Con toda palabra - Semanario Brecha
Usos políticos de la acusación de antisemitismo

Con toda palabra

Manifestantes pro-Israel se reúnen en Washington DC para denunciar el antisemitismo y pedir la liberación de los rehenes israelíes en Gaza. AFP, ROBERTO SCHMIDT

Múltiples voces vienen denunciando un aumento mundial de la violencia hacia la población judía desde el 7 de octubre. Pero la advertencia sobre la persistente y arraigada lacra del antisemitismo es diluida en estadísticas y discursos que también engloban bajo ese epíteto cualquier crítica hacia Israel.

La semana pasada se reunió en Punta del Este el III Foro América Latina-Israel. Lo organizó el Movimiento de Lucha contra el Antisemitismo y lo copatrocinó un conjunto de organizaciones representativas de una parte de la colectividad judía nacional y regional, incluidas las filiales latinoamericanas de la Organización Sionista Mundial y de la Agencia Judía para Israel. Hacía justo un mes de los ataques de la organización palestina Hamás en territorio israelí, y el foro se propuso denunciar el crecimiento de los «eventos antisemitas» en el mundo así como manifestar su solidaridad con el Estado de Israel, identificado por el conjunto de los panelistas invitados como un faro de civilización occidental en medio de la barbarie medio-oriental.

Los datos comunicados en el evento, suministrados por fuentes oficiales israelíes, son, si se los toma al pie de la letra, inquietantes: desde aquel sábado de un mes atrás, visto en el foro como un parteaguas que habría poco menos que borrado décadas de historia previa, «los discursos de odio y el antisemitismo» habrían aumentado a nivel global en 1.180 por ciento, las acciones violentas en 330 por ciento, la profanación de lugares judíos en 128 por ciento, los actos de acoso en 660 por ciento y las amenazas en 300 por ciento. Gobiernos de países occidentales han dado cifras de magnitud similar: en Alemania, la Oficina Federal de Investigación Criminal relevó al menos 2 mil infracciones de «corte antisemita» desde el 7 de octubre, entre ellas, ataques a sinagogas y pintadas con esvásticas o estrellas de David en edificios habitados por judíos. En Francia, el país europeo con la colectividad judía más numerosa, se habría llegado a «1.518 actos y declaraciones antisemitas» desde el 7 de octubre, más del triple que las registradas en todo 2022, según dijo el martes 14 el ministro del Interior Gérald Darmanin.

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Pero los números quieren contexto y poco tienen, además, de neutros. En Europa, los mismos gobiernos que reportan un crecimiento de los casos de antisemitismo, apoyándose en estadísticas y datos que se quieren precisos, admiten que en paralelo ha habido también un crecimiento importante de los casos de islamofobia, con el detalle de que no llevan contabilidad alguna al respecto, como remarcó Benjamin Ward, director de la ONG Human Rights Watch (HRW) para Europa (BBC Mundo, 1-XI-23). No lo hacen, por ejemplo, Francia ni Alemania, dos países que albergan, sin embargo, a una enorme población que se reconoce como musulmana: 5 millones de personas en Alemania, alrededor de 7 millones en Francia. Sí lo hace Reino Unido, aunque las estadísticas de «actos antisemitas» elaboradas por Londres –como las de París y las de Berlín, como las de Washington y las de la gran mayoría de las del mundo occidental, y ni que decir las difundidas por la galaxia de organizaciones que giran en torno al Estado de Israel– engloban en esos actos las diversas manifestaciones de protesta que en el mundo se han producido y se siguen produciendo contra los horrores que el gobierno de Benjamin Netanyahu está cometiendo en tierras palestinas.

Para los organizadores del foro de Punta del Este –lo señalaron en el encuentro–, antisemitas fueron las pintadas de «Israel Estado genocida» que aparecieron en muros montevideanos en los últimos días. Y antisemitas fueron, para las autoridades francesas, alemanas, británicas, estadounidenses –ni que hablar para las israelíes– declaraciones de políticos, dirigentes sociales, militantes de a pie, simples ciudadanos que están convocando a parar la masacre desenfrenada en Gaza o la masacre por goteo en Cisjordania y llaman terrorista al Estado de Israel. Prefirieron obviar que, en esas manifestaciones, en esas protestas, tomaron parte organizaciones y personalidades de la propia comunidad hebrea, al punto de ser, en algunos casos –en Estados Unidos, por ejemplo–, sus protagonistas principales.

