Debemos recordar lo que tantas voces, aún hoy, se niegan a mencionar: la cuestión de Palestina no comienza con los gritos del opresor. No comienza el 7 de octubre de 2023. No comienza con los cohetes ni con los gritos repentinamente audibles de quienes, durante años, han hecho la vista gorda. No comienza en la fecha elegida por los poderosos para contar la historia al revés, comenzando por las heridas del opresor y borrando la larga historia de los oprimidos.
Comienza mucho antes: en las calles de Jaffa, vacías de habitantes; en las aldeas desmembradas de Galilea; en los árboles arrancados y los archivos quemados; en los nombres transmitidos como forma de resistencia; en las llaves conservadas que ya no abren ninguna puerta; en las palabras heridas de los exiliados. Comienza en 1948, cuando más de 750 mil palestinos fueron expulsados de sus tierras; con los sobrevivientes de Deir Yassin; los silencios de Líbano; las promesas incumplidas. Y recomienza cada día desde entonces. No en las cifras, sino en los detalles.
Un frasco de mermelada. Una rebanada de pan. Un plato vacío. Laurice Hanna tenía 6 años. En abril de 1948, pasaba la noche con sus abuelos en Haifa cuando la casa familiar fue asaltada por milicias sionistas. A la mañana siguiente, regresó sola. No había nadie. Toda su familia había sido expulsada. En la cocina, todo estaba en su lugar: el frasco de mermelada abierto sobre la mesa, la rebanada de pan a medio comer. Su madre, sin duda, interrumpió apresuradamente el desayuno, pensando que podría regresar. Nunca regresó.
Eso fue la Nakba. No solo exilio, también interrupción. La vida cotidiana destrozada, sin que nadie tuviera tiempo para cerrar un frasco de mermelada. Una infancia sin testigos, un pueblo reducido a lo informe.
Y, sin embargo, en julio de 2025, 15 ministros de Relaciones Exteriores de países que se presentan como guardianes de la ley emitieron una declaración solemne.1 Condenaron enérgicamente el ataque del 7 de octubre, calificándolo de «terrorista» y «antisemita», pero no dijeron ni una palabra sobre la ocupación, la colonización, el bloqueo, el apartheid ni el genocidio en curso en Gaza. Ni una palabra sobre los años de asedio a Gaza, sobre los 60 mil palestinos asesinados desde octubre de 2023, sobre las universidades e iglesias bombardeadas, los periodistas atacados, los cementerios arrasados. Nada sobre los crímenes documentados ni sobre la lentitud cómplice de las instituciones internacionales. Exigen la liberación de los rehenes israelíes –algo que cualquier vida humana justifica–, pero no dicen nada sobre los 10 mil rehenes palestinos [presos en las cárceles israelíes], incluidos cientos de niños. Nada sobre las detenciones administrativas. Nada sobre las leyes militares impuestas a los civiles palestinos. Nada sobre las familias separadas, los juicios exprés, las humillaciones codificadas. Cuando hablan de la creación de un Estado palestino, lo hacen imponiendo una serie de condiciones humillantes: desarme total, reforma escolar, fin de la ayuda a las familias de los presos y promesa de elecciones bajo supervisión extranjera. Un Estado reducido a gestionar su propia impotencia, a firmar su rendición antes siquiera de existir. Un Estado fantasma, sin control sobre sus fronteras, sin soberanía sobre sus cielos, sin continuidad territorial ni autoridad real. Un Estado creado para enterrar la causa, no para encarnarla. Elogian al presidente de la Autoridad Palestina por su «sentido de la responsabilidad», es decir, por su docilidad. Lo felicitan por condenar a Hamás, sin exigir el fin de la ocupación. Les indigna la violencia cuando proviene de los oprimidos y guardan silencio ante el exterminio planificado de un pueblo. Y, al mismo tiempo, exigen la normalización de las relaciones con Israel, un Estado cuyos líderes están siendo procesados por crímenes de guerra, apartheid y genocidio. No proponen un plan de paz. Están organizando un orden poscatástrofe. Un orden que anula la responsabilidad, encubre a los colonizadores y exige a las víctimas guardar silencio para merecer una vida. Su declaración no es un avance diplomático. Es una hoja de ruta para el olvido organizado.
Sin embargo, Palestina no desaparecerá en un párrafo diplomático. Palestina vive en el polvo de los libros quemados. En los nombres grabados en piedra. En las historias de madres que cuentan a sus hijos cosas sobre un país que nunca les permitieron ver. Vive en los callejones de Nablus, en las playas prohibidas de Jaffa, en las canciones que se cantan en voz baja en los campamentos. En el silencio de una nenita que regresa a casa y no encuentra a nadie.
Palestina no pide perdón ni permiso. Ya no necesita reconocimiento diplomático para existir. Exige justicia, retorno y dignidad.
Y no desaparecerá.
Muzna Shihabi es exasesora de la Organización para la Liberación de Palestina, jefa de desarrollo del Centro Árabe de Investigación y Estudios Políticos de París. (Tomado de su blog en Mediapart. Traducción del francés de Daniel Gatti.)
- Se trata de Francia, Canadá, Australia, Andorra, Finlandia, Islandia, Irlanda, Luxemburgo, Malta, Nueva Zelanda, Noruega, Portugal, San Marino, Eslovenia y España, que el 30 de julio lanzaron un «llamado» a reconocer el Estado palestino y lo harán, los que no lo hicieron aún, a partir de setiembre. Reino Unido amenazó con hacerlo si Israel no acepta un alto el fuego en Gaza (N. de T.). ↩︎