La longevidad no es un atributo artístico. Tal vez, la creación en arte contribuya a mantener cuerpo y mente sanos, pero es imposible afirmarlo y hay casos notables que apuntan más bien en sentido contrario. Lo cierto es que no hay una sola razón que explique este prodigio de la creatividad y su perduración en el tiempo. Uruguay, que fabrica tantos buenos jugadores de fútbol como artistas talentosos, no parece estar inserto en las llamadas zonas azules: esas regiones del mundo en las que las personas viven más tiempo y con una calidad de vida envidiable. No tenemos la isla de Icaria sobre el mar Egeo ni Barbaglia en Cerdeña, estamos bastante lejos de Okinawa, nuestros artistas no estuvieron ni de paso en Loma Linda, California, y hasta donde sabemos tampoco conocen la península de Nicoya en Costa Rica. Por el contrario, la tuvieron bastante difícil: Linda tuvo primero que escapar de Italia por las leyes racistas antes de la Segunda Guerra Mundial y luego hacia Brasil por la dictadura cívico-militar uruguaya. Octavio no dejó de trabajar un día para poder costearse esos grandes emprendimientos escultóricos que se reparten como frutos extraños por las ciudades del país. La ejemplaridad de sus actos no se mide por los contextos favorables, sino por la altura de los obstáculos que debieron afrontar. Hay algo que los caracteriza a ambos: una personalidad generosa, una simpatía y una tolerancia hacia los otros –que no desdice los juicios severos y las opciones estéticas definidas–, una dosis de humildad y de autenticidad que es propia de aquellos que no le deben su reconocimiento a nadie y que no tienen ninguna prenda que esconder. En estos tiempos electorales, si esta dupla se propusiera como candidata a liderar alguna agrupación, no dudo que arrasaría… Pero, más allá de la broma, sus casos interesan por lo que tienen en común y por lo que los diferencia, y porque sus recorridos resultan paradigmáticos para entender la evolución y los cambios artísticos en el transcurso de un siglo caracterizado, precisamente, por la radicalidad de dichos cambios.
Se puede decir que Octavio Toto Podestá es hijo del barrio La Blanqueada y de la tradición artesanal italiana –el bisabuelo genovés era un constructor de barcazas–. Es en el barrio que Octavio, criado en el seno de una familia de clase media, se educa, y el que le proporcionará todos los elementos anímicos y materiales para el despliegue de sus capacidades. No se alejará de él en su vida, salvo durante los viajes de estudio. Barrio de inmigrantes y sus descendientes, que recibe el aluvión de italianos, gallegos, vascos y armenios: grupos ya integrados a las dinámicas sociales y culturales de Montevideo que conservan ciertas trazas idiosincrásicas y aptitudes para el comercio y los oficios manuales. Las anécdotas y las vivencias que se recogen en entrevistas, como el recuerdo del moldeado de barro en el fondo de su casa y los juegos con las herramientas de los vecinos, nos dan la pauta del tipo de aprendizaje que el niño asimila de manera casi osmótica. El almacén, la carpintería, la herrería, la ferretería y la barraca están, literalmente, a la vuelta de su casa. A este proceso de captación y estimación visual de pesos, medidas y herramientas, que son como el repertorio básico de un escultor, se suma la voluntad férrea de un niño de perseverar en la vocación. El ingreso a la Escuela de Bellas Artes –tuvo como profesores a Severino Pose y Juan Martín– lo puso en contacto con un nuevo mundo, pero con cierto desfasaje de la efervescencia de las vanguardias, en el sentido de que no reconoce aún la textura material de la vida moderna. En la enseñanza artística de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX aún se inculca con rigor clásico la copia de modelos en yeso. Con la incorporación de Eduardo Díaz Yepes a la docencia de Bellas Artes y el conocimiento de los nuevos lenguajes escultóricos que llegan a través de las bienales de San Pablo –Moore, Calder, Giacometti–, se abre todo un nuevo panorama de investigación. Del interés casi exclusivo de la escultura por los volúmenes y la solidez de las masas se pasa a una vindicación del espacio adyacente, los huecos, los grafismos, las intersecciones y los planos de pura geometría. El mundo cambia y tras una fragmentación creciente en los modos de vida –progresiva especialización del trabajo, automatización de la industria, asimetrías económicas tras el vuelco de las grandes guerras mundiales– las certezas pétreas de la figura humana se tambalean y caen.
