Es conocido el comienzo de Zitarrosa como locutor radial. Más conocida es su vida como juglar. Y también sus trabajos periodísticos y en las diversas vertientes de la poesía y la prosa. Menos difundida aparece su actividad como actor en dramatizaciones radiales y, más asombroso, su rol de galán bajo la dirección de Jebele Sanz, en la obra de J C Legido: La piel de los otros (Premio Municipal 1958), con el elenco del hoy desaparecido Teatro Libre.
En la fermental década de los cincuenta, la radio inundaba los hogares, el cine florecía en los más alejados barrios y el teatro independiente alzaba un vuelo desparejo y augural. “Jebelucha”, como Alfredo la apodaba y más conocida por Marieta Caramba, Jebele, desgranó una tarde primaveral un vasto anecdotario, con las luces, sombras y picardías del cantor. Con bondades grandes y bajones grises.
La radio El Espectador estaba localizada en una vieja casona en 18 de Julio y Olimar, a la que se accedía por una escalera que parecía no tener fin. En la esquina se alzaba atrayente el bar Barucci, donde los funcionarios de la emisora atacaban a destajo las botellas de grappa con limón o cortada con jerezano.
El horario laboral no era un gran impedimento para tomar por asalto aquella ciudadela, frente a los agobiantes estudios de la vieja emisora. El micrófono podía esperar al locutor, o este ser suplido. La companía de un amigo y un brindis eran intransferibles. El Flaco faltaba mucho. “Muchísimo”, confesó Jebele. Y no sólo a la radio, sino a todos lados. En La piel de los otros hubo que remplazarlo a las pocas funciones del estreno, pues actuó tantas veces como las que faltó.
En una ocasión, la paciencia de Amengual, director de la radio, pareció haber llegado a su fin. “No pude venir, falleció un familiar muy allegado”, era la excusa estable. Tantos difuntos hablaban de un familión amplio. Amengual lo intuyó desde el principio, al tercer o cuarto fallecimiento. Pero cuando sobrepasó la decena en pocas semanas, se convenció. Su locutor era de escasa familia y demasiados intereses sumergidos preferentemente en la noche.
El gerente se apostó en la puerta de la emisora, al día siguiente de un faltazo sin aviso de Alfredo. Tarde, para la hora de entrada marcada y con paso cansino, llegó el hombre de traje oscuro, camisa impecable y corbata de nudo perfecto. Amengual, luego del saludo de un Zitarrosa imperturbable, le preguntó, con bondad pero también con la rigidez del funcionario ejemplar.
“Y ahora, ¿quién se le murió?”
El Flaco, en solemne postura y con el tono de voz grave, respondió con prístina sencillez:
“¡Me morí yo!”.
- Rumbo Editorial.