—¿Qué le aportan los estudios sobre las masculinidades a un proyecto de historia feminista? ¿No le preocupa que sigan reafirmando la sobrerrepresentación de los varones en los relatos del pasado?
—Es una buena pregunta y responde a una preocupación legítima, porque lo que no procedería sería considerar la historia de las masculinidades como una vuelta a la historia de los hombres. Eso sería un paso atrás. El primer aporte sería acabar con la idea de que el género es una cosa de mujeres. Incorporar la masculinidad en los estudios de género es hacer hincapié en que el género es un concepto relacional, y que el hombre no es un sujeto neutro, universal, sino que también está afectado por el género. En segundo lugar, no es irrelevante estudiar las masculinidades porque lo que una sociedad considera que “debe ser” un hombre tiene repercusiones directas sobre el trabajo, la familia, la paternidad, la violencia, el espacio público. Tendrá consecuencias profundas en la vida de las mujeres cuál sea el modelo hegemónico o dominante de masculinidad en una sociedad.
—El modelo hegemónico de masculinidad en las sociedades occidentales contemporáneas (varón blanco, de clase media, urbano, heterosexual), ¿está realmente en crisis?
—Es difícil hablar de una única masculinidad hegemónica, porque las relaciones de poder son complejas. Hay muchas masculinidades hegemónicas operando a distintos niveles y según variables de clase, raciales, geográficas, urbanas o rurales. Las masculinidades también incluyen entre sí relaciones de poder, unas dominan sobre otras, unas se presentan como legítimas y otras podríamos llamarlas subordinadas o marginales. Yo creo que sí están en marcha crisis positivas de las masculinidades hegemónicas en la medida en que van acompañadas de unas feminidades que alcanzan mayores cuotas de libertad, autonomía y autoestima. Y que hacen que las sociedades proyecten sobre los hombres otras expectativas, pues es imposible entender los cambios en la masculinidad sin comprender paralelamente los cambios en la feminidad. Pero tampoco tenemos que tener una confianza ilusoria en que todos los cambios que resulten de estas crisis serán irremediablemente mejoras.
—Un ejemplo sería el ascenso de un hombre blanco xenófobo y misógino como Donald Trump en Estados Unidos, con lo que eso implica a nivel mundial. ¿Lo ve como un retroceso, una reacción, un síntoma de la crisis?
—Las elecciones en Estados Unidos permiten muchas lecturas, y una es de género. El modelo de hombre de Trump nos lleva a las cavernas. Es decepcionante que un porcentaje de mujeres estadounidenses lo haya votado. Pero creo que otras muchas mujeres han leído estas elecciones en términos de género, y de no aceptar el modelo de masculinidad que promueve Trump. Es una batalla que está ahí. La batalla en sí misma es un dato que debe tenerse en cuenta, más allá de cómo se saldó, porque creo que Trump no pasó indiferente en términos de género.
—¿Pesó que su contendiente haya sido una mujer? ¿O las razones profundas de su triunfo pasan por otro lado?
—(Hilary) Clinton era una mujer cuestionada desde muchos puntos de vista… Creo que hubo una combinación de desconfianza hacia una figura del establishment con una desconfianza de algunos sectores sobre la capacidad de las mujeres para gobernar un país. No siempre en nuestras democracias están sobre la mesa todas las opciones que cabría tener. El drama es que no hubo una alternativa de izquierdas. Ese fue el verdadero drama.
—¿Los gobiernos de izquierda son siempre una oportunidad para los feminismos o pueden convertirse también en una trampa cuando el Estado los termina cooptando hasta el punto de despotenciarlos?
—Entiendo lo que planteas. Cuando algunas demandas feministas son asumidas por el Estado y se institucionalizan podría pensarse que se le arrebata sentido de existencia al feminismo, y que esto tendría un efecto desactivador o desmovilizador. Pero creo que el feminismo no pierde su razón de existir por esto. Al contrario, nos debería situar en una mejor posición para plantear demandas más profundas, radicales y avanzadas. Los gobiernos de izquierda tienen que verse como situaciones de oportunidad, porque obviamente son más receptivos que los gobiernos de derecha. Y eso debe ser aprovechado. No creo que para el feminismo sea útil pensar que cuanto peor, mejor. Pero sí hay que tomar conciencia de los efectos que produce la institucionalización, pues puede desmovilizar. Para evitar eso hay que mantener siempre la tensión en las calles y en las organizaciones populares y feministas.
