Días atrás, el colectivo Familias Presentes organizó un seminario sobre las cárceles en Uruguay. Este movimiento, que nuclea a familiares de personas privadas de libertad, ya tiene un año de trayectoria y se ha constituido en una voz de referencia a la hora de configurar un espacio de reflexión y demandas. Poner sobre la mesa los niveles de racionalidad de un sistema pensado para el castigo, la humillación y la alienación es una obligación política de primera magnitud que muchas personas están dispuestas a sostener.
Los viejos cuestionamientos a la realidad de nuestras cárceles y las respuestas programáticas sobre el sentido de todo esto regresan en un contexto político marcado por el ciclo electoral. En estas últimas semanas, la cárcel ha sido objeto de encuentros, seminarios y actividades partidarias. Sin embargo, creemos que la conversación pública sobre este asunto adquiere un tono desesperante: desde hace por lo menos tres décadas, a medida que el problema se agrava, las retóricas y las formas de abordarlo parecen congeladas. Ya en los noventa, con 3 mil privados de libertad, las alarmas comenzaron a sonar. Hoy, con 15 mil presos, nos seguimos formulando las mismas preguntas: ¿cuál es el problema fundamental de la cárcel?, ¿por qué no es posible la rehabilitación?, ¿no hay formas alternativas a la prisión?, ¿no deberíamos profundizar las lógicas de sanción más próximas a la justicia restaurativa?, ¿por qué no orientar las políticas a la humanización y la dignificación del sistema?
Si miramos el asunto un poco más en perspectiva, advertiremos algunas tendencias que se han consolidado en Uruguay. En primer lugar, el crecimiento sostenido de la población carcelaria está asociado, primordialmente, a los ajustes legislativos en las políticas criminales. El aumento de penas para varios delitos (los mínimos y los máximos) y las restricciones a varios institutos liberatorios han dado como resultado el incremento neto de las personas privadas de libertad. No hay aquí una evolución natural, ni siquiera se trata –como sostienen los oficialismos– de una mejora de la gestión de los cuerpos policiales. Estamos en presencia de decisiones políticas concretas que hacen de la cárcel un gran depósito incapacitante. En segundo lugar, no hemos avanzado un paso en las discusiones sobre el lugar de la dependencia institucional del sistema. En la gran mayoría de las dimensiones del problema, las inercias les han ganado a las novedades. Si bien el sistema ha sufrido cambios, se ha incorporado el trabajo de operadores penitenciarios y se pueden registrar varias iniciativas encaminadas a la rehabilitación, la lógica que ha predominado ha sido la securitaria. Más aún, las novedades más importantes han tenido un alcance regresivo: la experiencia de un centro bajo gestión público-privada, la presencia permanente en algunos establecimientos de la Guardia Republicana, el aumento de los niveles de violencia letal, entre otros. En tercer lugar, y más allá de los débiles intentos en los últimos años, las políticas de egreso han sido inexistentes, con las implicancias que eso tiene a la hora de incrementar los circuitos de vulnerabilidad. Por último, las discusiones han oscilado entre los discursos de la seguridad y de la rehabilitación, entre la necesidad y la promesa, lo que ha impedido una reflexión seria sobre la lógica real que sostiene todo este infierno.
Cuando decimos que la discusión pública tiene algo de desesperante, lo que queremos transmitir es que el problema tiene una raíz eminentemente política. La cárcel siempre ha cumplido funciones sociales y políticas precisas, y de ahí obtiene toda su fuerza a pesar de su flagrante irracionalidad. En el contexto actual, su necesidad es todavía mayor: el encierro es un momento esencial para tramitar el control y la incapacitación de amplios sectores sociales afectados por la precariedad. Además, a un Estado débil con el capital, vacilante en la gestión de lo social, solo le queda como escenario de plenitud la posibilidad de aplicar las retóricas del castigo a los más vulnerables. Tal vez algo más amortiguado en Uruguay, la política se ha convertido en una riña desquiciada para demostrar quién encarna los mayores niveles de severidad y autoridad en la guerra contra el delito. La cárcel, tal cual se presenta hoy en día, es el resultado de esa dinámica. Hasta tanto no emerjan un relato, un plan y un conjunto de acciones político-institucionales destinados a la disminución en paralelo del delito y el castigo, será difícil trascender esa sensación de desesperanza.
