El tratamiento de la cultura (concretamente: del arte) a nivel periodístico tiene límites difusos y, como tales, discutibles. Está lo considerado cultural sin lugar a dudas, que incluye análisis-reseña-crítica-difusión de las actividades artísticas en general. Están las reflexiones más amplias (¿hacia dónde va tal o cual disciplina?) y las que analizan los vínculos de lo artístico con el mundo en general.
El arte abarca un conjunto de disciplinas sumamente dispares y es, a la vez, un fenómeno difícil de explicar: basta con pensar en la contradicción de su aparente inutilidad con la difusión absolutamente masiva de su práctica y consumo. Es natural que su relación con la vida cotidiana, con los grandes movimientos de ideas, ocupe un lugar importante en las reflexiones que lo tienen como protagonista. Por un lado, arte es no sólo lo que refleja sino lo que modifica la realidad. Por otro, no suele haber conciencia de esto último. Eso lo hace un blanco perfecto para cualquier intención manipuladora: a través del control del arte se pueden controlar otros aspectos de la vida. Y lo mejor de todo: sin levantar sospechas. Bah, no demasiadas.
Hay una frontera incierta entre los temas que atañen al arte y los que no. Pienso en cosas como la política o la economía, cuya condición de no artísticas nadie discute, pero que de alguna forma influyen y son influidas por el arte, por lo que merecerían ser tenidas en cuenta en las páginas dedicadas a él. Más allá de que algún amante del arte “puro” puede sentirse un poco incómodo cuando esas otras disciplinas salpican la delicada y sutil cristalinidad de su mundo, puede haber gente más práctica que piense “para eso están las páginas de política o actualidad; ¿qué necesidad de hablar acá de esas cosas?”. El problema es que en las páginas de política o actualidad tampoco se habla de ello.
Imaginemos niños a la orilla del mar. Juegan a hacer torres, castillos, fuertes y canales según diseños caprichosos. Al rato pasamos y siguen jugando, pero las construcciones se parecen más entre sí, como si siguieran un diseño. Un tiempo más tarde se parecen tanto que empezamos a elaborar teorías. ¿Habrá algún tipo de plano grabado en sus genes? ¿O será una especie de selección natural, que hace que los castillos que son distintos se destruyan con mayor facilidad? Finalmente descubrimos que los niños tienen unos pequeños auriculares a través de los cuales alguien les repite incesantemente las instrucciones para construir de determinada manera.
En este caso: ¿de qué es interesante hablar? ¿De quién hace el mejor castillo y de las sutiles diferencias de técnicas y terminaciones, o de la voz que los condiciona y las reglas que promueve? Ante la duda decidimos no hablar sino actuar: les sacamos los auriculares y los tiramos al agua. Entonces, de atrás de un médano, un gran parlante empieza a sonar repitiendo las mismas instrucciones. Vamos hacia él, lo destruimos con un hierro que encontramos por ahí, y aparece un policía y nos mete presos. Cuando años después somos liberados volvemos a la playa, pero ya no hay niños jugando sino un puesto de venta de bebidas light atendido por jóvenes que escuchan música por auriculares. Entonces nos despertamos (ah, porque era un sueño) y mientras desayunamos nos tomamos un par de pastillas que programan nuestro cerebro con qué tipo de música escuchar, qué películas hay que ver, nos dejan bien claro que el teatro es anticuado y aburrido y que la pintura y la escultura son disciplinas que practicaban algunos pueblos de la antigüedad. ¡¿Pero cómo?!, ¿no era que nos habíamos despertado? Cierto; pero se ve que era uno de esos sueños que van uno adentro del otro, como las muñecas rusas. Volvemos a despertar, compramos Brecha y nos ponemos a leer esta nota. Sentimos un déjà vu al que restamos importancia. Vamos al trabajo y le comentamos a alguien los raros sueños que tuvimos, y la nota que leímos en la sección esa que habla de… ¿sociedad?, ¿política? No nos acordamos. La persona con la que hablamos es férrea militante de un importante partido político y nos regala unas bases programáticas bonitamente impresas. En la parte dedicada a las políticas culturales dice que se promoverán las actividades artísticas, que se estimularán los centros culturales autogestionados y que se crearán muchas fuentes de trabajo para los creadores, a los que llama, curiosamente, “jóvenes emprendedores”. No entendemos bien esto último y empezamos a sospechar que la pesadilla continúa. Pero no. O sí; depende.
