Este nuevo libro ya estaba esbozado cuando se publicó El color pharmakon. Una mirada desde la práctica artística (Estuario, 2018) y surgió del diálogo en los seminarios de formación permanente de la Fundación de Arte Contemporáneo (FAC). Es por eso que, por momentos, López Lage habla desde un nosotros. El libro pudo publicarse con la ayuda del Fondo de Estímulo a la Formación y la Creación Artística del Ministerio de Educación y Cultura: «Estaba pronto antes de la pandemia. Tuve que entrarle de nuevo e incorporar un montón de información, porque es un punto de inflexión fundamental».
—¿Por qué Madmaxismo?
—Surgió de un hashtag en Twitter, por un grupo de usuarios que se denominan madmaxistas, que adhieren a esta cosa del apocalipsis de la industria del entretenimiento, con el zombi, con la película Mad Max, con que se acaba el agua, con que se acaba la comida, con que todos vamos a pelear para conseguirlas. Ese imaginario tiene que ver con un fin de lo humano y no con un fin del sistema, porque el fin del sistema capitalista es inimaginable para cualquiera de nosotros. Incluso en la industria del cine casi no hay imágenes del fin del capitalismo; salvo lo que está encriptado en la Unión Soviética, entre 1917 y 1989, que es una cosa aparte. Pensar el fin del capitalismo no parece una alternativa para salvar el planeta. Es desde ese lugar que emergen imágenes que se incorporan a lo cotidiano. Cuando se habla de la gente que está en la calle consumiendo sustancias, se habla de zombis, y eso hace a un sistema de pensamiento con el cual no estoy de acuerdo. Pero me pareció interesante hacer un recorrido desde esta idea de madmaxismo para poder ver qué pasa con el humanismo.
—Vos hablás del «fin del humano humanista». ¿En qué consisten las críticas al humanismo?
—El hombre humanista surgió con la era moderna, que coincidió con la imprenta, con el descubrimiento de América, con el Renacimiento, y que está avalada por la cultura del libro, que fue normativizando saberes, cosas sobreentendidas, que venimos heredando en el tiempo. En el siglo XXI empezamos a preguntarnos: ¿hay cosas que son incuestionables: la naturaleza, la justicia, la política? Pongamos de ejemplo una obra de Laboria Cuboniks, un colectivo de mujeres xenofeministas que tiene un afiche que dice: «Si la naturaleza es injusta, cambiemos la naturaleza». ¿Qué pasa que no puede ser cuestionada la naturaleza? Lo natural es eso que está ahí y no tiene nada que ver con nosotros, que somos culturales. Está fija, es inalterable. Lo inalterable empieza a ponernos nerviosos. Está asociado con lo bíblico, con la imagen del Edén, con lo que es natural y lo que es bestial, con los monstruos, con los márgenes de la normalidad. Eso empieza a interferir en cómo pensar –pandemia incluida– el tema del ecologismo, que se deriva de la biología, que tiene que ver con mantener y conservar espacios silvestres y especies en extinción. Por otro lado, está el pensamiento ecológico de Haraway, que incluye al ser humano como parte de un sistema. Lo que produce el humano, lo artificial, sería parte de una ecología sin el concepto de naturaleza heredado. Ese humanismo que venía como un bloque de verdades y enunciados empieza a alterarse y conduce a un nuevo lugar. Supongo que algunas cosas tienen que ver con lo tecnológico, como esto [la conversación por Zoom], que es una vivencia artificial que ya está incorporada a nuestra memoria. Es muy difícil caracterizar esas vivencias ahora, porque no tenemos la distancia. Pero creo que ya estamos en lo que pensamos que era el futuro.
—Hacés referencia a las sombras que arroja la Ilustración, como la esclavitud y la destrucción de la naturaleza. ¿Cómo se articula el humanismo en relación con este legado negativo de la Ilustración?