Este tipo de crítica totalizante, a la que adherimos, puede caer en una cierta comodidad, y sobre todo en una ajenidad con un espacio que produce sufrimientos. Por esta razón, ha sido frecuente escuchar en los últimos años referencias a la humanización, la democratización y la dignificación de la vida en las cárceles. Y, por eso, la idea de la rehabilitación no termina de desaparecer como promesa. Si bien muchas de estas perspectivas están asociadas con conceptos de reprogramación de trayectorias individuales, sin tomar en cuenta las bases estructurales que sostienen el sistema, no debería olvidarse que lo que está en juego es el sufrimiento, la victimización, la deshumanización, la alienación completa. Y tampoco debería soslayarse la responsabilidad directa del Estado en la violación cotidiana de los derechos humanos. En esa encrucijada, el sistema carcelario tiene que abrirse a las posibilidades de mejora y a formas muy distintas de gestión. No es lo mismo para las personas privadas de libertad cuando hay una política diseñada para cambiar situaciones. No es lo mismo cuando las direcciones de los establecimientos ensayan alternativas a la pura represión. Como ejemplo, solo basta recordar la experiencia en la cárcel de Punta de Rieles, bajo la conducción de Luis Parodi. No es lo mismo cuando hay oportunidades, preocupación y reconocimiento. No da igual cuando la nuda espera se transforma en algo de esperanza, cuando una parte del sistema se llena de voces, iniciativas, actores y propuestas. Es aquí que hay que reconocer el valor de los que están en la primera línea, casi siempre a cambio de nada: operadores, docentes, estudiantes, profesionales de distintas disciplinas, voluntarios de organizaciones sociales y religiosas. Si bien el sistema suele nuclear muchas presencias, esas opiniones y perspectivas quedan por fuera de toda interlocución política consistente.
Aun así, las personas privadas de libertad no tienen voz. La lógica del antagonismo víctima/victimario es tan potente que el segundo se convierte en un sujeto cancelado. Y lo es no solo individualmente, en su responsabilidad específica, sino, además, como categoría social. Cualquiera que intente problematizar la lógica de ese antagonismo –«son ellos o nosotros»– automáticamente cae en el bando de la delincuencia, la complicidad y el mal. Este recorrido difícil e ingrato ha tenido como caso emblemático el de Graciela Barrera, fundadora de la Asociación de Familiares y Víctimas de la Delincuencia, quien, en su condición de víctima del delito, ha reconocido la necesidad de cruzar la frontera para ir al encuentro de los victimarios. Su razonamiento ha sido sencillo: todos compartimos la condición humana, y, más allá de ciertas conductas condenables, si no reconocemos esa misma humanidad en el otro, jamás lograremos reducir la violencia y la victimización. La propia Graciela Barrera encarnó en profundidad los fundamentos de la justicia restaurativa, y al hacerlo pasó de la máxima visibilidad –por su condición de víctima– a un discreto segundo plano en materia de focalización política y mediática. Eso demuestra que las experiencias de impugnación de los momentos punitivos no logran tener un espacio real de articulación política.
Uruguay ha tenido en estas últimas dos décadas oportunidades reales de avanzar en una dirección diferente, y no lo ha hecho. En este punto, se hará una verdadera autocrítica cuando se logre identificar con claridad el alcance exacto de lo que se ha ayudado a construir.
Si bien hay actores que hablan de la cárcel como sistema o como política, son muy pocos los que lo hacen a partir del padecimiento de los sujetos. Tampoco los que trabajan en el sistema tienen espacios de representación. Las miradas de operadores y operadoras podrían ser reveladoras para entender las dinámicas cotidianas de los espacios de encierro, ya no en su irracionalidad abstracta, sino en su sinsentido situado. En esta coyuntura, que aparezca una organización como Familias Presentes es una nota esperanzadora, ya que se amplía el arco de interlocutores para sostener una perspectiva política más ambiciosa.
La cárcel que tenemos no es resultado del azar, de un accidente o de una fatalidad. Es una construcción político-institucional, decidida pieza a pieza. Desde el momento en que gobiernos de distinto signo asumen que el aumento de la población carcelaria es un indicador del éxito en la gestión de la seguridad, hay que reconocer que el principal problema de las cárceles es político. Si no se generan impugnaciones fuertes a este consenso ruinoso, nuestras conversaciones públicas sobre la cárcel serán pura romantización, o tal vez algo peor: liso y llano cinismo.