Esta es la crónica inédita de un seminario-taller que derivó en ceremonia iniciática, al que el último chamán de la escena uruguaya convocó a jóvenes artistas en su Casa del Teatro, allá por octubre de 1996.
El Antonin Artaud (1896-1948) que pudo verse en la primera sesión de este encuentro (una especie de sesión en la que el dios invocado fue Artaud a los 100 años de su nacimiento) refleja mayormente la abominación del convocado por todo aquello que la civilización occidental ha suplantado en lugar y en nombre del espíritu.
En principio, lo realizado en escena por Alberto Restuccia no puede ser juzgado con el patrón habitual de un taller, por lo que es preciso buscar otros caminos de abordaje. ¿A qué fue que asistimos? La capacidad de desacomodar, de romper con los discursos establecidos, es la especialidad de quien nos ha convocado.
1. Se podría caracterizar como un ritual performático:acciónpuntual, abierta a circunstancias modificatorias del entorno, con un margen de improvisación a partir de una estructura previamente delineada, que a su vez es dinámica, en la que se mapean variaciones probables a incorporar en futuras acciones. Y en previas, porque ya hizo su Artóen el teatro de la vida no este sino otro Restuccia, que anda siempre mutando.
El esquema del cual se parte parecería simple: el cruce de una selección de textos del más radical poeta surrealista, cuya puesta se rige en consonancia con esa teoría tan suya del teatro, si es que así puede llamarse lo que el propio Artaud maneja sobre el fenómeno de la (re)presentación, como lo que fluye del cuerpo en escena, y que huye del “cadáver” de repetir lo previamente escrito.
La (a)puesta duplicó el efecto. Expuso escritos (poemas de El ombligo de los limbos, El pesa-nervios) y trajo al escenario gestos, tonos, obsesiones que Artaud manifestó a través de cartas, conferencias, reflexiones, huellas y despojos biográficos sembrados a lo largo de años. Muy similar a lo que ha hecho entre el espacio escénico, la performance y la radio nuestro mago de ceremonias. En más de una ojeada fue posible percibir que Artaud había entrado por una hendija en la atmósfera oscura y polvorienta de la sala en la que nos amuchamos.
2. A saber: el resultado excede el territorio estético y se convierte en ritual de invocación. Allí se pare a un muñeco: ¿el hombrecito?, ¿antonino?, ¿un embrión que no es lo que entendemos por teatro?
Todo indica que desde este parto-misa se invoca el espíritu del poeta-loco para que ingrese en el espacio sagrado de la escena, en el cuerpo mismo del actor devenido en médium.
En ese trillo esotérico, el flaco costillar de Artaud aparece y desaparece en la barriga-tambor del actor que lo aloja, como si por momentos se resistiera a acudir a la cita, como si su voz furibunda (“para terminar de una vez por todas con el juicio de Dios”) se alojara intermitente en la garganta de quien lo encarna.
Ese clima no está (pre)dispuesto teatralmente, deviene de la escenificación en acto.
Es un drama entre la palabra y la voz del convocado, es “Artaud al cuadrado”. Pone de relieve el conflicto del ser-abstracto con el ser-cuerpo (el gran dualismo); nos enfrenta al rabioso drama entre el yo-Dios, rector idéntico de sí mismo, con el ser-nada, matriz de una ontología sin límites. ¿Un correlato de la creencia monoteísta enfrentada al panteísmo psíquico naturalista de los nativos precolombinos? ¿Ese balbuceante andrajo es un rarámuris recién bajado de la Sierra Madre de Chihuahua?
3. El cuerpo-minotauro llena el centro de una escena apenas diseñada con cuatro velas, dibujando un cuadrado graficado con cinta negra en el piso: allí van cayendo las palabras, las injurias, los sonidos magos. Suena un “dejame en paz” y un “no te metas conmigo”. Frases dichas como un mantra primero y que luego, cada tanto, como un leitmotiv generan un“distanciamiento de impacto” (¡dice el director de teatro saliéndose del personaje!), y entonces se esfuman gozosamente los límites de larepresentación.
El espectador-discípulo que somos se ve arrojado a un espacio en el que la frontera entre actuación y trance se acumula regenerando una cosa primigenia, esa zona de duda, la sombra magnética en la que perdemos noción: ¿quién habla aquí?, ¿el actor Artaud encarnado, el actor Restuccia a través del médium Artaud? ¿Esto es actuación o encarnación múltiple? ¿Improvisación o presentación de la locura? ¿Es el discurso de una conciencia fragmentada por el desvarío? ¿El desvarío devorándose al logos? ¿Obedece a un poema hecho de ramificaciones o es un pastiche de frases del dramaturgo? ¿De cuál de los dos dramaturgos en escena son las palabras que arrasan y convocan?
Las preguntas se suceden de mil maneras, pero apuntan al mismo blanco: ¿cuándo, no dónde, está Artaud?, ¿en qué cronotopo lanza su inquietante glosolalia profética?
