Hace 20 años, por estas fechas, una columna de montevideanos desorbitados, una turba desesperada e iracunda, una muchedumbre enloquecida bajaba por la avenida Agraciada, se nutría con nuevas columnas que convergían desde Camino Castro, Carlos María Ramírez, Marcelino Díaz y Pilar Costa, y allí, en el Prado, a la altura del viaducto, comenzaba a destruir carteles, romper vidrieras, asaltar negocios. Los boliches, las tiendas, los almacenes y los quioscos bajaban sus cortinas metálicas, cerraban sus puertas. Era la misma imagen de lo que meses antes había ocurrido en Buenos Aires. Con una diferencia: quienes rompían las vidrieras en el microcentro porteño y atacaban las sucursales de los bancos eran señores bien vestidos y damas bien peinadas. En cambio, en el Prado era una chusma que había brotado de La Teja, Nuevo París, el Cerro y andá a saber si no había venido del Paso de la Arena, de Peñarol. La noticia precedía aquella catarata humana, así que todo el mundo tomaba precauciones en Capurro, Plaza Cuba, Arroyo Seco, Reducto, La Aguada, aunque no se vieran siluetas en movimiento ni se oyeran gritos. En el Palacio Legislativo la crónica de aquella manifestación, hilvanada con rumores, versiones contradictorias y testimonios desgraciadamente no identificados, como corresponde a las noticias callejeras, terminó de convencer a los legisladores de la inevitabilidad de instalar el corralito bancario para evitar que se desplomara todo el sistema financiero. Muchos de los legisladores votaron con pesar, porque habían asegurado a los ahorristas que su dinero estaba seguro. La turba se manifestó providencialmente en Agraciada, justo cuando comenzaba la sesión parlamentaria.
Después fue irrelevante que a lo largo de Agraciada no se encontrara ni un pedacito de vidrio en el bitumen, que las vidrieras y las ventanas permanecieran intactas, y que no hubiera ninguna denuncia de comercio saqueado. Como ocurre siempre en este país de las buenas maneras, todo el mundo miró para el costado. Y en los días siguientes, en las colas interminables frente a los bancos, donde los ahorristas esperaban respuestas sobre sus dineros, los funcionarios bancarios ofrecían agua y café a quienes estaban de plantón. La arremetida popular de la turba incontrolable fue el opus magistral, la más grande manipulación de un fenómeno plagado de mentiras, ocultamiento y manipulación. Un drama que terminó afectando a toda la sociedad, sobre todo a los más indefensos, a los más expuestos, a quienes no tenían nada y a partir de la crisis tuvieron menos todavía. Hubo incontables desocupados, cierres de fuentes de trabajo y un deterioro de la calidad de vida que obligó a muchos clase-media a vivir en lo que llamamos barrios marginales, a algunos a vivir en la calle y a otros a optar por el suicidio. Esas fueron las aristas principales de lo que llamamos crisis bancaria de 2002.
Se podría decir que esa crisis (¿la penúltima, la antepenúltima?) comenzó en 1983, cuando la dictadura les hizo un gran regalo a los banqueros al comprar las carteras deudoras e incobrables de los bancos extranjeros que prestaron dólares bajo el régimen de la tablita. Se beneficiaron la logia P-Due, el Bank of Boston, el Citibank, el Deustche Bank, el Bank of America y otros. Se embromaron los bancos nacionales: el Comercial, el Pan de Azúcar, La Caja Obrera y el Banco de Crédito. Los gobiernos herederos de esta infamia optaron por «salvar» a los bancos nacionales, saneándolos con dineros públicos y reprivatizándolos a precio de superganga. No los reprivatizaron una vez, sino dos y hasta tres, porque los entregaban a pícaros que se asociaban con algunos de los bancos extranjeros de la venta de carteras o con sus primos, que solían poner el nombre prestigioso, pero no arriesgaban dinero. Los pícaros, uruguayos, argentinos y hasta algún corso, volvían a jugar la carta del salvataje estatal cuando se secaba la teta y se iban en puntas de pie.
Así se llegó a finales de 2001, cuando la crisis argentina desembocó en el corralito, tras el megacanje de la deuda externa, hizo desfilar a varios presidentes en una semana y dejó en bancarrota a los bancos de los hermanos Rohm y el grupo Peirano en Argentina. El desastre cruzó el Río de la Plata, y el Banco Comercial, en manos de los Rohm, y el Banco de Montevideo y La Caja Obrera, en manos de los Peirano, empezaron a tambalear en Uruguay. El presidente, Jorge Batlle; el ministro de Economía y Finanzas, Alberto Bensión, y el presidente del Banco Central, César Rodríguez Batlle, intentaron apuntalar el Comercial con dos remesas de 50 millones de dólares cada una para evitar la corrida. Pero el dinero se iba por la puerta de atrás para el Banco General de Negocios, el banco de los Rohm en Argentina, y para las distintas financieras del Grupo Velox, de los Peirano. Decidido a no instalar el corralito, Batlle intentó una gestión con los tres bancos extranjeros accionistas del Comercial –el JP Morgan Chase & Co., el Credit Suisse-First Boston y el Dresdner Bank– para una recapitalización de 100 millones de dólares. Bensión instaló la primera mentira magistral de la crisis al anunciar que los bancos capitalizaban el Comercial, cuando, en realidad, los tres bancos le prestaban al gobierno uruguayo los 100 millones de dólares, que serían religiosamente abonados. El gobierno se endeudaba en 100 millones de dólares para salvar el banco del Dresdner, el JP Morgan y el Credit. Fue la misma operación de la dictadura con las carteras deudoras.
Algo similar ocurrió con el Banco Montevideo, pero, a poco de prestarle dinero para sostenerlo, el gobierno cayó en la cuenta de que el dinero de los ahorristas había sido colocado en plazas financieras del Caribe, en operaciones que no estaban permitidas en Uruguay. El corralito, que afectó a los ahorristas, no evitó la caída de los bancos Montevideo y La Caja Obrera. Entre los damnificados de los Peirano hubo dos categorías: los que habían aceptado colocar su dinero en el exterior, con la promesa de mejores beneficios, y los que no estaban al tanto de la maniobra. No ocurrió así con el Banco Comercial, debido a la cantidad y la calidad de los ahorristas afectados.
La crisis de 2002 fue determinante para el triunfo del Frente Amplio en 2004. El Frente heredó la «solución» que se instrumentó para el antiguo banco de los Rohm y el más antiguo «decano de la banca nacional», por cuyos directorios había desfilado la oligarquía más rancia. Un complejo andamiaje dio a luz al Nuevo Banco Comercial, que navegó a los tumbos hasta pasada la mitad de la primera administración de Tabaré Vázquez. Un buen día, el ministro de Economía y Finanzas, Danilo Astori, anunció que el Nuevo Banco Comercial sería adquirido por el canadiense Scotiabank. Esta vez la reprivatización funcionó porque el Scotia es ahora considerado uno de los cuatro bancos más grandes que operan en Uruguay. Los entretelones del aterrizaje del Scotia en Uruguay están permeados de misterio, pero se sospecha que Astori se sacó dos clavos en una sola jugada: el banco, que vegetaba, y Pluna, deficitaria. La privatización de Pluna y la compra de los aviones canadienses que remozaron su flota, con la garantía del Estado uruguayo, fue posible con la garantía de la contraparte, el Scotiabank. Después de cerrado ese operativo, el Scotia se hizo con el Nuevo Banco Comercial, que, en definitiva, era su verdadero interés. El Scotia ganó un lugar en el sistema financiero uruguayo, y Uruguay perdió su línea aérea.