Por estos días, he estado releyendo las perspectivas clásicas de Émile Durkheim (1858-1917) sobre el delito y el castigo. Para este referente fundacional de la sociología, la sociedad necesita cohesión y regularidad, es decir, reglamentaciones morales y jurídicas. Cuando eso no se logra, sobreviene la anomia, que, en cualquier caso, es fuente de sufrimiento para los individuos. Diagnosticar y conocer esos tipos de anomia y al mismo tiempo buscar soluciones prácticas fueron los grandes empeños del sociólogo francés.
Un siglo después, nuestras preocupaciones sobre la desintegración social, la falta de controles eficaces y la multiplicación de fenómenos como los delitos y los suicidios –hechos sociales que solo pueden ser explicados por otros hechos sociales– siguen siendo asuntos centrales. Según Durkheim, los crímenes pueden ser definidos a partir de los sentimientos de rechazo que provocan. En reconocida expresión, afirma que un acto no hiere la conciencia común porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la conciencia común. A su vez, lo central del delito es que supone una pena, una reacción pasional, de intensidad variable, que la sociedad ejerce sobre aquellos que han violado reglas de conducta.
Durkheim ha sido reconocido por reivindicar las dimensiones emocionales que generan los distintos procesos de desviación. Sin embargo, también sostiene que la anomia –como fenómeno más general– se desata por los movimientos estructurales que produce la vida económica, dejando al individuo en espacios de incertidumbre o lidiando con sus propios deseos egoístas. Buscar instituciones y mecanismos que regulen, controlen y atemperen estas dinámicas ha sido parte de sus reflexiones. Pero también ha señalado que nada de eso será posible mientras las desigualdades socioeconómicas mantengan los niveles de gravitación que tienen sobre los procesos sociales. Hoy en día, las ideas de Durkheim sobre la anomia, el delito y el castigo tienen un lugar más bien marginal en la criminología. Pero desde una sociología política crítica su pensamiento puede ser fuente de inspiración para encuadrar el presente.

La violencia expresiva, el delito transnacional que se expande al ritmo de la circulación del capital, las racionalidades económicas que definen acciones y conductas –y que neutralizan las regulaciones morales– son algunos rasgos del tema en estos tiempos. Por otro lado, las violencias implosivas y silenciosas, esas que corroen la subjetividad y dañan irremediablemente las vidas, en medio de una sociedad de expectativas, de deseos incontrolados y de sobreexigencias para sostener las trayectorias de las personas, tensionan las relaciones entre los individuos y la sociedad. El peso condicionante de lo social es clave y se muestra en su máxima visibilidad a través de las desigualdades de distinto tipo.
Ninguna de estas realidades se tramita sin disputas morales, sin complejos juegos de reacciones emocionales y afectivas. ¿Qué tipo de solidaridad social es la que emerge en estos tiempos de capitalismo neoliberal? Responder esto supone un programa de investigación que no solo arroje luz sobre la historicidad de las violencias, sino que además preste atención a las reacciones sociales, a los mecanismos de control que se despliegan y a los márgenes políticos para la construcción de proyectos. ¿Es nuestra sociedad actual una combinación de zonas frías de indiferencia moral y espacios candentes de punitivismo y odio? ¿Acaso tienen el mismo origen? ¿Son las dos caras de una misma moneda? ¿Se retroalimentan?
Las violencias se expanden y predomina la percepción de una aguda crisis de autoridad. No estamos tan lejos de las preocupaciones de Durkheim de hace un siglo atrás. Durkheim creía que no hay vida social sin coacciones, solo que esas coacciones hoy en día no pueden ser definidas de manera homogénea y duradera. Aun así, en la actualidad, lo que predominan son las coacciones fácticas. Vivimos en un mundo de controles inéditos, de vigilancias implacables, de regulaciones infinitas, de protocolos y reglamentaciones de la vida social, de evaluaciones permanentes y de grandes fuentes de datos que permiten monitoreos constantes. El propio Estado ha crecido salvajemente en las capacidades de control y regulación. Sin embargo, nada parece suficiente, la inmigración, el delito, las redes criminales internacionales, la evasión fiscal, la corrupción, las economías informales, los riesgos ambientales, etcétera, parecen poner en jaque las capacidades de control y regulación. Las vigilancias se proyectan sobre el consumo, y lo hacen a través de un sistema de gratificaciones, y también sobre la pobreza, en este caso a través del sistema penal y la represión. Los proyectos políticos transformadores y la construcción de espacios de esperanza resultan cada vez más difíciles de imaginar.
