El objeto más valioso que tiene Eckhardt Heukamp, un agricultor alemán de 58 años, es una lápida de mármol negro. La piedra oscura y polvorienta reposa apoyada en una pared de la granja que habita temporalmente desde que tuvo que abandonar la suya. Está al revés y pesa mucho, porque Eckhardt necesita algunos minutos para maniobrar y poder girarla. En ella se lee un listado de nombres con fechas que van de 1821 a 1932. Con sus dedos gruesos, de uñas mordidas, Eckhardt señala el último: Anna Heukamp-Helpstein, 1893-1932. «Era mi abuela por parte de padre», explica. Es lo único que le queda de sus antepasados después de que el cementerio de Immerath fuera derruido en 2018 para ceder los terrenos a la mina de carbón.
Muy a su pesar, Eckhardt Heukamp se ha convertido en una cara conocida de la resistencia al avance de la empresa eléctrica RWE en la región de Rheinisches Braunkoh-lerevier, en el estado alemán de Renania del Norte-Westfalia. A pesar del apoyo de miles de personas que llegaron de todo el mundo y de pelear por todas las vías legales para evitar la destrucción de su granja, este agricultor no pudo impedirlo. Fue la cuarta y última generación que labró esas tierras, que ahora forman parte de la mina Garzweiler.
El 15 de enero de 2023 la Policía desalojó a la fuerza a los últimos habitantes de Lützerath, un pequeño pueblo alemán convertido en un símbolo del activismo climático y donde Eckhardt Heukamp se aferraba a su legado familiar. Pocos días después, las excavadoras de la mina arrasaban la zona, habitada desde el siglo XII. Hoy, en lo que antes eran casas, calles y prados, una gran grúa negra remueve capas de tierra oscura para sacar el lignito, el tipo de carbón que más abunda en las entrañas de este suelo.
A más de 8.000 quilómetros de Lützerath, en Provincial, un resguardo indígena wayuu, ubicado al sur de La Guajira, en el Caribe colombiano, Mayra Quintero, de 36 años, prepara el fuego para asar medio costillar de chivo. Entre la brisa seca e hirviente del mediodía, una niña, con sus pies descalzos y una pulcra manta celeste, persigue un grupito de gallinas. Acostada en un chinchorro, entre dos arbolitos, una anciana observa con melancolía los movimientos de la niña. Debajo de una mesa incrustada en el piso sin cemento, un perro raquítico muerde el aire intentando atrapar alguna de las moscas que lo merodean. Un chivo, parado sobre un cúmulo de costales de fique, vigila los cortes que Mayra hace a lo que queda de eso que hasta ayer era su semejante.
¡Boom! ¡Boom! ¡Boom!
Las explosiones hacen que la calma se vuelva un recuerdo. Mayra apenas se despeina. La niña corre hacia ninguna parte. Las gallinas se estremecen y se extravían entre cactus y malezas, pisándose unas a otras. La anciana queda sentada, con los ojos cerrados, la boca abierta y las manos en sus oídos. El perro, como un rayo, va a parar a la penumbra de la parte baja de un auto oxidado y del chivo mirón solo queda el recuerdo.
«Esto es normal, diario, solo que ahora no avisan, pero hasta hace algunos años, dos o tres minutos antes de las detonaciones, sonaban unas alarmas que lo ensordecían a uno, pero bueno, por lo menos advertían que se venían esos estruendos terribles», explica Mayra con el cuchillo en sus manos.
Mayra señala el lugar exacto de los estallidos y vaticina, para los próximos minutos, columnas de humo negro. Efectivamente, el cielo empieza a mancharse y, aunque las voladuras no fueron tan cercanas, al cabo de media hora empiezan a picar los ojos y un vaso con agua se torna azabache. Hay días en los que el polvillo puede llegar a ser tan potente que, tras los estallidos, la comunidad se apresura a desmontar sus tendederos de ropa con el objetivo de evitar percudidos totales. Lo que no se salva son los techos y las fachadas de las rancherías indígenas, que de a poco han ido perdiendo su característico color ocre para pasar a una profunda opacidad solo comparable a la del carbón que, pasada la una de la tarde, aún no hace humear las costillas.
En 2022 Colombia volvió a posicionarse como uno de los proveedores más importantes de carbón para Alemania. Aunque el país europeo produce lignito, sus necesidades industriales son mayores y por eso importa otros tipos de carbón. Estados Unidos y Rusia han sido los principales proveedores de este combustible fósil en Alemania, aunque también lo recibe de otros países, como Colombia y Australia. En 2011, un 25 por ciento de toda la hulla importada por Alemania procedía de las minas colombianas. Esta cantidad fue descendiendo, a la vez que Alemania iba desarrollando su propuesta de descarbonización progresiva, que está previsto que finalice en 2038. En 2021 el carbón colombiano apenas representaba un 5 por ciento de esas importaciones, pero la guerra en Ucrania y el veto al carbón ruso supusieron un cambio de tendencia. Lo que no ha variado son las denuncias y las quejas interpuestas no solo contra el Estado colombiano, por omisión, olvido y conflagración, sino contra las empresas mineras por persecuciones, violaciones a los derechos humanos y daños ambientales en detrimento de las poblaciones ancestrales que viven (o vivían) en los alrededores de El Cerrejón.
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Al quemar carbón para producir energía se emiten cantidades ingentes de gases contaminantes, como dióxido de carbono (CO2), dióxido de azufre, dióxido de nitrógeno, entre otros, que van directamente a la atmósfera y provocan fenómenos como el efecto invernadero y el calentamiento global. La huella de carbono crece de forma progresiva: ya los datos del Parlamento Europeo informan que, solo en 2019, el sector energético fue el responsable del 77,01 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero en la Unión Europea (UE).
Según el lobby climático Ember Climate, a pesar de que la eólica y la solar se perfilan como las fuentes energéticas del futuro, en 2022 el carbón fue el origen del 36 por ciento de la energía global, por encima de la suministrada por otros combustibles fósiles, como el petróleo y el gas natural.
Actualmente la UE se encuentra inmersa en un proceso de descarbonización paulatino. Aunque el carbón solo produce el 16 por ciento de la electricidad del viejo continente, hay Estados que todavía tienen una gran dependencia de esta fuente de energía.
Según Beyond Fossil Fuels, una alianza de más de 60 organizaciones de la sociedad civil que busca eliminar los combustibles fósiles en el sector eléctrico de Europa, Alemania es el primer país europeo en producción de carbón y el octavo en el mundo. Además, ostenta el título dentro de la UE de ser el principal emisor de CO2. La región de Rheinisches Braunkohlerevier ha sido tradicionalmente minera, como su nombre indica (en alemán, kohle es carbón y braunkohle es lignito). Situada muy cerca de la frontera con Países Bajos y Bélgica, allí se encuentran las minas activas de carbón más grandes de Alemania.
(Esta es la primera de tres entregas del reportaje «El eje del carbón entre Colombia y Alemania». Este artículo contó con el apoyo de Journalismfund Europe.)