«La vida era dura. La escuela rural estaba a distancia de muchos quilómetros y había que recorrerlos a caballo o a pie en invierno. Éramos gente trabajadora, de recursos escasos. Nunca faltaba nada, pero todo era muy acotado, muy medido. El capital número uno que siempre se manejó como patrón en mi casa fue el nombre. Mi padre era “Don Fulano” y ese “don” era una categoría que se ganaba a base de conducta.»1 Los relatos de infancia de Wifredo en torno a los parajes de Dionisio Díaz y Yerbas del Ceibal evocan los sabores de un tiempo bello y riguroso. Sus días fueron marcados por una ética y una poética de lo suficiente, lo necesario y lo esencial. Fiel a ciertas imágenes del pasado, su obra se desarrolló en revisión de aquellos objetos que amueblaron los escenarios de la juventud: el poste...
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