El público cinéfilo y los críticos señalan que el doblaje atenta contra la experiencia completa del visionado de una película, echando por tierra, entre otras cosas, el trabajo vocal de los actores e incrementando al mismo tiempo la desidia por la lectura entre los espectadores. Un buen desarrollo de esta postura, expresada recientemente en un manifiesto por la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay (Accu), puede leerse en una reciente contratapa de Brecha.1 Los distribuidores y ejecutivos de las grandes compañías, por su parte, aseguran que el aumento progresivo de las funciones dobladas frente a las subtituladas responde a un pedido del público. Esta cuestión pone en evidencia una grieta sociocultural que excede al propio cine, a las distribuidoras, a los empresarios, a los críticos, al público que aparentemente no quiere leer y al que sí quiere hacerlo. Estos son efectos colaterales de un desbarranque generalizado. La dicotomía es evidente: unos abogan por la conservación de ciertos valores artísticos y culturales (subtítulos), mientras que otros leen este quiebre en términos mercantiles (doblaje). Los primeros creen en el cine como una forma de arte que comprende en su naturaleza la idea de formar al público; los segundos ven en el cine una plataforma comercial. Hablan dos idiomas distintos y están condenados a un malentendido eterno. Esa dicotomía está en la naturaleza misma del cine, un arte –el único, de hecho– que para su ejecución requiere una industria o al menos un mínimo de capital. El problema es cuando esa tensión propia del cine se desbalancea, hoy más que nunca, hacia la prevalencia de lo industrial por sobre lo artístico. La lucha contra el doblaje es en el fondo una batalla casi perdida dentro de una guerra también casi perdida que tiene que ver con la desprogramación cultural digitada desde la industria y en la que el cine es sólo una trinchera de tantas.
El problema de fondo en la cartelera comercial uruguaya no es la proliferación de películas dobladas al español, sino más bien la proliferación de películas de escaso o nulo relieve cinematográfico. Lo grave no es que una película como Geo-tormenta esté doblada al español en casi todas las salas del país; lo grave es el solo hecho de que esté en casi todas las salas del país. A la preocupación de que el público pierda del todo el hábito de la lectura debería sumarse una anterior y tan perturbadora como esa: que el público se esté acostumbrando a un cine tan pobre en términos de lenguaje, narrativa e incluso simple entretenimiento. La cuestión sigue siendo la misma: ¿es el público el que pide ver películas de una chatura cinematográfica atroz o son las distribuidoras las que lo acostumbraron a eso? En una reciente nota publicada por La Diaria, el director ejecutivo de Movie, Francisco Armas, resumió en una frase la postura de ciertos distribuidores: “Claramente hay una tendencia y nosotros no podemos dejar de ver lo que pide el mercado”. En esa suerte de ceguera al revés que sólo les permite ver “lo que pide el mercado”, no importa si barren con cualquier pretensión mínima de formar al público o incluso si contribuyen a ahondar una grieta sociocultural ya de por sí enorme. Después de todo son empresarios y nada les impide explotar la decadencia social en clave mercantil. Aunque es difícil no pensar en la imagen del portero de un edificio en llamas que se queda de brazos cruzados alegando que son los bomberos los encargados de apagar el fuego y que su función consiste solamente en abrir y cerrar la puerta. No es a ellos, los caballos de tiro con la visión siempre apuntando al frente, a quienes hay que pedirles respuestas, sencillamente porque no las tienen. Van a seguir repitiendo en loop las mismas frases que tienen asignadas por defecto, incluso si se les pregunta algo como qué pasaría si al público le dieran otras opciones en lugar de siempre la misma. Tal vez no sea tanto una preferencia como una imposición. Hay otros, muy lejos, que mueven las riendas y dirigen la estampida.