—¿Qué riesgos observa en la institucionalización de las luchas feministas?
—Por mi experiencia en España, en relación con el proceso de institucionalización del feminismo durante la transición (a la democracia), he llegado a una conclusión que tal vez pueda ser aplicada a otros contextos, no a todos, lógicamente. Y es la idea de que cuando un movimiento social, o un movimiento feminista en particular, tiene vitalidad, cuando verdaderamente tiene debate interno que se materializa en la práctica y en la lucha concreta, es cuando más se vuelve extremadamente creativo y sofisticado desde el punto de vista de la creación de teoría. Pero cuando esa vitalidad se va perdiendo, también se empobrece la capacidad para generar teoría y pensamiento crítico. Y es entonces cuando la academia ocupa un lugar mayor, porque parcialmente va a estar influenciada por este pensamiento feminista creado en la calle. Incluso integrada por las mismas personas que han sido feministas. Ver más vitalidad en el ámbito académico que en los movimientos sociales me crea una sensación de pesimismo sobre el futuro del feminismo, pues solamente el ámbito académico es insuficiente.
—¿Eso lo está viendo actualmente en España?
—Lo veo ahora en España, aunque también veo cierta revitalización. Pero desde luego que ha habido procesos de “academización” del pensamiento feminista y de institucionalización de la práctica feminista que tienen resultados empobrecedores a largo plazo, tanto de la teoría como de la práctica. En general, cuando la política sólo sucede desde las instituciones genera un efecto empobrecedor.
—¿Qué rol debería asumir el Estado en el sistema educativo en cuanto a cuestiones de género? En Uruguay, por ejemplo, una guía para docentes sobre género y diversidad sexual generó una fuerte reacción de la Iglesia Católica y de referentes políticos y sociales (incluso de izquierda). Argumentaban que atacaba a la familia heterosexual y violaba la laicidad porque se entrometía en la vida privada con una “ideología de género” importada de Estados Unidos.
—La Iglesia Católica siempre ha tenido esta rivalidad de jurisdicción con el Estado, ha reclamado para sí el dominio privado y el terreno de la educación. Esto ha sucedido en España y ha sido grave en Francia. Es una lucha vieja en un nuevo contexto: ahora dicen que la destructora de la familia es la “ideología de género”. Están ahí, otra vez a la carga, para recuperar o no dejar avanzar determinadas políticas estatales en el sistema educativo que son fundamentales para un futuro más igualitario. El Estado tiene una enorme responsabilidad en materia educativa, porque la construcción de las identidades masculinas y femeninas tiene un componente educacional muy importante. Esto debe ser incorporado en el currículo escolar y reflejarse en todos los niveles educativos.
—¿Y con respecto al lenguaje inclusivo?
—Llevado al extremo absoluto podemos caer en un uso del lenguaje torpe, lento, que nos obliga a maniobras que incluso crean rechazo en quienes te están escuchando. Quizás en ciertos momentos se pueden elegir fórmulas que no sean excesivamente pesadas. Pero sí creo que el lenguaje construye realidad. El lenguaje es un instrumento político. Hay términos que debemos eliminar de nuestro lenguaje porque son de fácil sustitución por otros que no tienen efecto de menosprecio o discriminación. Por lo tanto, soy partidaria de que el lenguaje sea lo menos ofensivo posible sin llegar a extremos ridículos, porque cuando se convierte en un cliché pierde todo efecto y operatividad. Pero también creo que el lenguaje políticamente correcto no sustituye a las prácticas políticamente correctas.
—Entre esas prácticas podríamos ubicar a la nueva agenda de derechos (matrimonio igualitario, aborto, identidad de género, adopción monoparental). ¿Hasta dónde socavan realmente las bases del patriarcado?
—Muchos cambios legislativos siempre tienen dos caras: mientras una permite avanzar en igualdad, caso del matrimonio entre gays y lesbianas; la otra reafirma valores normativos o instituciones como el matrimonio. Eso no nos debe llevar a la parálisis, a no protestar, a no reivindicar lo que creemos justo. Por ejemplo, para quien tiene una visión antimilitarista de la sociedad, la incorporación de las mujeres al ejército no es una reivindicación central. Pero se trata de una demanda de derechos, con independencia de que se produzca una reafirmación normativa. A veces merecerá la pena luchar por estas cuestiones, y a veces no; pero exigir derechos siempre me parecerá legítimo.