***
Pero, también por estos días, he tenido la oportunidad de participar en eventos con militantes de base y hacedores de cultura para intercambiar sobre la angustiante realidad de las cárceles en Uruguay. Militantes territoriales, operadores penitenciarios, defensores públicos, activistas sociales, docentes, profesionales socioeducativos coinciden en las miradas sombrías sobre un sistema que se devora las reformas, que resiste cualquier cambio, que reproduce desde sus claves más arraigadas formas de crueldad y alienación, pero que, sin embargo, en los márgenes y en las profundidades, es receptivo a propuestas que lleven algo de dignidad. Hay pensamiento, hay reflexión, hay proyectos y trayectorias de vida que merecen ser contadas. ¿Cómo hacer una política radical a partir de toda la potencia de estos márgenes? Todos saben que la cárcel no funciona, ni funcionará. Entonces, ¿por qué se sostiene una institución flagrantemente irracional? Tal vez en este punto valga la pena apoyarse en Durkheim.
La cárcel que tenemos hoy en día en nuestro país es el resultado de decisiones políticas que se han tomado en las últimas décadas. Entre los hitos más destacados figuran la Ley de Seguridad Ciudadana (1995), la reforma regresiva al Código del Proceso Penal (2018) y la Ley de Urgente Consideración (2020).
A su vez, la cárcel, en sus rasgos más intolerables en materia de precariedad social, también es un reflejo de la sociedad que tenemos. Pero no es un reflejo pasivo, neutro, sino que sus propias dinámicas son generadoras también de daños sobre el tejido social. Así, la cárcel se sostiene sobre dos pilares fundamentales. Por una parte, para la racionalidad de las políticas de seguridad, sirve para contener y neutralizar transitoriamente el delito. Policías y fiscales necesitan la cárcel para justificar su propia eficacia. Lo que debería decirse con vergüenza se cuenta con orgullo: según los relatos oficiales, el aumento de la población carcelaria es un indicador de la eficiencia. La cárcel sigue siendo un poderoso instrumento político. Por otra parte, también se asienta en razones morales que surgen de las sensibilidades sociales; hay razones culturales, de geografía compleja que la desean, la promueven, la demandan y la justifican. No hay que ir a los extremos más punitivistas para encontrarse con defensas cerradas de la institución. En este contexto, los márgenes de la acción política siempre quedan condicionados y subordinados a la eterna promesa de la reforma de la cárcel.
La cárcel es una institución compleja y temible. Su gestión política y técnica no es una trivialidad. Todos los esfuerzos de humanización, dignificación y apertura tienen que ser apoyados. Pero en algún momento la política tiene que ser capaz de comenzar a torcer algunas tendencias, más allá de los latiguillos sobre los consensos políticos, la necesidad de construir nuevas plazas y de contar con más presupuesto. El punto decisivo que está en juego aquí es cómo reducir la cárcel que tenemos hoy y cómo institucionalizar nuevas formas de sancionar el delito. Y el sentimiento punitivo también tiene que desarmarse desde otros argumentos, otras miradas, otras narrativas de comunicación política. ¿Es posible priorizar acciones de dignificación y trayectorias de vida aleccionadoras en lugar de operativos y signos de fuerza y eficacia? Hay dimensiones decisivas que se dirimen en la conciencia colectiva, en las representaciones sociales, en la opinión pública y en los espacios de construcción de agendas. La política tiene que abrirse a otras evidencias, cambiar los ejes de conversación e incidir sobre la subjetividad social para poder ganar espacio simbólico que permita transformaciones de fondo. Muchas de esas claves están en los márgenes, como la esperanza misma.







