Paul Gauguin (1848-1903) fue uno de los más importantes artistas de fines del siglo XIX en cuanto al cambio de sensibilidades y caminos pictóricos que daría paso, más adelante, a la pintura moderna. Su vida estuvo marcada por desplazamientos sociales y geográficos –de exitoso corredor de bolsa a artista bohemio, de distintos lugares de Francia a Dinamarca, la Martinica, la Polinesia, además de una infancia en Perú que, se asegura, marcó su vocación para siempre–, y por una sostenida evolución en los caminos de su arte, según influencias cercanas o resultado de búsquedas propias. Esta película1 de Edouard Deluc (1970) se concentra en la primera estadía de Gauguin en Tahití entre 1891 y 1893, presentando a un artista de apariencia bastante mayor a lo que el original tenía entonces, aquejado por una escasez que llegaba a la miseria, y con una obsesión persistente por los paisajes y prototipos humanos que aquel entorno le ofrecía. Durante una de sus recorridas solitarias encuentra a una comunidad que lo recibe amistosamente y le ofrece a una de sus jóvenes mujeres como esposa; en la película, una “muchacha en flor” de apariencia veinteañera, en la vida real, según diario del pintor, una apenas adolescente de 13 años.
La película pone su acento en dos asuntos primordiales: el propio Gauguin, dolorosamente interpretado por Vincent Cassel, y el mundo que lo circunda. El Gauguin del filme es un hombre de apariencia enfermiza, de mirada alucinada, en el que la voluntad y la obsesión –por su trabajo, por conservar a su joven esposa– se las arreglan para emerger de los gestos y expresiones de un actor superlativo. No se expresan aquí teorías o definiciones artísticas, ni siquiera por la boca del protagonista. Tan sólo al comienzo, una suerte de preámbulo muestra a un Gauguin airado con el ambiente artístico y cultural de París, exponiendo su deseo de encontrar otros aires –alejados y supuestamente incontaminados– e intentando, sin éxito, que otros artistas lo acompañen en esa búsqueda. Lo que Deluc enseña –no sé si es lo que ha intentado– es la mirada exterior a un hombre en el que la voluntad de trabajo, la obsesión creativa, recorre como una corriente eléctrica a un físico disminuido instalado en un ambiente de notoria precariedad, y prendido a la fresca belleza de su modelo preferida, la joven esposa Tahura. Así nacieron, apunta el filme en sus escenas, algunos de los más famosos y emblemáticos cuadros de Gauguin, del empeño alucinado y la sensualidad que no se agota en sí misma, sino que decanta en creación.
El otro asunto que sustenta la película es ese rincón de Tahití, en su aspecto geográfico y humano. Desde paisajes solitarios de deslumbrante belleza –esa especie de “mundo recién nacido” que el artista persigue a costa de notorios sacrificios físicos– al paisaje poblado por seres de otra cultura mostrada como más espontánea, más suelta en sus relaciones entre sí y con la naturaleza, donde el solitario puede recuperar algo de infancia jugando con los niños en una playa. Aparece asimismo, como pincelada lateral, el mundo colonial mirado de soslayo, sin detenerse en él, a través de dos de sus manifestaciones: el mercado y la iglesia.
Gauguin es un tema demasiado ambicioso para cualquier cineasta, y esta película lo demuestra. Intentar mostrar la gestación de imágenes pictóricas a través de otra imagen, la del cine, asunto engorroso es, puesto que la creación artística parte de una interioridad que, simplemente, no se puede filmar. Las manifestaciones exteriores de esa interioridad creativa es lo que trata de mostrar esta película, enfocando el hombre que crea y el mundo que lo rodea y, circunstancialmente, lo sustenta. El resultado es ambiguo: quien nada sepa de Gauguin probablemente quede afuera de esa epopeya de alumbramiento y locura, y hasta genere cierto fastidio por ese tipo obcecado. Quienes tengan alguna idea de lo que significó el arte de Gauguin, para su tiempo y después, quizá aprecien ese traslado a un mundo perdido y puedan sentir algo de la locura, la angustia y la sensualidad que lo recorrió.
- Gauguin. Viaje a Tahití. Edouard Deluc, Francia, 2017.