Los evaporados – Semanario Brecha
Johatsu: Into Thin Air, de Andreas Hartmann y Arata Mori

Los evaporados

Este documental, una coproducción entre Alemania y Japón, formula en voz baja una vieja pregunta: ¿podemos desaparecer dentro de nuestra propia vida?

Difusión

No mires atrás. Los night movers te esperan con el coche en marcha, a 20 o 30 metros de la puerta de tu casa. Tienen un nombre nuevo para vos. Un barrio, un trabajo para ir zafando. «Cada año, alrededor de 80 mil personas son reportadas como desaparecidas en Japón», dice el documental, en el comienzo. «La mayoría son encontradas o regresan a casa, pero miles simplemente desaparecen. Se los conoce como johatsu: los evaporados.» Ahí viene uno. Lleva un par de bolsas de plástico en la mano temblorosa y una gorra enterrada hasta las cejas. Al día siguiente, su casa parece una de las ruinas hogareñas de Pompeya: el café servido, la cama sin hacer, el canasto con la ropa sucia. La diferencia es que, ahí donde había un cuerpo, hay un vacío. Ahora es un fantasma. No solo en la vida de su familia, sino también en la suya.

Estrenado a fines del año pasado, el documental Johatsu: Into Thin Air formula una serie de preguntas en voz muy baja. Casi susurrada. Son llamadas telefónicas desde números sin registrar. Conversaciones oídas al pasar, en una mesa vecina del café. Después de haberlo formulado mil veces adentro de su propia cabeza, alguien finalmente lo dice en voz alta: quiero desaparecer. A lo mejor lo escribe en Google y después borra el historial. Una tarde, sentado en un banco del parque, se lo comenta a un desconocido. La discreción japonesa es absoluta. Entonces, ¿cómo es que un cineasta alemán logró interceptar todos esos mensajes cifrados de punta a punta?

Hace poco más de una década, Andreas Hartmann viajó a Japón para hacer una residencia como artista y cursar un posgrado en cine documental. El tipo no largaba nunca su cámara. Siguiendo la pista de Kei, un muchacho de 22 años que había decidido vivir como un homeless con su mochila del Ejército estadounidense, Hartmann se deslizó casi involuntariamente hacia el otro lado del Sol Naciente. Alcantarillas. Bares de mala muerte. Bosquecitos mugrientos a la vera de los puentes, en los que es más fácil agarrar una neumonía que una liebre. Eventualmente, el director se metió en Nishinari: un distrito de Osaka que se hizo célebre como agujero negro de su sociedad.

¿Qué hay en Nishinari? Pensiones por tres dólares la noche. Trabajo sin papeles. Bicicletas. Televisores en la plaza. Viejos jugando al shogi. Botellitas vacías de sake. Personas que escaparon de sus vidas por la puerta de atrás y ahora tienen en su corazón un agujero del tamaño de una camioneta. «Cuando estaba en el barrio escuché por primera vez sobre la existencia de los night movers: pequeñas empresas que ayudan a la gente a desaparecer», dice Hartmann. «En ese momento me decidí a hacer esta película y llamé a mi colega Arata Mori para que fuera mi socio.»

De acuerdo a las cifras oficiales del gobierno japonés, el número de desaparecidos viene en ascenso desde hace unos 40 años. Es una epidemia silenciosa y transversal que hunde sus raíces en dos tierras al mismo tiempo: el sentido japonés de la vergüenza (y su contracara: el honor) y el triunfo cultural del capitalismo. Ahí, adentro de ese átomo de dos piezas, circulan corrientes del día o del mes o del año o de la década, como la migración masiva de jóvenes hacia las grandes ciudades durante los sesenta o el estallido de la burbuja inmobiliaria de 2008.

Ahora, ¿cómo se hace para meterse adentro de un asunto cuyo quid es el anonimato? Hartmann y Mori, que no comen precisamente vidrio, se mezclaron en el gentío de Nishinari. Entre rotos, abandonados y meros desclasados, tenían que encontrar a los evaporados. ¿Cómo se los reconoce? A juzgar por el documental, tienen un tipo de ansiedad característico. Vean. Andan en bicicleta a velocidad crucero para juntar chatarra y venderla por peso, pero aprietan los dientes para que el día se termine un poco más rápido. Si hay baile, no bailan: están demasiado inquietos. Aunque pueden darse a la bebida, los evaporados no tiraron la toalla.