—Hay diferentes situaciones, contextos, y todos merecen un análisis diferente. En el contexto actual, humanismo y capitalismo van juntos. El capitalismo tiene la capacidad de ir mutando; es un mighty morphy power ranger: va cambiando de forma, se adapta, no tiene competencia, se expande y no le tiene miedo a nada, porque lo que busca es dinero. Y, como es un sistema, no tiene moral, ética ni culpa; no tiene nada. Por un lado, hay avances aparentes, que podría pensarse que hacen partícipes a colectivos que han sido discriminados y que durante mucho tiempo han trabajado reivindicando sus derechos. Eso fue fundamental para que este monstruo capitalista dijera: «Ok, ¿qué hacemos con esto que está haciendo roncha?». Ahí se crean las cuotas para las personas racializadas, las personas transgénero, las mujeres: desde un lugar un poco más mainstream. Pero están muy manchadas por cómo este monstruo se va adaptando. Me parece que al poscapitalismo le conviene que esta gente consuma y tenga acceso a créditos, hipotecas. Por otro lado, muestra sus contradicciones, porque este es un momento de mucha xenofobia y racismo. El humanismo/capitalismo no puede ser antirracista: sólo puede pensar en el racismo como una forma que no está bien. Pero son dos cosas políticamente enfrentadas. Vos le decís una sombra; a mí me parece que es la cara oculta de la modernidad de la que habla [Walter] Mignolo: esa matriz asociada a lo blanco, a lo heteronormativo, a lo judeocristiano. La decolonialidad incluye una crítica al humanismo y deja en evidencia un montón de cosmovisiones que empiezan a emerger y no se pueden pensar desde un solo lugar.
—En el libro se propone una «Ilustración desantropocentralizada». ¿A qué apunta?
—A la semana de haber parado la actividad, la pandemia puso en evidencia que hay cosas que vuelven a su lugar. El esmog que se va y los animales en el canal de Venecia son cosas anecdóticas, pero tienen que ver con el daño de la actividad humana y con el consumo. Cuando eso se calme, seguramente pueda reordenarse. Tomando el concepto de Gaia de Isabelle Stengers, todo esto que está pasando puede ser una movida del planeta para resetear y llegar a un acuerdo para ver cómo sigue, porque el planeta puede seguir sin humanos: ya estuvo mucho tiempo sin humanos. Puede ser una oportunidad para pensar la desantropocentralización. Hace unos días vi Stray, una película de Elizabeth Law sobre perros callejeros en Estambul. Aparentemente, es para gente a la que le gustan los perros, pero, cuando amplificás la idea de la película, te das cuenta de que la mirada está desprovista de lo humano: se ven los perros con su conciencia de sí mismos, en una ciudad, viendo cómo sobreviven, cómo se conectan. Capaz que ese ejercicio de la película es bueno para repensar cómo hacer cultura, si se va a seguir llamando así esto que estamos haciendo. Yo me siento muy optimista. Creo que el libro es optimista, porque lo que tiñe y no deja ver mucho es ese concepto de madmaxismo: «O es el sistema o es el apocalipsis». Esa cosa binaria, cuando se deconstruye, crea otras posibilidades.
—¿Cuál es la conexión entre tu obra reciente, las intervenciones de la pintura en la tapa de los libros, y tu reflexión sobre el libro?
—La acción de transformar la imagen de un libro en una pintura y quitarle el enunciado, desnaturalizarlo, es lo que lleva a pensar en la pintura. Es como un palimpsesto. Tengo muchos libros, y algunos son como fetiches. Voy por la feria, veo un diseño de tapa y coincide que son de los cuarenta, los cincuenta, los sesenta, una época muy fuerte en la gráfica. Cuando los reúno –es un ejercicio un poco casual–, hay mucha conexión entre ellos, entre lo que decía [Alberto] Zum Felde y lo que decía Romero Brest. Me parecía interesante que esa modernidad, que está asociada a la construcción de Uruguay y el Río de la Plata, se borrara y pasara a ser otro símbolo, para interpretarlo desde ese borrar. Es más, el nombre de cada pintura es la ficha técnica del libro. Es un ejercicio de rescatar la idea más válida de la Ilustración, pero llevarla a un lugar que desantropocentralice, que no siga permitiendo que se sostengan conceptos de ciencia, tecnología y arte repletos de racismo.