Es una verdad de Perogrullo: la literatura universal no sería universal sin los traductores. Los ingleses no hubieran leído a Cervantes ni los españoles a Shakespeare. Los italianos se hubieran perdido a Tolstói y los rusos, a Dante. Los griegos lo ignorarían todo sobre Goethe y los alemanes no sabrían de Homero. Los franceses no hubieran leído a Mishima ni los japoneses a Balzac, mientras que los chinos no sabrían de Pessoa y los portugueses, de Li Po. Pero esto ni siquiera funciona así: ninguno hubiera leído a ningún otro. Sin embargo, la tarea de los traductores ha sido frecuentemente minimizada, cuando no, denostada. Ahí sigue, como si nada, la infame sentencia traduttore, traditore. Es una profesión ingrata, porque el trabajo se nota mucho más cuando falla que cuando acierta. Cuando l...
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