Los directores conocieron a tres o cuatro. Un tipo que heredó la empresa de la familia y la llevó a la bancarrota. Otro que, mientras trabajaba para la Yakuza, pidió una guita que no pudo devolver. Una pareja que firmó contratos leoninos y ahora es parte del personal invisible de un hotel. «Acordamos con los protagonistas que la película nunca sería oficialmente lanzada en Japón», dice Hartmann. «Así que no va a estar disponible en la televisión japonesa, en sus cines o en las plataformas locales de streaming. Solo bajo esa condición, los protagonistas decidieron participar. Varios, incluso, nos dijeron que la única razón por la que se involucraron con el documental era porque nosotros éramos un equipo extranjero: yo soy alemán, pero incluso Arata dejó el país hace unos 15 años. Para muchos johatsu, era su oportunidad de hablar por primera vez.»

Los directores fueron río arriba y escucharon un nombre: Saita. La señora Saita. ¿Quién era Saita? Por empezar, la dueña de la pyme que había sacado a todos esos desesperados de sus aprietos. La night mover. La mujer que dejaba el auto en marcha a una cuadra de la casa y después borraba las huellas. Pronto, los directores descubrieron que algunos de los johatsu incluso estaban trabajando para ella. Que formaban una red de supervivencia cuyo centro era Saita. Tomaron mil recaudos y ofrecieron mil garantías hasta que, finalmente, lograron sentarse a conversar. Ahí está Saita. Sentada en el asiento del conductor de su camioneta utilitaria. Dándoles órdenes a los empleados que limpian una casa o cantando a regañadientes en un karaoke. Es una mujer dura. Guarda el secreto de todos los evaporados, pero te cuenta el suyo a la primera de cambio. «¿Tienen alguna pregunta más?», dice. «Aprovechen ahora: mi corazón está abierto.»

Afectos humanos

En el año 2017, M. John Harrison publicó un volumen de cuentos titulado Deberías venir conmigo ahora. En las librerías del Río de la Plata, pueden conseguirlo en la edición de Interzona, con traducción de Tomás Downey. Ahí, en el medio de esa colección, hay un relato titulado «El buen detective». El nombre es sencillo, pero la sinopsis es extraña: un tipo se dedica a buscar personas desaparecidas, pero discrimina a sus clientes según las razones de la huida. Alguien que agarró el efectivo de los depósitos de alquiler y se fue a vivir a una ciudad de las Midlands no le interesa en lo más mínimo. El buen detective no busca realmente a las personas. Busca otra cosa.

«Desde los 14 años en adelante, las chicas se escapan de sus casas con más frecuencia que los chicos», dice. «Pero en lo que respecta a los adultos, desaparecen el doble de hombres que mujeres. Los hombres de entre 24 y 30 años son más factibles de desaparecer que cualquier otro grupo. Desaparece más gente del sudeste que de cualquier otra región del Reino Unido. ¿Qué dejaron? Bueno, dejaron sus casas. ¿Adónde fueron? No pueden decírtelo. La gente huye. Se reubican, desaparecen, como ya dijimos. Es una afirmación tanto geográfica como social. Es lo que los hace fáciles de encontrar. El desafío está en los que desaparecen dentro de sus propias vidas.»

El buen detective es, precisamente, otro de los protagonistas de Johatsu. En este caso, se trata de un japonés de camisa blanca y barbijo que parece menos un investigador privado que un gestor de trámites. El detective recorre las calles con su bolsito de cuero y la foto de Kasuki: un muchacho de 26 años que, de acuerdo a los testimonios de sus compañeros, dejó la habitación de su trabajo de un minuto para el otro. ¿Han visto a este muchacho?, pregunta. Mientras tanto, interroga imperceptiblemente a la familia y recorre las autopistas a bordo de su auto. Las tomas aéreas, en tensión con las escenas tipo cinéma verité, son hipnóticas: las luces, el cielo, los colores. Japón ya no luce como el paraíso capitalista de los budistas, sino como todas esas urbes dejadas de la mano de Dios que generan atracción y aprehensión en partes iguales.

Debido a las férreas leyes de privacidad locales, los familiares tropiezan con un obstáculo inmediato: aunque la Policía o el ministerio de seguridad tengan las herramientas para ubicarlo, están obligados a mantener en secreto la localización de una persona, excepto que haya cometido un delito. Por otro lado, algunas familias deciden no radicar ninguna denuncia por vergüenza. «En Japón es mejor morir que vivir con vergüenza», dice el detective. «Pero algunas personas quieren resetear sus vidas en un lugar donde nadie los conozca.»

Para nosotros, aquí en esta parte del planeta, desaparecido tiene una carga radioactiva. Uno no puede manipular esa palabra sin guantes. Desaparecido es un eufemismo. Evaporado, en ese sentido, designa otra expectativa no menos compleja. Ahí donde Famidesa o las Madres de Plaza de Mayo reclaman la aparición e identificación de los restos, los familiares del johatsu esperan silenciosa y casi clandestinamente la aparición del que tiró la bomba de humo. Un desaparecido es un asesinado. Un día, mientras estás calentando la sopa de la cena, un evaporado te puede llamar por teléfono.