«No cabe duda de que pintar una esvástica, atacar una sinagoga, más aún agredir físicamente a un judío por el solo hecho de serlo o promover su exterminio es un crimen de odio abominable. No cabe duda tampoco de que hay un antisemitismo arraigado en las sociedades europeas que en contextos como el actual aflora con mucha más fuerza que lo habitual, pero son también crímenes de odio reprensibles en el mismo grado las agresiones islamófobas del mismo nivel o contra los árabes por el hecho de serlo, que han crecido y que expresan un racismo igualmente arraigado y hoy incluso agitado desde algunos gobiernos», dijo Ward a otros medios europeos. La BBC apuntó tímidamente: «Crear un vínculo entre las protestas propalestinas y el antisemitismo puede ocasionar enemistad hacia musulmanes, árabes y otras personas de Oriente Medio». Y citó otras palabras del directivo de HRW: «Esto nos recuerda bastante el desbocado discurso en Europa después de los ataques del 11 de setiembre [de 2001] en Nueva York, que tuvo un efecto de estigmatización de las comunidades migrantes».

Para el primer ministro británico, Rishi Sunak, o para el canciller alemán, Olaf Scholz, Israel es «una democracia» que no solo tiene el derecho «sino el deber» de defenderse de «los terroristas antisemitas» que quieren «destruirla», y no está cometiendo crimen de guerra alguno y mucho menos un genocidio. Si acaso algunos excesos, pero los hay en todas las guerras. Palabras más, palabras menos, así habló Scholz a fines de octubre.

«Si Israel es un modelo de democracia, la democracia me causa terror», dijo al diario italiano Il Manifesto (7-XI-23) el cineasta y fotógrafo israelí Eyal Sivan, descendiente de víctimas de la Shoah, el Holocausto judío, y militante contra la ocupación de tierras palestinas instalado desde hace años en Francia. «Se pretende olvidar que todo lo que sucedió el 7 de octubre no comenzó ese día. Y utilizar la dialéctica de la Shoah para enmarcarlo es una profanación de la memoria de la propia Shoah. Lo veo como un insulto como ser humano, como judío y en relación a mi propia historia familiar. Instrumentalizar la Shoah para justificar cualquier acto tiene que ver con esa ideología de la víctima, fuertemente consolidada en nuestra sociedad, según la cual cuando se es “víctima” uno […] se puede permitir todo», apunta Sivan. Todo este «conflicto», dijo también, «no es étnico ni de sangre. Es político». El historiador italiano Enzo Traverso, que ha consagrado numerosos trabajos a la «cuestión judía», el Holocausto y las guerras mundiales desde una perspectiva marxista, remarcó a su vez (Mediapart, 5-XI-23) que la instrumentalización de la memoria del Holocausto para justificar «una guerra genocida» como la que está teniendo lugar en Gaza «solo puede ofender y desacreditar esa memoria, con el resultado de legitimar el antisemitismo». Un doble horror.

Otros intelectuales judíos, como Ilan Pappé, Noam Chomsky, Gideon Levy, han insistido en las últimas semanas en el uso político que el Estado de Israel ha dado a la noción de antisemita para denigrar, marginar –«cancelar», se diría hoy– a todo aquel que denuncie como criminales las políticas de los gobiernos israelíes contra los palestinos. O hable de limpieza étnica, de genocidio, de masacre, o cuestione el derecho a la defensa de un Estado ocupante, o compare el régimen impuesto a los palestinos por Israel con el apartheid, o que –máximo sacrilegio– diga –probándolo– cómo algunas de las víctimas de ayer –de persecuciones, pogromos, asesinatos en masa, infame racismo– se han convertido en los victimarios de hoy. O que observe cómo, por esas curiosas vueltas de la historia –que tan curiosas tal vez no resulten si se miran las cosas de cerca–, entre los defensores más enjundiosos del Estado de Israel y los que más fácilmente tachan de antisemita a cualquiera que se oponga a Netanyahu y sus señores de la guerra se encuentran partidos, asociaciones e individuos que hasta hace muy poquito no les hacían asco a las cruces gamadas, las esvásticas, el Mein Kampf y toda la parafernalia nazi o neonazi, y acostumbraban pasar al acto con su antisemitismo (ahí sí) de manual. Giorgia Meloni y sus Hermanos de Italia posfascistas, Marine Le Pen y su Agrupación Nacional, Javier Milei, Victoria Villarruel y su La Libertad Avanza, reivindicadora de una dictadura argentina que vomitaba su odio por «los judíos», Santiago Abascal y su Vox filofranquista, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, han formado parte o aspirado a hacerlo de manifestaciones de solidaridad con Israel y de denuncia del auge del antisemitismo.