El gran cuerpo-Restuccia resopla, bebe un líquido amarillento de un vaso largo, inspira y expira exageradamente, exuda lo de monstruo, comenta que no logra todo el tiempo el deslímite necesario, entra y sale del personaje el dramaturgo, el director, el chamán.
4. La reiteración de frases, los silencios, las caminatas en círculo –ese culto animal encerrado– hacen que el tiempo se vuelva lento, que se espese el ambiente de molestia, sopor, fatiga, opresión que un receptor o espectador común, acostumbrado a que el espectáculo se deslice sin tocar su confort, podría no tolerar, rechazar incluso.
Esa molestia que se instala es, sin embargo, clave: es la fractura expuesta del actor, lo trabajoso del médium, el llamado convocante del espíritu del poeta, para que sea este y no el actor quien hable, grite y se desgarre como un loco consciente que lucha por liberarse de sus fantasmas. Y otra vez la zona de sombra: ¿quién llora, quién golpea, quién brinca allí? ¿El espíritu invocado, la limitación virulenta del yo apresado en un cuerpo de tránsito?
El escenario se desrealiza, pasa a ser el espacio psíquico del invocado; puede ser la ultratumba o el hospital psiquiátrico de Rodez, una oración en el Valle de México. La sucesión de posibles orígenes se dispara, provocando breves visiones. Es cuando la energía revulsiva del poeta llega en “lengua revolvida” y se traslada de cuerpo en cuerpo impactando como una fuerza centrífuga en todo lo que nos rodea.
Me veo impelido a conseguir algo que el poeta actúa: otro aire que no sea la asfixia de la congoja. También quiero gritar –percibo que otros colegas a mi lado están a punto de estallar–, pero nadie se sale de madre. ¿La matriz de la sumisión es demasiado fuerte?
La única catarsis consiste en aprovechar los intervalos, hesitar junto con el actor antes de verse nuevamente atacado por la furia interna del espíritu del poeta, que ahora golpea por todas partes con algo invisible de sí mismo: el piso, un tronco, un tambor, el cuerpo, la panza, la cabeza, la cola; golpea para ser transformado, transmigrado, travestido: “No cabes en este único cuerpo”, parece decir.
5. A cierta altura del delirio, el aire es lo único que puede transitar por el cuerpo, transformando el ancestral infierno en otra cosa. Esa catarsis, sin embargo, no busca la purificación final del espectador. Más bien pretende, y logra, dejarnos cargados de una energía que se desata con todo el peso de la estocada metafísica para cuestionar el maldito, pobre, insuficiente lugar que ocupa lo divino en este cuerpo humano defectuoso, un maniquí, un muñeco de trapo de la creación.
En este sentido, el Artaud que vemos bien podría ser la encarnación del hombre de barro, o el hombre de madera en la cosmogonía del Popol Vuh, libro sagrado de los mayas; si aquellos dioses experimentaron por ensayo y error, y fracasaron tres veces antes de llegar a la cuarta génesis, la del hombre de maíz, Artaud es aún el hombre de barro, y el de madera, cayéndose a pedazos y siendo golpeado por las cosas del mundo que lo rodean.
No hay conformidad en el Artaud que vemos, no hay redención tampoco.
Quizás esta sea la versión más radical de Artaud, pero no la única posible.
A esa oscuridad de pronto se agrega una zona lumínica. Ingresa la carta dirigida por el vate al Dalai Lama: “Somos tus muy fieles servidores, ¡oh, gran Lama! Concédenos, envíanos tu luz en un lenguaje que nuestros contaminados espíritus de europeos puedan comprender, y si es necesario, cambia nuestro Espíritu, créanos un espíritu vuelto por entero hacia esas cimas perfectas donde el Espíritu del hombre ya no sufre. Créanos un Espíritu sin hábitos, un espíritu cuajado verdaderamente en el Espíritu, o un Espíritu con hábitos más puros, si ellos son aptos para la libertad […]”.
Puede ser que esa carta sea sólo una pequeña muestra de admiración de Artaud por otras vías espirituales que no abundan en la pelea de su fuero interno. También la experiencia del Viaje al país de los tarahumaras (1945) presenta posibles salidas a la gran negación: “Yo no quería entrar, cuando fui al peyote, en un mundo nuevo, sino salir de un mundo falso”.
6. Por estas señales, y otras que se internalizaron en aquellas jornadas sin memoria, el seminario-taller derivó en un ritual iniciático hacia el “universo Artaud”: algo fue poseído por una fuerza devoradora, siendo a la vez una voz liberadora lo que dejó como poesía.
La pregunta, con respuesta abierta a la discusión, nos la entrega Restuccia agitando una enorme bandera negra con la que nos acaricia, a todos y a cada uno de los oficiantes, mientras ondea de un lado a otro esta pregunta en su boca: ¿la serpiente siempre se morderá la cola para morir de su propio veneno?
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