Uno de los personajes centrales de la película lleva 37 años fuera de su casa. Repito: 37 años. ¿Qué cosa no prescribe durante ese lapso de tiempo? Una deuda prescribe. Un rencor se desvanece. Una espiralada guirnalda de pensamientos es reemplazada por un presente extático: mucho más difícil de desalojar que una casa. Vean a ese hombre. El tipo recorre las calles angostas de Kamagasaki, la vieja zona industrial de Nishinari, recolectando latas con su bicicleta. Durante una larga temporada, se entregó completamente al juego. A las máquinas, al ruido del jackpot. Luego, lacónico, dice: «Ya no juego». Sus hijos y su mujer están lejos. No sabe qué habrá pasado con sus padres. Con su hermana. No sabe si lo esperan. Duerme en una habitación muy ordenada en la que apenas hay lugar para una colchoneta y sus pocas pertenencias. «Todo lo que tengo ahora es mi vida», dice. «No tengo planes. Ando por aquí y allá, buscando un lugar donde comer y dormir. Vivo al día.»

En uno de los momentos más hermosos de la película, el recolector camina hasta la plaza central de Nishinari. Todos los vecinos se han reunido para celebrar el cumpleaños del más viejo. Por aquí y allá, sutilmente dispuesta entre los enseres, está la mano invisible del Estado o de alguna ONG: un equipo de sonido, un gazebo con comida, un cartel de asistencia médica. El viejo canta una canción que habla sobre recibir a los pájaros que llegan cada primavera y un sacerdote enumera a los cien muertos del último año. «A nadie le importa si tu nombre es falso o verdadero», dice el recolector. «Ni siquiera si cometiste un crimen. No me gusta decirlo, pero Nishinari es un paraíso para mí.»

Promediando la película, algunos de los personajes hacen movimientos largamente postergados. Son escenas delicadas. Intraducibles. Esto no es uno de esos programas onda Gente que busca gente. Acá no hay énfasis. Todo sucede en el fuera de campo y abre una hendidura en el tiempo. ¿Cómo pensás que reaccionarías si, después de 37 años de ausencia, tu hermano se digna a reaparecer? «Es peligroso crear abismos en los afectos humanos», advirtió Nathaniel Hawthorne. «No tanto por su longitud y anchura, sino porque rápidamente se cierran sobre sí mismos.»

Casi 200 años atrás, la revista New-England publicó un cuento de Hawthorne titulado «Wakefield». Si no lo leyeron, es posible que hayan escuchado la historia. Su sinopsis es simple. Sucede en Londres: un tipo le dice a su esposa que se va de viaje durante un fin de semana, alquila una casa a unas pocas cuadras y pasa los siguientes 20 años observando cómo las cosas siguen su curso en su ausencia. «La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya», dice el narrador. «Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba –digámoslo en sentido figurado– a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y, sin embargo, nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros.»

Todo parece indicar que Hawthorne recogió la historia de una revista llamada Gentleman’s Magazine. Allí se contaba la peripecia de Howe, un joven rico y sensato de Londres que, después de siete años de vida matrimonial, una mañana salió de su casa y le envió a su esposa una carta para avisarle que se iba a instalar en Holanda durante tres semanas para resolver unos negocios. Todas mentiras. Howe alquiló un piso no muy lejos de su vieja casa, se compró una peluca y adoptó un nombre falso. Durante los siguientes años vio a su esposa todos los domingos en la iglesia y una vez se presentó disfrazado en su antigua casa. Miró a su alrededor, no se identificó y volvió a salir.

El episodio de Howe está fechado en algún punto del siglo XVIII. Es decir que el arquetipo del evaporado tiene sus orígenes en el amanecer de la era industrial. Nace con el ruido fabril de las ciudades. Con el carbón y la locomotora. Con la ropa de noche y la ropa de día. Como el Hombre de la multitud, de Edgar Allan Poe, el evaporado es una fábula moderna. Sin embargo, a diferencia de Poe, Hawthorne ofrece una moraleja para su relato. «En medio de la aparente confusión de nuestro mundo misterioso», explica, «los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, que, con solo dar un paso a un costado durante un instante, un hombre se expone al pavoroso riesgo de perder su lugar para siempre».

La realidad es un poco más inestable. Sabemos que un día, 17 años después de su desaparición, Howe volvió a entrar por la puerta de su casa como si hubiera salido a comprar cigarrillos. Nunca dijo qué carajos le había pasado. Supongo que no podría explicarlo. «Sobre esta gente hay menos cosas a saber», dice Harrison. «Viven dentro nuestro. Tienen ideas muy simples. No solemos oír sus voces hasta que ya es demasiado tarde.» 

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