El fin de semana último Le Pen y sus lugartenientes participaron en una concurridísima movilización de ese tipo llevada adelante en París. Su presencia fue rechazada por organizaciones de judíos de izquierda y sin duda incomodó a no pocos dirigentes «moderados» de la derecha francesa, pero ahí estaba ella exhibiendo su defensa de «los valores de Occidente» y de la civilización contra la barbarie. Francia Insumisa (LFI, por sus siglas en francés) rechazó sumarse a una manifestación a la que vio como un aval a las prácticas genocidas de Netanyahu y los suyos y al «relato colonialista de Israel», según dijo su líder histórico, Jean-Luc Mélenchon. LFI organizó en paralelo un homenaje a las víctimas de la redada del Velódromo de Invierno, la mayor caza colectiva de judíos efectuada durante la Segunda Guerra Mundial en la Francia ocupada por los nazis. Acusaron a LFI de todas maneras de antisemita, un sambenito que a Mélenchon le vienen colgando hace ya mucho tiempo todas las derechas y parte del progresismo.

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En un artículo que tituló «La máquina de propaganda israelí» y subtituló «Cómo Netanyahu convirtió las acusaciones de antisemitismo en un arma política», el periodista británico Andy Robinson, corresponsal en Londres del diario liberal catalán La Vanguardia, evoca diversos casos de campañas de desprestigio llevadas a cabo en Europa –desde estructuras que orbitan en torno a las embajadas de Israel y desde medios de comunicación afines– contra referentes de los movimientos de solidaridad con Palestina que, coincidentemente, tenían un pasado anticolonialista, antibelicista o de activismo contra la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte).

La táctica era siempre la misma: acusarlos de antisemitas y de filoterroristas, manipulando declaraciones o actos, y procurar aislarlos en sus propias organizaciones políticas o movimientos sociales. La nota menciona en particular el caso de Jeremy Corbyn, «un veterano diputado de izquierdas y defensor acérrimo de la causa palestina», sobre quien se «desató una caza de brujas digna de una obra de teatro de Arthur Miller» en el interior mismo del Partido Laborista cuando accedió a la secretaría general de esa formación, en la década pasada. Corbyn «no se la esperaba», «estaba mal preparado» y lo destrozaron, en gran parte gracias al fuego amigo de laboristas sensibles a las presiones de «la embajada», que en este caso no era la estadounidense (o también), sino fundamentalmente la israelí.

Hoy, el papel de Corbyn lo ocupan Mélenchon o la española Ione Belarra, secretaria general de Podemos y todavía ministra en el gobierno interino del socialista Pedro Sánchez. Belarra ha estado en los primeros planos de las protestas contra el genocidio en Gaza, agitando por la ruptura de relaciones con Israel y en los reclamos de que Netanyahu sea llevado ante la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra y de lesa humanidad. A por ella han ido, apunta Robinson.

Con la nota del periodista británico ocurrieron vicisitudes varias. La Vanguardia primeramente la publicó, pero no pasaron muchas horas para que la levantara de su página web. En su cuenta de X, Robinson dijo que ese acto de censura había obedecido a presiones del mismo tipo y la misma procedencia que las que él denunciaba en su texto. La revista digital CTXT anunció que la difundiría en su sitio, se armó un miniescándalo y el miércoles 15 La Vanguardia acabó republicándola. Robinson ha tenido una «suerte» que no han tenido toda una pléyade de artistas, escritores, universitarios, actores censurados en Europa y Estados Unidos de diversas maneras por realizar algún tipo de actividad de solidaridad (o incluso de «asistencia humanitaria») con los palestinos de Gaza (Mediapart, 13-XI-23). En Alemania, las manifestaciones propalestinas han sido totalmente prohibidas, pretextando que podrían ser caldo de cultivo del antisemitismo. En Francia, el gobierno de Emmanuel Macron intentó emular a su socio, pero el Consejo de Estado le puso un frenito: ok, pero caso por caso.

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Mientras se escribía esta nota, las tropas israelíes estaban entrando en el hospital de Al Shifa, uno de los pocos que sigue en pie en Gaza. Ya lo habían profusamente bombardeado, asesinando a decenas de personas, como en otros hospitales. El gobierno de Israel, como el de Estados Unidos, aseguró que allí funciona un centro de operaciones de Hamás. Dos semanas antes, los médicos del hospital habían publicado los planos del edificio. Colegas israelíes, Médicos Sin Fronteras, funcionarios de Naciones Unidas, personal de asistencia a los refugiados denunciaron un acto inaceptable más, un crimen de guerra más del ejército agresor. Una manga de antisemitas, con toda seguridad.

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