Si se desea describir las fronteras europeas de cualquier época, el primer adjetivo que surge no es otro que movedizas. Desde los remotos tiempos de los reinos independientes, los bárbaros y los conquistadores, hasta décadas más recientes –como aquellas en las cuales buena parte de Europa y de Asia se denominaba Unión Soviética–, los límites cambian, por más que muchos pueblos continúan ocupando tierras con las que se identifican suceda lo que suceda y gobierne quien gobierne. La península ibérica constituye un buen ejemplo de estos acontecimientos geográfico-culturales que siempre dan que hablar, desde el epíteto “godos” que, fuera de fronteras peninsulares, los canarios otorgan a los españoles continentales en general, hasta las nutridas diferencias provinciales que llegan a abarcar idiomas diferentes que más de un apresurado define como dialectos. Y ni qué hablar, en consecuencia, de algunas inquietudes independentistas, como es la del País Vasco, que hace que, fuera de él –incluso en la mismísima Madrid–, sus más recalcitrantes defensores declaren encontrarse en otro país, lo mismo que los más acérrimos catalanes ponen en práctica cada vez que dejan atrás a su Cataluña. A todo lo que antecede, vale la pena agregar que las lenguas que los valencianos y los mallorquinos hablan, aunque unos y otros declaren que se trata del valenciano y el mallorquino, se parecen sospechosamente al catalán. Un gran tema entonces el de las diferencias regionales que los peninsulares rematan con ciertas afirmaciones acerca de los orgullosos gallegos, los pícaros andaluces y vaya uno a saber cuántos más, apenas trasponemos los umbrales de un nuevo pueblo.
Un tema, se diría, que abre camino a las discusiones y hasta las disputas. Pero también al humor, un humor que, en varios casos, sirve para suavizar los ánimos y abrir caminos al entendimiento. Tal lo que entendieron el realizador Emilio Martínez-Lázaro y su equipo, apostando a hacer reír a partir de las francas oposiciones entre vascos y andaluces en la anterior Ocho apellidos vascos, todo un éxito que los tentó a repetir la experiencia con el presente título. A lo largo del mismo se le informa al espectador que la pareja –andaluz él, vasca ella– de aquella comedia se había separado poco antes del casamiento, separación que ahora, en el preciso momento en que la chica amenaza desposar a un catalán, el ex novio trata de invalidar con la ayuda de su propia madre y del padre de la contrayente en ciernes. El asunto transcurre ahora en plena Cataluña, en una finca campestre perteneciente a la abuela del nuevo novio, una mujer a quien, para colmo, se le hace creer que su tierra goza ya de la tan deseada independencia del gobierno español. Menudos malentendidos por doquier, confusiones en varios idiomas –o dialectos– y todo un grupo de siluetas en pie de guerra dejan su estela en las idas y venidas de una trama bastante divertida que Martínez-Lázaro adereza con adecuados rasgos de color local. Una solución final demasiado apresurada –el epílogo que conviene no divulgar alivia un poco las circunstancias– y la ocurrencia de otorgarle el papel de la abuela un poco ida a Rosa María Sardá, excelente comediante pero más joven de lo requerido por el personaje, ponen una nota de falsedad en una historia que, a pesar de todo, se ve con agrado, habida cuenta de la soltura de los jóvenes Dani Rovira, Clara Lago y Belén Cuesta (una tercera en discordia) y los veteranos Karra Elejalde y Carmen Machi, reciente visitante de Montevideo. A los libretistas Borja Cobeaga y Diego San José, quizás ya prontos para escribir una tercera parte, en cambio, cabe advertirles no dejarse llevar por las facilidades.