Existieron precedentes cercanos, como la obra de Germán Cabrera, y búsquedas disímiles pero concomitantes en el tiempo: Pedro César Costa, Mabel Rabellino, María Freire, Salustiano Pintos, entre otros. El trabajo con la chatarra y su imbricación simbólica en los espacios públicos de la urbe pasarán a ser entonces la marca de Octavio. Pero entre sus primeras esculturas, como el bronce Maternidad (1953), emplazado en la ciudad de Yaguarón, y la imponente estructura de hierro Euritmia (1996), del parque de Esculturas del Edificio Libertad, persiste el interés por la forma, por la estructura compositiva. Lo conceptual per se no es del interés de Octavio, ni la dimensión política extraestética. Me refiero a cuestionamientos y reflexiones que exceden a la búsqueda de un orden formal, aunque no se me escapa la importancia que supone el diálogo con el espacio de la ciudad y el impacto social de su obra.
Linda, al igual que Octavio, tuvo inicialmente una formación académica –con Pierre Fossey y Eduardo Vernazza–, pero su caso es diferente. En los dibujos de los años cuarenta, recién llegada de Italia, la práctica del retrato, el paisaje, los desnudos y los bodegones se impone con gran exigencia. Sucede lo mismo con la experiencia del Círculo de Bellas Artes de Buenos Aires y el magisterio del pintor argentino Horacio Butler, antes de entrar en contacto con la Escuela del Sur, de la mano de Uruguay Alpuy y José Gurvich, ya con ideas vanguardistas provenientes del legado torresgarciano. Ese impacto matricial de lo académico perdurará en la fidelidad de Linda hacia la figuración y en la intensidad de su tratamiento dibujístico. La hipótesis que manejamos en exposiciones recientes para explicarnos el singular recorrido de esta artista es que, ya en los primeros años de aprendizaje montevideano, se fijaron a fuego los temas que con el paso del tiempo iría desarrollando con mayor vuelo y carácter. Nos referimos a sus conocidas series Las soledades, Las horas, Madre, La casa, La mesa, entre otras, anticipadas en aquellos primarios ejercicios de dibujo. Si, por un lado, el rigor académico propio de una época fija los temas, su tratamiento refinado será producto no tanto de sus maestros como del contacto con sus colegas pintoras Eva Olivetti, Sofía Sabsay, Hilda López, Elsa Andrada, Angelina de la Quintana. Ellas conforman un círculo estrecho e inquieto de búsquedas expresivas en las que la sensibilidad de todas se nutre mutuamente. Por otro lado, los desplazamientos a los que se ve obligada la artista y los avatares propios de una vida familiar intensa van cargando a su obra de un peso metafísico y de una dimensión política en un sentido amplio del término, en especial en la serie Fugas, en donde recrea objetos como bolsos abandonados o valijas. Así, las ideas en torno a la soledad, las pérdidas, los afectos y la muerte van construyendo una trayectoria única en nuestro medio.
Dos artistas parten de un trasfondo de época similar, desarrollan caminos distintos y los depuran, sosteniendo el paso a través de un siglo de vida. Como si ellos mismos fueran zonas azules, llevan en sus cuerpos la pulsión creativa que los sostiene.
1. I have painted alone, en galería The Americas Collection, Miami, Estados Unidos, octubre-noviembre 2024.
2. Edición bilingüe español-inglés, realizada con el apoyo de Fundación Itaú, Galería Latina, familia Galeano Sussanich, Fundación Ut Unum Sint y Gráfica Mosca, Montevideo, agosto 2024.