El Carnaval –especialmente desde su apropiación por los medios de comunicación visual– nos ha hecho asociar el candombe a determinadas vestimentas fantasiosas, a coreografías de sambódromo, a las enormes estructuras de plumas de las vedettes (y a sus curvas), al escobero que es más valorado como malabarista que como danzante. El candombe es una tradición, ante todo, familiar y barrial, y existe sin los adornos que salen por la tele; hasta se puede decir que ese es el verdadero candombe. Digo, hay gente que sabe más que uno y lo dice, así que lo puedo repetir tranquilo.
En general los uruguayos, incluso muchísimos músicos, tenemos un conocimiento bastante superficial del género; tanto que a veces nos animamos a colgarnos un tambor y creer que eso que tocamos es candombe. No sabemos lo que es un “afro” (me refiero al ritmo concreto así llamado, asociado con el candombe pero que suena bien distinto) ni podemos definir un milongón, más allá de que es lento y en alguna parte de la letra suele decir “este milongón”. Tenemos dificultad para reconocer los toques de los distintos barrios. Si nos enseñan algo básico y vamos a una llamada, no encontramos a nadie que haga esos golpes que aprendimos. Si el que nos está tratando de enseñar nos dice que toquemos más “pa’delante”, creemos que es más fuerte o más rápido, y no se nos ocurre ninguna otra posibilidad. El problema es que no hay palabras para describir lo que se nos quiere trasmitir, así que la única manera es escuchar (y podría hasta sugerir limitarse a eso).
Con respecto a esto último, ¿acaso está mal intentar aprender? “Si yo pudiera introducirme en el misterio que el candombe encierra…” Cómo va a estar mal, ¡si lo lindo de la música es aprender tocando! Creo que hay que partir, sí, de la base de que hay cosas que difícilmente vamos a llegar a dominar. Nadie piensa que es guitarrista de tangos porque sepa a acompañar “Vieja viola”, o que es pianista porque toque más o menos bien algunos estudios de Czerny. De todos modos, si uno sigue dándole a esos estudios, y a otros, puede llegar a ser un buen pianista clásico, pero con otros géneros pasa un poco como con los idiomas: si empezás a aprender a los 10 años, ya sos viejo.
¿Es que tiene algún misterio insondable, el candombe? Sí y no. Me imagino intentar cantar o tocar la guitarra como los andaluces; es imposible, y no por la velocidad, sino por cuestiones intangibles. Toda música tiene una parte irracional, que el intérprete domina sin saber muy bien de qué se trata y, por lo tanto, sin saber cómo explicarla. Y aquí viene lo importante: la esencia de un género. En el caso del candombe, podemos decir que la esencia se ve en el sonido de la cuerda, en los diálogos entre los pianos o los repiques, o en la llevada, mucho más que en la justeza o vistosidad de los llamados “cortes”. De hecho, es mucho más fácil (aunque exija ensayo y memoria) aprender a tocar esos cortes, y más accesible, intelectualmente, para alguien de fuera (y tal vez más rendidor ante cámaras). O lo que dije arriba sobre el escobero: tiene un componente estético y otro circense. Lo segundo no debería ser lo importante, sino cómo el tipo celebra, con la escoba, esa danza única y propia. Un malabarista de algún circo ruso puede llegar a hacer cosas increíbles con una escoba, pero no puede hacerla conversar con los tambores como Pedrito Ferreira. Si, como público, estamos más pendientes de que no se le caiga la escoba que de la belleza general de la escena, hay algo que está mal.
Desde fuera creo entender que las quejas de los más tradicionalistas (los que saben, los veteranos, o como se los quiera llamar) se deben más a esa pérdida de lo esencial que a los “adornos” agregados. Al menos eso me pasa cuando veo una murga en la que está todo bien, pero le falta “aquello”. ¿Y quién define qué es “aquello”? No sé; no suele ser algo verbalizable, y por lo tanto es imposible dejarlo escrito en un libro (y menos aun en un reglamento). Pero sí tengo claro que es algo que se puede perder y que, una vez perdido, es difícil volverlo a encontrar. Se puede inventar y modificar (el candombe de hoy es una reformulación del de ayer), pero cuando no se respeta la esencia se corre el riesgo de destruir. Y el candombe es muy valioso para que la televisión se lo lleve puesto, y encima –para variar– sin que los que lo hacen vean un mango.