—Misal parvo es «un espectáculo que cruza ciencia y música». ¿Cuáles fueron los principios rectores que los guiaron en ese cruce?
José Nozar —Hacía tiempo que teníamos ideas para hacer un show de estas características, pero no encontrábamos un lugar que cumpliera los requerimientos técnicos que necesitábamos. Cuando supimos que teníamos dos fechas asignadas en la Sala Adela Reta del Auditorio Nacional del SODRE, inmediatamente se me vinieron a la memoria esas ideas. A su vez, en conversaciones con Claudia [Piccini] –mi mujer, que es microbióloga e investigadora–, empezamos a ver imágenes del micromundo y cómo ese micromundo tiene relación con el macromundo, cómo pueden llegar a unirse desde el punto de vista biológico, pero también desde el filosófico. Ese fue el disparador para concretar la colaboración con investigadores del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable.
Gustavo Antuña —Ya habíamos buscado estos cruces previamente. Me acuerdo de cuando la banda se presentó en el Teatro Solís con el show Antídoto, por ejemplo.
J. N. —Para ese show conseguimos unos matraces y armamos una gran mesa, en la que pusimos vasitos con bebida verde, que la gente tomaba antes de ingresar al espectáculo. También fotografiamos una secuencia de fitoplancton que obtuvimos del estanque del Clemente Estable y con la intro que grabamos del show de la Sala Balzo, que era bastante abstracta, hicimos un video que subimos a las redes para el Día del Patrimonio. Los cruces están en los dedos cuando tocás y en todo lo que te rodea: el sonido y el movimiento, la física y la onda sinusoidal. A nosotros nos gusta ir por esos lugares y encontrar abstracciones, imágenes. Las cosas que dice Pedro [Dalton] y, sobre todo, sus letras tienen mucho que ver.
—Y para este concierto en particular, ¿trabajaron en cooperación con los investigadores Claudia Piccini, Federico Battistoni y Cecilia Taulé en la creación de imágenes?
J. N. —El trabajo con los investigadores del instituto, en el marco de la celebración de su aniversario, ha sido excelente. El germen está en esa noche que te contaba, mientras conversábamos con Claudia en casa acerca de los descubrimientos de Lynn Margulis, la creadora de la teoría de la simbiosis. Ella fue, digamos, quien presentó una teoría opuesta al neodarwinismo y sostuvo que la evolución se debe a la cooperación y no necesariamente a que el más fuerte se imponga al más débil. El concierto tiene esa idea rectora, una visión paradigmática un poco diferente de la que hoy día impera en el planeta Tierra.
—¿Desde ahí llegaron hasta Misal parvo, un título construido con una combinación insólita de palabras?
G. A. —El título es creación de Pedro, que investigó y nos fue compartiendo ideas relacionadas con el misal, un pequeño libro sagrado. Ahí surgieron relaciones entre lo inmenso y lo pequeño, y la importancia de crear. Igual, creo que cada uno va a interpretar el título del show como le dé la gana. Eso pasa mucho con la banda: la gente tiene percepciones a veces opuestas o hace interpretaciones distintas de una misma canción. Es de lo más hermoso que pasa con Buenos Muchachos. No hay nada cerrado, no hay deber ser.
J. N. —Totalmente. La letra de Pedro abarca mucho más que lo que dicen las palabras llanamente. Alguien puede verlo como algo divino o, tal vez, como un rito religioso. Yo, por ejemplo, lo entiendo como una profanación de conceptos y como algo mucho más pagano. Creo que es más una celebración de la vida, por decirlo de algún modo, que un rito religioso. No desde el punto de vista del cliché, sino por todas las relaciones que estamos presentando en las imágenes, en el montaje del espectáculo y en el repertorio.
—«Ruido blanco en un espacio inmenso, una luz congelada, una banda velada», se lee en la presentación del próximo espectáculo. En Vendrás a verte morir, el último disco, ¿la sinestesia se completa con la importancia de los silencios?
G. A. —Ahí está la magia de la música: trasciende la palabra, pero también hace decir cosas emocionantes. Para mí, la música afecta al cuerpo y a quien sos. Hay música, maldita, que me hace llorar y otra que me conmueve por días. También hay diferentes colores de ruidos –el blanco, el negro, el violeta, el famoso ruido rosa–, que son distintos lugares de la frecuencia. De hecho, se usan mucho en un show para medir la frecuencia de los parlantes.
J. N. —Es cierto que el silencio es universal, pero para nosotros fue todo un ejercicio estar quietos en el estudio, escuchando a los otros, aportar en el momento en que tenés que hacerlo u optar por no hacerlo. El silencio es una cosa seria, que llega con años y años de ensayo. Y a todo esto se suma el Auditorio Nacional del SODRE. Capaz que para un cuerpo de ballet o para las sinfónicas no es enorme, pero para nosotros es un espacio descomunal. Cuando fuimos, nos impactó, tal vez porque, además, es cerrado. Mirás para arriba y descubrís lugares chiquitos, mientras te imaginás a la banda tocando en vivo. El show terminó de cerrar ahí porque se hizo material esto de la relación permanente entre lo pequeño y lo inmenso.
—Durante las restricciones de aforo por la emergencia sanitaria hicieron nueve fechas en La Trastienda con la condición de que solo cuatro músicos estuvieran en el escenario. ¿Cómo fue esa experiencia?
J. N. —Fue una gran idea de Marcelo [Fernández]. Teníamos muy poco tiempo para prepararnos y Marcelo hizo un enorme trabajo al pensar cómo debían ser las canciones y cómo debían ser la entrada y la salida del escenario. Te diría que un 85 por ciento lo hizo él; el resto fue ensayo. Al principio estábamos tensos: no sabíamos cómo movernos ni hasta dónde. Era un poco absurdo. Fuimos una de las primeras bandas que tocaron en Latinoamérica. Visto a la distancia, creo que nos dejó mucho más de lo que creíamos.