—¿Cómo ve la tensión entre quienes reivindican la libertad de expresión frente a lo que llaman la “policía del pensamiento” o lo “políticamente correcto” y quienes abogan por limitar la difusión de contenidos misóginos o racistas? Aquí se reavivó ese debate con una telenovela turca que emite un canal privado uruguayo.
—Es un debate de la izquierda que tenemos planteado a nivel internacional. No hay una respuesta absoluta. En principio soy partidaria de la defensa de la libertad de expresión en el sentido más amplio posible, aunque soy consciente de que cuando se tocan límites que afectan el menosprecio o hay un efecto directo sobre la violencia hacia las mujeres puede ser altamente problemático. Depende también del medio de comunicación. No es lo mismo que esto se difunda en una obra de teatro donde irán personas adultas en cierto marco cultural, que ofrecerlo en un canal de televisión abierta donde la audiencia puede incluir a menores de edad y servir como referencia para amplios sectores de la sociedad. En ese sentido sí hay que mirar en detalle dónde, cómo y qué ideas se trasmiten. Pero no creo que se pueda dar una respuesta universal. En España se encarceló este año a dos jóvenes titiriteros que actuaban en una plaza de Madrid con el argumento de que parte de su parlamento enaltecía el terrorismo. Eso es usar lo políticamente correcto como una ley mordaza. Desde la izquierda tenemos que estar atentos a salvaguardar la libertad de expresión, porque lo políticamente correcto también puede ser utilizado como mecanismo de censura.
[notice]El feminismo descolonial
“Los problemas de las mujeres sólo tienen soluciones globales”
—¿Qué implica para usted “descolonizar el género”, en la línea del feminismo descolonial?
—El feminismo se ha enriquecido en la medida en que hemos comprendido que el concepto de mujeres lleva dentro más relaciones de poder que las puramente de género. Eso significa que los problemas de las mujeres pasan también por soluciones que van más allá de la cuestión de género, porque también implican relaciones de clase, raza, geopolíticas y entre países. De modo que los problemas de las mujeres sólo tienen soluciones en términos globales, y en esas luchas el feminismo seguirá teniendo un papel central.
—¿Pero por qué se sigue afirmando sin matiz alguno que la situación de las mujeres en los países desarrollados es mejor que nunca? Basta reparar en la situación de miles de mujeres migrantes en Europa empleadas en trabajos precarios para advertir que es un enunciado que sigue reparando básicamente en las mujeres blancas de clase media para arriba.
—Es difícil dar una respuesta global a una realidad compleja. Algunas mujeres están mejor, otras no. La crisis económica ha profundizado la feminización de la pobreza y ha internacionalizado la división del trabajo en términos de género. Parte de la cobertura social y de los cuidados que corrían a cargo de los estados de bienestar (guarderías, residencias, cuidados de enfermos) han sido recortados y pasaron a ser sustituidos por una mano de obra inmigrante, mal paga y fundamentalmente femenina. Ahí está claro que hablar de mejoras es obviar la realidad de millones de mujeres. El problema es que tendemos a ver siempre una línea de progreso en sentido ascendente. Pero incluso las conquistas se pueden perder, como lo vemos en varios países con respecto al aborto. Debemos mantener la tensión, no sólo para avanzar en derechos sino para mantener lo que se ha conquistado.
—“No al uso forzado del velo, no a la eliminación forzada del velo”, decía una plataforma feminista que rechazaba todo tipo de dominación. ¿Cómo se posiciona usted frente a la polémica del velo en Europa?
—Es un tema difícil, pero nunca la prohibición en términos identitarios o culturales es una salida. Nos tenemos que mover en el terreno de la libertad y la autonomía de las personas para elegir qué tipo de prácticas acompañan su vida cotidiana, sea para vestir de una determinada manera como para tener el derecho a no hacerlo. A veces se usa el feminismo de forma engañosa o con tintes autoritarios. El caso francés es el más lamentable, porque utiliza al feminismo para atentar contra la libertad de las mujeres a vestirse de una u otra manera. Pero esto no significa que no comprendamos la terrible situación que viven las mujeres en determinados contextos opresivos.
