La conciencia de vivir tiempos oscuros ya está instalada. La idea del retorno de todo lo reprimido suscita un sentimiento defensivo que acorrala. Los problemas sociales se acumulan y los delitos y las economías ilegales se expanden, y lejos ya de pensarse como desvíos puntuales o distorsiones a corregir, los vamos asumiendo como realidades estructurales que no logran separarse con facilidad de la reproducción económica y social. Las pesadillas regionales –la argentina, por ejemplo– se acercan y van dando forma a las nuestras. Militarización, represión, violencia estatal en todas sus formas, suspensión de garantías, llamados políticos a un realismo salvaje, cancelación del pensamiento y del debate público, fractura y persecución de todos los contrapesos, autocensuras y repliegues son las evidencias que golpean a la puerta. Enunciar un problema («el narco que penetra en los barrios») no es comprenderlo, y mucho menos solucionarlo. En estos momentos sombríos, viejas reflexiones pugnan por volver, aquellas líneas de cosas pensadas hace algunos años quieren ser reescritas. La seguridad no es solo un problema de elencos profesionales o de transacciones programáticas (mucha represión con un poquito de prevención). Es bastante más que eso: se trata de poder tener y llevar a la práctica un proyecto normativo de sociedad. Aun en este contexto, esas viejas y fragmentarias líneas se recuperan a continuación.
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En recordada frase, el argentino Marcelo Saín señaló una vez que la reforma de la seguridad implicaba la reforma de la propia política. Es muy posible que estuviera pensando en la política como sistema de actores, instituciones e impulsos programáticos. Pero la reflexión bien vale para asumir la profundidad de lo político en tiempos de hegemonía conservadora, o lisa y llanamente de contrahegemonía de derecha. Conocer, interpelar y reinventar son acciones imprescindibles para la movilización de proyectos capaces de torcer las tendencias contemporáneas.
Como se sabe, la etapa actual de la modernización genera una progresiva emancipación de la economía de sus ataduras políticas, éticas y culturales. Dejamos atrás una época de grupos de referencia preasignados y nos dirigimos hacia un tiempo indefinido de construcción individual. Esta versión privatizada de la modernidad revela inventarios densos de tareas para cada uno de nosotros. Entre tanto, las instituciones de la reproducción social vacilan en sus propósitos y acciones, resisten los cambios y observan desde cada vez más lejos las nuevas fuentes de la legitimidad. Los problemas de la seguridad en su sentido más amplio están directamente vinculados con las crisis de las instituciones de «protección» y de «habilitación».
Las incertidumbres emergentes podrán ser negadas, reducidas o eliminadas de la conciencia. Pero en ningún caso podrán soslayar la necesidad de desarrollar nuevas capacidades biográficas y políticas para enfrentarse a los riesgos. La pregunta decisiva surge sola: ¿es posible controlar el miedo sin poder dominar sus causas? Entre las respuestas sectoriales tradicionales (control policial, cárcel) y las apelaciones privatistas a la autoelaboración de la inseguridad, el desafío se deposita en una reinvención de las redes institucionales.
En su acepción más corriente y restringida, las políticas de seguridad despliegan sus instrumentos de intervención sobre los hechos consumados de la violencia, la criminalidad y la inseguridad. Los efectos se concentran sobre el final de la cadena de producción, razón por la cual sus resultados son más evidentes en el plano simbólico que en el material. El grueso del funcionamiento del sistema se concentra en el control, la neutralización, el castigo y el encarcelamiento. La amplitud y la lógica de esta acción pasan a ser problemas que agravan los círculos de violencia y profundizan la inseguridad. La realidad uruguaya de las últimas décadas es una buena escenificación de este camino sin salida.
El horizonte de la reflexión política sobre la seguridad tiene que asumir en plenitud esta circunstancia y llevar su perspectiva hacia los campos de la desigualdad, la vulnerabilidad y la inseguridad. Solo así las demandas contemporáneas de protección podrán transformarse en itinerarios institucionales para la habilitación, la realización y la legitimación.