Claro, ustedes dirán: “Pero, loco, me hablás de las teorías conspirativas y me encajás una de las más maquiavélicas”. Bueno, digamos que es un análisis de los que miran para arriba y para los costados, pero estos son mucho más viejos que las teorías conspirativas que hoy circulan por Internet. Es más: podría decirse que la finalidad de esas teorías fantasmas (además de entretener a incautos y lograr clics) es, como pasa con todos los bolazos internéticos, enchastrar la cancha de modo que parezca imposible separar la paja del trigo, de modo que la gente renuncie a pensar en el mundo más allá de su nariz porque “al final, no sabés a quién creerle”.
Dejémonos, por un momento, de relatos con moraleja. Esta manía de control económico-artístico no es caprichosa. La explicación más ortodoxa dice que a todo imperio le conviene uniformizar los gustos y hábitos de sus colonias para venderles a todas lo mismo, lo que él decide que le conviene vender (sin importar si tuvo origen en alguna de esas mismas colonias), por la sencilla razón de que es más barato fabricar muchas cosas iguales que muchas distintas, sean tornillos, pantalones o artistas. No está mal, por supuesto, pero arriesgaría que, en el caso del arte, hay algo más. Al imponer un modelo no sólo venden música, instrumentos, métodos y equipos apropiados para escuchar eso, sino que nos ponen inmediatamente en una situación de subordinación psicológica. Más allá de nuestros gustos personales, sólo aceptamos que algo es realmente bueno cuando logró ser aceptado por el sistema, ganó algún premio por allá, grabó en un estudio del Primer Mundo o un sello importante lo contrató. Eso es tristemente así. Los que hacen bien las cosas son ellos, y a lo máximo que podemos aspirar es a su bendición. Entonces, si bien tal vez se trate de vendernos cosas que a ellos les sale muy barato fabricar, el precio que pagamos es mucho mayor, y es el de nuestra resignación a ser ciudadanos de segunda del mundo, espectadores de la historia, consumidores pasivos, constructores de nada.
No teman: no estoy proponiendo cambiar los gustos que tenemos; sólo reflexionar un poco. Están (estamos) todos autorizados a seguir escuchando las geniales maravillas del jazz o del rock o de la música sinfónica universales de todos los tiempos, así como las basuras (mucho más numerosas) que vienen en los mismos contenedores y con las mismas etiquetas. No se trata de oponer géneros o estilos; tampoco de defender “lo nuestro” contra “lo de afuera”, y ni siquiera “lo malo” contra “lo bueno”. Sólo una cosa nuestra es innegociable: el derecho a decidir de verdad qué nos gusta y qué no y, con ello, cómo queremos vivir, qué queremos comer y por qué cuestiones nos queremos juntar o separar. Por otro lado, limitar los análisis sobre arte al arte mismo nos impide ver muchas cosas que inciden notoriamente en la evolución del objeto que pretendemos entender. Sería algo así como pretender estudiar los caniches y su historia sin tener en cuenta a los demás perros ni asuntos como la evolución, la selección natural y la selección artificial.
Había una vez un reino lejano y antiguo donde, desde la escuela hasta la universidad, se enseñaba a leer, escribir y valorar solamente versos de 11 sílabas. Un día un célebre poeta se rebeló y ¿qué hizo? Escribió un atrevido libro de sonetos en cuyos versos cuestionaba la validez del sistema imperante. En cuidados e inspirados endecasílabos sugería, sin tapujos, que octosílabos y alejandrinos tenían su propio encanto y valor. Su libro tuvo un éxito enorme y pronto muchos poetas jóvenes lo imitaron y comenzaron a escribir sus propios endecasílabos de protesta, en los que exaltaban las virtudes de métricas cada vez más exóticas y desconocidas (uno de los más notorios decía, simplemente: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete”). Cuando el rey se enteró de quién había sido el incitador de tanta protesta mandó a sus guardias a buscarlo y, para sorpresa de todos, lo nombró caballero y poeta oficial del reino. Recientemente, en el aniversario de su muerte, se puso en su tumba una placa recordatoria con la siguiente inscripción: “Descansa aquí un valiente y atrevido/ azote del tirano y del verdugo/ y de una estética que hoy es olvido/ pero que fuera noria y fuera yugo”.