En una decisión esperada, el Supremo Tribunal Federal de Brasil rechazó el pedido de hábeas corpus interpuesto por los abogados de Luiz Inácio Lula da Silva tras haber sido condenado por dos instancias judiciales primero a nueve y luego a 12 años de prisión.
En las largas horas de debates televisados –una particularidad de la corte brasileña– se mezclaron diversos tipos de argumentaciones jurídicas, históricas y políticas, y predominó la decisión de mantener la jurisprudencia de 2006. El carácter público de la reunión obligó a los jueces a argumentar en favor y en contra del recurso de Lula. Presunción de inocencia e impunidad fueron los polos entre los cuales debía decidirse si Lula tendría que ir a prisión de manera más o menos inminente.
No obstante, como quedó reflejado en las propias intervenciones, la decisión del tribunal operó en un ambiente crispado, plagado de presiones, y en el marco de un peligroso desplazamiento de la política brasileña hacia la injerencia pública y descarada de los militares. El propio jefe del Ejército, general Eduardo Villas Bôas, declaró desde Twitter, con intenciones poco veladas, que la institución “repudia la impunidad y respeta la Constitución, la paz social y la democracia”. Un mensaje claramente intimidatorio. “¡Estamos juntos en las trincheras! ¡Pensamos igual! ¡Brasil por encima de todo!”, se sumó con entusiasmo el general Antonio Miotto.
Con Lula a la cabeza de todas las encuestas, con alrededor de 37 por ciento de intención de voto, el juzgamiento del ex presidente hace tiempo que es percibido por sus seguidores como un intento certero de proscripción. Y aun más: como una venganza de las elites contra el presidente obrero nacido en el nordeste pobre de Brasil y más tarde sindicalista combativo en el Abc paulista, que sacó a millones de compatriotas de la pobreza y les abrió camino a un ascenso social material y simbólico. Así, la foto de Lula detenido bajo la dictadura tomó un nuevo cuerpo como prueba de la persecución permanente contra él. Y en la región la mayor parte de la izquierda inscribe todo este proceso judicial en la lucha entre el pueblo y las oligarquías.
En verdad es difícil sostener esa imagen a secas. Lula y el Partido de los Trabajadores (PT) establecieron, desde el Planalto, diversos tipos de relaciones, no siempre claras, con el empresariado brasileño, y sus políticas contribuyeron a la expansión de varias “translatinas”, como la hoy cuestionada Odebrecht, además de frigoríficos como Jbs. También el PT quedó enredado en sus acuerdos con la vieja política, que no pudo reformar. La actual situación judicial de Lula no puede ocultar la historia de esos años –los esfuerzos “neodesarrollistas” de un hiperpragmático PT y sus vínculos con la burguesía brasileña–, y por eso no resulta tan fácil construir el entronque del Lula actual con el líder obrero de antaño, como ocurrió con Dilma Rousseff, quien en medio de su destitución ya no era la tecnócrata posizquierdista que entregaba el Ministerio de Economía a los neoliberales, sino la guerrillera de lentes gruesos fichada por la dictadura.
Pero si este Lula reconstruido por parte de la izquierda y por él mismo resulta poco realista –y en efecto el PT fue atravesado por diversos escándalos de corrupción–, no es menos cierto que el antilulismo constituye el vector para poderosas fuerzas desigualitarias y reaccionarias que marcan la historia brasileña y están muy activas en la actualidad. Es notable que la muy moderada experiencia petista sea hoy leída como “comunista” o como “dictadura sindical” en el marco de un antiplebeyismo a flor de piel, sumado al racismo y el clasismo de gran parte de las elites brasileñas. En verdad, la operación Lava Jato hizo caer a varias figuras otrora poderosas, como el propio Eduardo Cunha –artífice del golpe parlamentario contra Rousseff– o el empresario Marcelo Odebrecht, y no puede reducirse a una guerra anti-PT. Pero no es menos cierto que la venganza de clase está latente en los imaginarios creados alrededor de la lucha contra el lulismo como fenómeno político-social.
El caso brasileño muestra que la lucha contra la corrupción puede ir acompañada por un fuerte deterioro democrático e institucional. El asesinato de la concejala Marielle Franco; la corrupción descarada, que va desde el presidente Michel Temer hasta la mayor parte de los diputados, pasando por gobernadores y funcionarios de todo tipo y nivel; la ampliación de los grados de libertad para defender públicamente a la dictadura militar, y la transformación de la delación premiada en una especie de mercado persa en el que se regatea información por beneficios en las condenas de manera poco transparente vienen encendiendo varias luces de alerta sobre la desdemocratización del país.
Frente a este tipo de escenarios, parte de la izquierda nacional-popular –especialmente en Argentina– usa el término “honestismo” (que en verdad fue creado por Martín Caparrós en Argentinismos para referirse a la forma superficial en que se criticaba al menemismo sin poner en cuestión el modelo económico-social). Con este término se hace mención a los discursos anticorrupción que, por su veta antipolítica, terminan encumbrando a empresarios o poderosos que, a la postre, acaban por defender a los ricos y no mejoran ni la república ni la decencia pública (como el propio Temer o Mauricio Macri). En Italia, ese “justicialismo” del Mani Pulite terminó por destruir a los partidos tradicionales, que convivían con la mafia, y llevó a la primera magistratura a… Silvio Berlusconi. Hay, sin duda, un núcleo de verdad en la crítica a una versión despolitizada de la lucha anticorrupción, que incluye ingenuas visiones de que sin corrupción habría más desarrollo o de que “los pobres vivirían mejor”. Es claro que hay desarrollo cuando hay políticas de desarrollo, que algunos países se desarrollaron con corrupción (Corea del Sur) y que “dejar de robar” no construye mágicamente cloacas para los suburbios populares latinoamericanos. Pero no es menos cierto que la izquierda antihonestista (no Caparrós) suele sobreexpandir estos núcleos de verdad hasta renunciar a construir una nueva ética pública, despreciando a menudo –al punto de no poder ver– las demandas sociales genuinas contra la corrupción en la política. El caso más emblemático al respecto es el del kirchnerismo en Argentina, que terminó casi neutralizado por una forma de financiamiento de la política (y no sólo de la política) muy fácil de judicializar tras perder el poder.
Por otro lado, no es cierto que la lucha contra la corrupción siempre sea “de derecha”. No lo fue en la Argentina de los noventa contra el menemismo, no lo fue más recientemente en Guatemala contra el ultraderechista Otto Pérez Molina, y no lo es hoy en México, donde Andrés Manuel López Obrador usa buenas dosis de “honestismo” en una campaña que puede llevarlo a la presidencia.
“Si me encarcelan me convierto en héroe, si me matan me convierto en mártir y si me dejan libre me vuelvo presidente”, dijo Lula en sus caravanas por Brasil para recuperar la mística política. El escenario político brasileño se vuelve ahora más incierto. Resta por ver qué estrategias despliega el PT más allá de insistir con la candidatura de Lula para mostrarlo proscripto, si el extremista Bolsonaro puede crecer y si emergen presidenciables moderados que aprovechen la vacancia de Lula.
Antes de ser detenido, Lula buscó generar un fuerte hecho político volviendo a su cuna político-sindical: el sindicato metalúrgico del Abc paulista. De ese modo buscó hacer emerger al Lula sindicalista, aún no transformado por el ejercicio del poder y los vínculos con la elite política en lo que la escritora Eliane Brum denominó el fallido proyecto de “conciliación” para aumentar los derechos de los de abajo sin erosionar significativamente a los de arriba.
(Una versión anterior de esta columna fue publicada en Nueva Sociedad.)