Aunque era inevitable, su ida me paralizó. Las noticias iban más rápido que mi capacidad de entendimiento. Yo estaba lejos. Fue escribiendo que empecé a encontrar una cierta calma. Aparecieron entonces su gracia, su infinita malicia, su instinto protector de jefe de manada de la mano del artista cuya celebridad me había hecho soñar de niña y del hombre de teatro que fue, para mí, una “escuela infusa”. Era inevitable que asomara también la batalla a brazo partido que libramos cada uno en el silencio de nuestras mutuas sensibilidades, esa que duró hasta no hace mucho, cuando al fin pudimos hablarnos sin sentirnos intimidados el uno por el otro.
De chica, con el fin de descifrar a aquel ser misterioso que fue mi tío detrás de su simpatía contagiosa, de su cultura y de su indiscutible seducció...
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