No hay forma de comprender ninguna dinámica social si no se asume la desigualdad como un conjunto de categorías que establecen límites organizacionales y definen el alcance de las diferencias sociales. Es decir, las desigualdades sociales entre personas obedecen a diferencias categoriales, como hombre/mujer, blanco/negro, viejo/joven, ciudadano/extranjero, rico/pobre, etcétera, más que a razones individuales de atributos, inclinaciones y desempeños.
En una sociedad como la uruguaya, las desigualdades socioeconómicas, generacionales y de género son el sustento predominante sobre el que prosperan los riesgos, las amenazas, los daños y la inseguridad. Incidir política y organizacionalmente sobre los mecanismos concretos de la desigualdad producirá las condiciones habilitantes para la seguridad humana. En definitiva, no hay esfuerzo más importante para un proyecto político que las luchas contra las desigualdades.
Del mismo modo, la desigualdad reproduce la vulnerabilidad. Desde el punto de vista objetivo, esta puede comprenderse como la erosión de los lazos sociales, las redes, los capitales sociales y los recursos institucionales que sostienen los cursos biográficos de hombres y mujeres. El empoderamiento y la realización en un marco institucional alternativo (que altere las lógicas de la desigualdad) otorgan nuevo sentido a las esferas del trabajo, la educación, la familia, la comunidad, el ocio y la esfera pública. Para ser tal, la realización debe impactar sobre la vulnerabilidad subjetiva, es decir, sobre las amenazas y sobre los sentimientos de desprotección. Un proyecto de seguridad realizada debe reducir la brecha entre las expectativas socialmente construidas de protección y las capacidades efectivas de una sociedad determinada para ponerlas en funcionamiento.
Como síntesis de todo lo anterior, el «sentimiento de inseguridad» expresa una demanda política ante las fallas institucionales para garantizar a las personas umbrales aceptables de riesgos. Los miedos son emociones que se expresan individualmente, se construyen socialmente y se comparten culturalmente, tal como lo ha estudiado Gabriel Kessler. Como representaciones del mundo social, aquellos se distribuyen en forma desigual por el espacio social y se modifican y reactualizan mediante interacciones y negociaciones interpersonales. Esta solidaridad del miedo promueve una utopía negativa de la sociedad insegura: no se trata de alcanzar lo bueno, sino de evitar lo malo. El proceso de legitimación tramita definiciones, aceptaciones y consensos sobre los umbrales de seguridad, y nos coloca ante una preocupante tensión entre las demandas de libertad individual y un orden político con rasgos autoritarios. En el último tiempo, cada paso que hemos dado, supuestamente en dirección de la seguridad y la reducción de la violencia y el delito, nos ha acercado a un repertorio represivo que no cesa de crecer.
La elaboración colectiva de una legitimidad asentada en un programa de seguridad humana ha de transitar, en cambio, desde una política simbólica (como si) hacia una política preventiva de los riesgos. Entre la ilusión del privatismo y la esencialización de lo comunitario, hay que legitimar nuevas formas sociales de estar en el mundo común y obtener regulaciones normativas sólidas a partir de la generalización de experiencias que puedan devenir en problemáticas de todos. No perdamos la oportunidad de señalar que nada de eso podría ser posible sin un esfuerzo radical por crear y redistribuir recursos. En la base de un proyecto de seguridad debe alojarse una perspectiva de economía política.
Las batallas por la hegemonía deben centrarse en los puntos nodales y en la reapropiación del principio de realidad. La teorización sobre lo político, lo económico y lo social no puede disociarse, y el sentido común sobre los valores, la libertad, el respeto, la autoridad y los límites no puede resignarse a la hegemonía conservadora. La noción de espacio público debe sustituir a la de convivencia, el respeto tiene que ser asumido como reciprocidad y reconocimiento, la autoridad ha de despojarse de la coerción, el orden y la obediencia para recuperar su carácter temporal de transmisión y filiación, y el límite debe resignificarse como un hecho sociológico decisivo. Solo si transitamos por esos caminos, la hegemonía conservadora –además de hipótesis– dejará de ser mera resignación.