—¿Los conciertos en la Sala Hugo Balzo, de 2019, tuvieron que ver con la gestación de Misal parvo?
G. A. —Sí, exacto. Estaba pensando en eso. La Balzo fue un punto de quiebre. Primero, porque nos ayudó a hacer ese show con aforo que ideó Marcelo. Segundo, porque dejamos de tenerles miedo a las canciones. En el comienzo de la banda, el público era más bien la gente de nuestra generación. Pasó el tiempo, y todos crecimos y cambiamos. Las ideas de este show hace diez años que están girando y recién ahora, con la oportunidad de estar en el auditorio, pueden llevarse a cabo.
J. N. —Los conciertos de la Balzo fueron una enorme investigación musical para nosotros. Teníamos unos instrumentos extraños, megáfonos gigantes, tiempos distintos, cambios. Ahí lo lúdico empezó a hacerse lugar. Y el próximo show, a pesar de que es muy diferente a los de 2019, también tiene eso.
—La transformación como necesidad y no como imposición.
G. A. —Una necesidad para crear y no aburrirnos. No quiere decir que siempre vayamos a empezar de cero, pero transformar también te hace pensar.
J. N. —Además, el tamaño del ambiente en el que nos movemos tiene sus restricciones. Hay bandas a las que les fue genial afuera; hay otras que tocan muy poco acá. Nosotros estamos en el medio: tocamos acá bastante, pero casi no tocamos afuera. Si fuéramos una banda de otro país y nos fuera medianamente bien, capaz que todavía estaríamos presentando el disco en alguna parte del mundo. Nosotros no hacemos eso porque no pudimos, porque no nos adaptamos o porque no hay un requerimiento de Buenos Muchachos en otros lados. Podríamos, sí, hacer un disco cada seis meses o no vernos demasiado y juntarnos tres veces antes de un show. Pero no. Nos gusta ir a las salas, nos gusta mucho ensayar, pensar y probar algo distinto para cada presentación. Tampoco es que inventamos la rueda, pero por lo menos nos preocupamos de mantenernos activos y de que en cada show esté lo mejor de nosotros. Esto, además, es una posición sobre el arte. La banda creció y cambió en muchos sentidos. Hubo gente que quedó prendada de una melancolía… –es entendible, porque eventualmente nos pasa a todos con algún artista– y, entonces, dejó de interesarles la banda. Y hay otra gente que nos recibe siempre. También están los que son muy jóvenes. Todas estas situaciones juntas son las deseables, porque están lejos del fanatismo. Lo que hace a la perduración de la banda es el vínculo entre los siete, que tiene que ver con todo ese otro mundo del que hablábamos antes. Cuando surge una idea, lo que hay es un embrión que se nutre de todos. Todo se va arropando. Para este espectáculo hay ideas de Gustavo que tienen que ver con todo esto. Sin adelantar mucho…
G. A. —Puedo contar que hay personajes distintos, diferentes desde los puntos de vista estético, sonoro y visual. Como el SODRE tiene una agenda imponente, este tipo de shows se prepara, como mínimo, un año antes. Entonces, estamos ensayando hace mucho tiempo. Y fue en los ensayos que aparecieron ciertas presencias, como el ruido blanco.
—¿Presencias y también ausencias?
G. A. —Vamos a ser seis, pero seguimos siendo siete. Es algo circunstancial, por un problema de salud que va a pasar muy pronto. Mientras, nosotros logramos armarnos, como lo hacemos en la vida, estando juntos y creando. Yo siento que este show es como una película lírica, visual y, por supuesto, musical.
J. N. —Para nosotros, Marcelo es importantísimo. Hemos tenido shows sin Gustavo, otros shows en los que yo no toqué, pero es la primera vez que pasa algo así. Por suerte, él está bien y superorgulloso de que hagamos este show después de tanto tiempo. Estamos muy comprometidos y contentos con Misal parvo. Es un desafío con un principio y un epílogo entre lo inmenso y lo pequeño.
Con ellas, mejor
Francesca Crossa es la stage mánager de Buenos Muchachos. Es técnica en diseño de sonido y trabaja en el área de sonido y video del Teatro Solís. Anteriormente, cumplió el mismo rol en el Auditorio Nacional del SODRE. Además, ha trabajado en largometrajes y obras de teatro, y en el diseño y el montaje sonoro de numerosos espectáculos. En 2014 ganó el Premio Florencio Sánchez por su trabajo en la obra Lo que los otros piensan, de Domingo Milesi, una experiencia que no solo la impulsó en su carrera, sino que le permitió conocer las singularidades del trabajo fuera del estudio de diseño de sonido, «en parte, por la dinámica de acción-reacción con los actores, que, además, varía en cada función, pero también por tener que montar y operar en una sala independiente, con sus limitaciones», explicó a Brecha.
En Buenos Muchachos, su rol consiste en coordinar las partes artística y técnica, y trabaja en la preproducción tanto con los operadores de la banda como con los técnicos de las salas. Sobre las próximas fechas en el Auditorio Nacional del SODRE, dijo: «Es un desafío. Es una banda inquieta: siempre está buscando algo más. Este show tiene una complejidad técnica mayor y me permitió acercarme más al arte y al trabajo de Martín Batallés y Gabriela Costoya, colaboradores históricos de la banda, así como del instituto Clemente Estable. Así que, sin revelar nada de Misal parvo, lo que se viene es muy distinto e impactante. La banda se ha preocupado desde hace tiempo por armar un equipo de trabajo, y eso es vital en un espectáculo así. De a muchos, mejor, sin duda».