El vampiro que no muere - Semanario Brecha
Nosferatu

El vampiro que no muere

Fotograma de la película

Su sola presencia causa un rechazo inmediato. A diferencia de Drácula, no hay a priori nada de atractivo, de elegante o de romántico en la figura del conde Orlok, vinculada con un perfil más animal, más emparentado con los roedores nocturnos que viven en las sombras y que furtivos succionan la sangre de otras bestias. Fue el primer vampiro cinematográfico y su malsana figura estaba libre de los manierismos, los modos y las virtudes de la nobleza. Era conde por linaje, pero su figura encorvada, su mirada ojerosa y sus extremidades deformes y puntiagudas remitían inmediatamente a una pesadilla insondable de bajas pulsiones, de recintos inexpugnables y pútridos a los que no era conveniente mirar ni mucho menos inmiscuirse.

Nosferatu: una sinfonía del horror (1922), dirigida por Friedrich Wilhelm Murnau, es una de las obras fundamentales del cine de terror y de una de las corrientes artísticas más importantes de la historia del cine: el expresionismo alemán. Fue un éxito notable, pero, al ser una adaptación no autorizada de la novela Drácula de Bram Stoker, los nombres de los personajes y otros detalles fueron cambiados para evitar problemas legales. De todas formas, la viuda del escritor denunció a los productores, ganó el caso y fue ordenada la destrucción de todas las copias existentes. Por fortuna, algunas sobrevivieron y la película se convirtió en un clásico.

Pasaría una década más para que apareciese Drácula (1931), dirigida por Tod Browning e interpretada por Bela Lugosi. Fue la primera adaptación oficial, basada en la obra de teatro homónima, que a su vez se inspiró en la novela. Esto permitió que se trabajara con los nombres y las tramas originales. Aquí fue que se popularizó una versión más comercial y seductora; el vampiro pasó a ser un símbolo de erotismo, de poder aristocrático. Su influjo perverso exigía un sometimiento carnal que era en cierto sentido hasta deseable. Desde entonces, muchísima agua pasó por debajo del puente y las diferentes versiones fueron alimentando y enriqueciendo el mito. Pero no fue hasta 1979 que otro alemán, Werner Herzog, reversionara la película de Murnau con su Nosferatu, fantasma de la noche.

A Herzog siempre le gustó jugar con fuego y colocó a su actor fetiche, el desquiciado Klaus Kinski, en el protagónico, aportándole al vampiro una carga de autenticidad y tragedia, y pasó a ser una representación de la decadencia, la soledad y la desesperanza de la condición humana.

Innumerables condes Drácula nutrieron el universo cinematográfico, de procedencias de lo más variadas (incluyendo protagonistas hispanos, negros o turcos), hasta que el personaje se vio agotado definitivamente sobre los años dos mil –quizá la serie de Crepúsculo acabaría clavándole definitivamente la estaca a la moda del vampiro «romántico»–. Pero cierto es que cabe la diferenciación y que las versiones dracúleas invocan a un vampiro seductor, mientras que la apuesta por Nosferatu se asocia con la alcantarilla, con el sepulcro más rancio. De esta manera deberían entenderse esta nueva película y la decisión de adherirse a esta forma de lectura del clásico, en oposición a propuestas vampíricas más comerciales.

El director Robert Eggers es una de las grandes revelaciones del cine de terror de los últimos años, y desde su primera película, La bruja (2015), se imponía como un cineasta fuera de serie. Y solo hacía falta ver unos minutos de metraje para notarlo: la precisión histórica en la recreación de la Nueva Inglaterra del siglo XVII incluía el destierro de una familia por parte de una colonia puritana, con veredictos copiados al pie de la letra de los registros históricos, logrando una autenticidad como pocos cineastas se atreven. Esta obsesión por el detalle no se limitó al diálogo, sino que se extendió a los escenarios, a una iluminación interior hecha solo con velas y a un vestuario en que solo se empleó lana, lino y cáñamo. Con todo esto, Eggers logró lo que sería su marca autoral: una construcción envolvente, atmosférica y aterradora, que se repetiría en sus siguientes obras, El faro (2019) y El hombre del norte (2022).

Nosferatu es un proyecto al que Eggers se abocó durante años y que debió dilatar en varias ocasiones, y tanto en lo estético como en lo temático parece una culminación en la que se vuelcan todas sus obsesiones: la exploración de atmósferas opresivas que trascienden tiempo y espacio, los conflictos entre lo humano y lo monstruoso, una maldición individual que acaba pesando sobre el colectivo. Fiel a su puntillismo, el cineasta tomó la decisión de que algunos tramos de la película fuesen hablados en dacio, lengua muerta de la antigua Dacia (actual Rumania). Otras curiosidades atípicas tienen que ver con la prescindencia de efectos digitales para escenas sumamente difíciles de lograr; llegó a filmar a bordo de una goleta en mar abierto y se utilizaron más de 2 mil ratas reales para la escena de la plaga.

Esta nueva Nosferatu es una fiesta cinematográfica: una fotografía de fuertes contrastes remite directamente al expresionismo alemán, pero propone asimismo imágenes sombrías en las cuales la simetría y el equilibrio cromático –principalmente colores azules y naranjas– se conjugan alternando vida y muerte y sus pulsiones respectivas. Los juegos de sombras remiten directamente a la Nosferatu original, pero en la misma medida a la excelente Drácula, de Bram Stoker (1992), dirigida por Francis Ford Coppola. El trabajo sonoro incluye un uso aumentado de la respiración, que suele convertirse en gruñidos o graznidos animales. Se utilizaron instrumentos de época para buena parte de una banda sonora que marca el ritmo y recarga el suspenso en momentos fundamentales, lo que agrega además una nota melancólica al planteo general. Pero lo que mejor demuestra el conocimiento del medio y la sabiduría de Eggers es el uso de los silencios: tomas largas con silencios sepulcrales –a veces incluso en completa oscuridad– potencian la tensión en secuencias específicas.

También hay algo de gore; una suerte de «exorcismo»; animales y niños que no corren la mejor de las suertes. Pero quizá la diferencia fundamental con respecto a las Nosferatu previas es la carga de poder que, desde el libreto, se le quiso dar a la víctima Ellen Hutter. Este detalle aporta a la historia un giro interesante: en el pasado, cuando Ellen era una muchacha muy joven y desesperada por compañía, tuvo un vínculo enfermizo con el conde Orlok, quien le dejó secuelas permanentes de delirios y terribles pesadillas que la aquejan aún hoy. La historia parece referir entonces a una relación violenta o de dependencia casi parasitaria, y a las consecuencias que este tipo de vínculos suelen dejar en las personas. Ellen padece una herida permanente, pero al mismo tiempo es la única que parece tener el poder y el conocimiento necesarios para exterminar a Orlok. Esta película nos recuerda que, tanto en el cine como en la vida, la oscuridad más aterradora es aquella que se conoce de cerca. 

1. La palabra nosferatu se popularizó en Occidente como sinónimo de «vampiro». Aunque su etimología es incierta, algunos creen que deriva de un término rumano o eslavo relacionado con los no muertos (nesuferit o nesuferitu, que significa «portador de plagas» o «intolerable»).

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