La Internacional Socialista al mango, dos maniquíes de bustos de mujeres con cinta adhesiva rodeando sus cabezas, algunas hojas A4 con precios escritos con marcador permanente, y una mandarina. El actor representa una performance de otro artista evocado que no es él. Pero es él quien está en el escenario, desnudo, con una bolsa de nailon en la cabeza, intentando la mímesis de esa pieza que, supuestamente, hacía un gran artista durante los años setenta. Con una impronta performativa y filosófica, Un artista de la muerte propone una potente reflexión sobre la crueldad en los modos de producción de las artes escénicas.
En 2015 Diego Devicenzi, Fernando Hernández y Federico Puig Silva, del grupo Teatro de Arte del Fondo, presentaron en el Cce la instalación performática En el marco de un artista de la muerte: Emilio García Wehbi, Montevideo. La obra tuvo repercusión en diversos medios de prensa por la supuesta llegada del artista argentino, pero el reconocido performer y director nunca estuvo ahí. La obra de teatro Un artista de la muerte es la continuación de la performance, que toma la instalación previa para dialogar y conceptualizar junto al público sobre un proceso creativo que trasciende el espacio natural entendido como escénico, proyectándose hacia el fuera de campo de la ciudad, del pasado, de la sociedad.
Una pequeña mesa, una silla y un proyector: el minimalismo trasunta la austeridad de las espacialidades y requerimientos técnicos en algunas obras performáticas contemporáneas. Un ayudante de escena lleva puesta una remera con la impresión del nombre de la obra: “Un artista de la muerte”, y la palabra staff estampada en la parte trasera. Trae el vestuario: un traje impecable. El actor se viste, interpela al público, maneja una verborragia acompañada de ademanes precisos y verbaliza preguntas sobre el valor del arte, el valor monetario y el valor estético.
Durante la pieza se construye una cartografía irónica de arquetipos reconocibles. Se realiza un mapeo con nombres propios que refieren al patriarcado teatral hegemónico e incuestionable del Río de la Plata, al mundo endogámico de los nichos artísticos y a sus procesos perversos de canonización y legitimación. Aparece la aversión a los ídolos, al totalitarismo estético y al deber ser en el campo del arte.
El monólogo se estructura de forma fragmentada, en segmentos de distintas narraciones, representaciones de anécdotas, la declamación de un poema, algunos chistes racistas que desafían la corrección política y un discurso directo que por momentos tiene un aire a stand up. Un collage de hipervínculos que se concatenan sin respetar el sistema aristotélico, generando un palimpsesto, una serie de capas de escritura que dejan entrever los antecedentes performáticos de la obra –la instalación previa– y sostienen la experiencia presente. La dramaturgia de Un artista de la muerte es un pastiche de reflexiones que coquetea con el arte conceptual e impulsa al público a formar parte de la escritura escénica in situ, a través de juegos de manipulación, la toma de decisiones y la postura crítica.
La pasividad del público se problematiza desde el humor, pero también desde un dolor que invade al actor, y que se cuela en la articulación de las decisiones de estructura dramática, tanto en la narrativa textual como en los tiempos y pausas que establecen la intersección de la actuación, las visuales y el universo sonoro.
La obra propone exactamente lo mismo que critica. Así como el sistema teatral y artístico que impera en la sociedad va cooptando los deseos y los sueños, la necesidad o el placer creativo de quienes desean hacer teatro, no hay otra respuesta final que la angustia. Un artista de la muerte responsabiliza al público, lo provoca para volverlo activo y cuestionador, y le enfrenta un espejo donde se verá frívolo, capaz de empatizar o detestar con violencia. Pero más que nada cumple con el objetivo de seducirlo, de obligarlo a la incomodidad de hacerse preguntas.