Es en la cartelera de los shoppings donde está puesto el foco de discusión sobre los doblajes, con el de Nuevocentro como caso paradigmático, donde prácticamente todas las funciones de películas originalmente no habladas en español van en funciones dobladas. Esto responde a una dudosa segmentación –básicamente: el público del extrarradio no quiere leer– que no sólo se refleja en el hecho de los doblajes sino también en la programación en sí misma, conformada casi en su totalidad por superproducciones hollywoodenses –sagas de robots, superhéroes y carreras, comedias ligeras y alguna película infantil–. Es decir: la programación de los grandes conglomerados de salas de nuestro país no está destinada a un público cinéfilo –mucho menos de ávidos lectores– sino a un público que va al cine más por la salida –el pop, el refresco, el encuentro– que por la película en sí misma. Ese cine –llamémosle así, de momento, para no entrar en otra cuestión– existe por y para ese tipo de público, de la misma forma que la comida chatarra existe por y para cierto tipo de consumidor. Así como un habitué de McDonald’s no va a pedirle al empleado del mes que su hamburguesa venga con pocas calorías y en lo posible sin recalentar, el espectador promedio de este tipo de películas probablemente no va a pedir que la función sea subtitulada, o al menos no va a encontrar relevante este detalle. Entonces la discusión sobre si ese tipo de películas debería o no tener subtítulos queda opacada por otra más grave y anterior que nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué las salas están repletas de este tipo de cine pensado ya no como arte, ni siquiera como entretenimiento, sino como tragamonedas? Y otra peor: ¿por qué este tipo de cine tan miserable con el espectador es un éxito? En la misma nota publicada por La Diaria, el director del Instituto del Cine y Audiovisual de Uruguay (Icau), Martín Papich, dijo que el tema del doblaje no estaba entre las cuestiones primordiales de su gestión, centrada ante todo en el cine de producción nacional y su vínculo con el público. Una idea preocupante, desde ya, porque si el público local se acostumbra al cine como industria vacía de contenido, hipertrófica en dólares y abundante en pirotecnia –todo lo que representan los “tanques” de Hollywood que van a la cabeza en los doblajes y frente a los cuales la ínfima industria uruguaya jamás podrá competir–, el cine de producción nacional va a volverse cada vez menos popular. Ya está pasando. Si el cine uruguayo tiene algún futuro, ese futuro empieza por la formación de un público que pueda poner en la balanza lo artístico y lo comercial para rescatar lo primero. Porque si es por lo segundo, como está pasando, seguirán reinando los tanques de Hollywood mientras las producciones nacionales pasan una semana en cartel sin pena ni gloria.
En todo esto, al final, el doblaje o no es una cuestión anecdótica, parasitaria de la anterior, una consecuencia –nunca una causa– del auge de una industria empecinada en crear productos estupidizantes en cadena que se parecen al cine y no lo son, artefactos cuyo fin último no es artístico sino estrictamente comercial. La cruzada de los críticos –que antes de oponerse al doblaje busca, o debería buscar, un reparto equitativo entre funciones dobladas y funciones subtituladas, al menos para que el argumento de que “el público lo pide” caiga por su propio peso– no ataca ni de cerca el problema pero al menos pretende que no se ramifique hasta niveles extremos. Pero lucha contra un entorno que, como vimos, se hunde en la desidia, la conveniencia o la simple inoperancia, y un Estado que ejecuta campañas en favor de la alfabetización mientras hace la vista gorda sobre este asunto.
Tal vez llegue un día en el que la última película de los hermanos Dardenne aparezca doblada al español en todas sus funciones. Por el momento no ocurre porque aún quedan unas pocas distribuidoras independientes que todavía apuestan por las marcas de autor y que entienden que su público reaccionaría contra eso. Pero del otro lado son muy pocos los que están preocupados por si Vin Diesel, en la decimonovena entrega de Rápidos y furiosos, dice “maldito bastardo” en un afectado español neutro, porque a muy pocos les importa lo que dicen los personajes en ese tipo de películas.
- La nota, firmada por Diego Faraone, se titula “Cada vez más brutos”, y se encuentra en Brecha, 27-X-17.