su salario y tener estabilidad y seguridad en su trabajo.
Las similitudes entre las medidas económicas de un gobierno y otro hacen que el análisis de la coyuntura brasileña sea un tanto complejo.
¿DA LO MISMO? La necesidad de generar un gran ajuste para poder recuperar el crecimiento económico parece ser una constante en las economías del continente. La realidad brasileña, con una reducción del 3,8 por ciento del Pbi en 2015 y del 3,49 por ciento pronosticado para 2016, hace crecer tal necesidad. Dado que la forma de resolver el problema del enlentecimiento en la acumulación de capital ha sido la misma en varios gobiernos de Sudamérica (independientemente de su ubicación en el espectro político izquierda/derecha), es pertinente preguntarse: en tanto los países sean capitalistas y dependientes, ¿da lo mismo quién esté en el gobierno?
Mi hipótesis es que no. Lo que hay de similitud y diferencia entre los gobiernos puede hallarse en la contradicción que hay entre estructura y agencia. Decía Marx que los hombres hacen la historia pero en circunstancias que no eligen. Es decir, existen condicionantes estructurales que son pautadas por el modo de producción capitalista mundial, aunque está la posibilidad de actuar y modificar ciertas cuestiones. En el caso concreto del ajuste, estas cuestiones pueden resumirse en sobre quién éste recae, las formas de compensación para ganadores y perdedores, y el modo en que se hace. No era arbitrario que el ajuste fiscal propuesto por Dilma tuviese dos componentes, y que uno estuviese pensado para atacar sectores con rentas más altas. Maquiavelo, hablando de los principados civiles, decía que el gobernante podía buscar el apoyo del pueblo o de los nobles. (Los gobiernos progresistas parecería que intentaron apoyarse en ambos bandos.) Lo que pronosticaba Maquiavelo para los principados civiles que se apoyaban en la nobleza era que el empoderamiento de este sector haría más inestable la posición del gobernante, porque su fuerza era incontrolable, y además porque si no se cumplían sus deseos estaba en las mismas condiciones que el gobernante para hacerse del poder. El impeachment sería un ejemplo de ello.
Para plantear alguna salida superadora del derechazo será necesario reevaluar a la luz de la experiencia el marco de alianzas progresista, contemplar las luces y sombras de cada proyecto y rescatar la acción política transformadora para que algún día no haya necesidad de más “ajustes”.
* Economista de la Cooperativa de Trabajo Comuna.