—¿La democracia y el secularismo (separación del Estado y la Iglesia) son las mejores garantías para la igualdad de las mujeres? ¿O también pueden existir cosmovisiones religiosas favorables a la emancipación de las mujeres? Eso se pregunta la teórica feminista Joan Scott.
—Estoy de acuerdo con Scott. Ni la democracia liberal ni el secularismo son garantía absoluta de libertad e igualdad para las mujeres. El secularismo puede ser usado como un mecanismo autoritario de silenciamiento o represión de algunas mujeres. Y la democracia liberal tiene sus límites, por eso me parece importante que reivindiquemos otro concepto de democracia que realmente avance en términos de libertad e igualdad.
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Sexo y género
“La ciencia obliga a respetar el binarismo sexual”
—El feminismo de los setenta y ochenta distinguió al sexo como lo biológico (inmutable) y al género como una construcción cultural (mutable).Pero teóricas feministas como Judith Butler han insistido desde los noventa en que tampoco el sexo es inmutable, sino que al igual que el género es una categoría que está investida políticamente y construida socialmente por discursos y prácticas que han variado en el tiempo. ¿Comparte esa lectura?
—Sí, comparto la lectura de Butler. Ha servido para nombrar y legitimar, no sólo en el terreno académico sino también en lo político, un enfoque que necesitaba ser nombrado.
—¿Por qué cree que sigue primando la distinción esencialista e inmutable del sexo?
—Porque llevamos varios siglos de naturalización de la diferencia sexual. Se ha convertido en parte de nuestra identidad más íntima. Cuanto más naturalizada está una identidad más difícil es comprender que está construida. Cuando nos volvemos vegetarianos, por ejemplo, tenemos más capacidad para comprender que eso es una construcción, y que hay de por medio una serie de elecciones intelectuales detrás. Pero cuando nos viene dado como algo totalmente natural es mucho más difícil comprenderlo como una construcción.
—En Médicos, donjuanes y mujeres modernas usted estudió cómo el discurso médico produjo nuevas imágenes de masculinidad y feminidad basadas en principios biologicistas del sexo. ¿De qué manera la medicina sigue operando en esos términos para legitimar la diferencia sexual?
—De forma definitiva. La legitimidad del pensamiento científico es enorme, y sigue teniendo este efecto de naturalización de la diferencia sexual. Lo curioso es que el discurso médico es cada vez más flexible al cambio de los cuerpos, pero más inflexible al cambio de los géneros. La ciencia avanza para hacer encajar los cuerpos en una identidad, una biología, unos órganos. Pero es inflexible con los géneros. Cuando no se produce la identificación del cuerpo con el género, si no cambia el género hay que cambiar el cuerpo, pues la identificación tiene que producirse. De lo contrario, se asume como una patología con términos como la disforia de género. (La ciencia) considera una enfermedad tanto que la identidad no corresponda a los atributos corporales como que desde una identidad no se tenga una inclinación hacia un género u otro. La ciencia, digamos, obliga a respetar el binarismo sexual. No sé si esto se está reforzando, porque también veo líneas de fisura con movimientos y gentes que teorizan y protestan por una mayor apertura, pero para la ideología dominante este discurso médico sigue siendo una verdad absoluta.
—¿Qué perspectivas le ve a la teoría queer en esto de ampliar la politización de todas las relaciones de dominación, incluso problematizando el trabajo académico y la dimensión política de la producción de conocimiento?
—Aquí me surge la duda de si tenemos claridad de cuál es la dimensión más política y práctica de futuro de la teoría queer. Ha sido un avance tremendo en términos teóricos, filosóficos, políticos. Y se puede seguir profundizando, pero no se debe perder la tensión de creación de nuevas políticas en lo más práctico. Es ahí donde yo tengo falta de claridad sobre cómo puede avanzar, y enriqueciéndose. No es que sea pesimista, sino que me falta claridad de por dónde puede ir esta tensión crítica y esta capacidad de lo queer para romper moldes.
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Señas
Nerea Aresti es doctora por la State University de Nueva York y por la Universidad del País Vasco. Especialista en la historia de género, editora de la revista Ayer y vicepresidenta de la Asociación Española de Historia e Investigación de las Mujeres.
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