La lluvia y el sol han desdibujado las letras, pero al observador atento aún le es posible distinguir el anuncio que un año atrás convocaba a clientes en una jornada cualquiera: “Se llenan formularios para la embajada. Profesionalidad absoluta”.
Decenas de carteles similares colgaban de los edificios colindantes con la embajada de Estados Unidos en La Habana. Tal vecindad era el “gran valor de esta parte de (el barrio) El Vedado”, recuerda Genaro, un conductor de autobuses jubilado, sobre la actividad comercial que brotó cuando los cubanos acudieron en masa a solicitar la entrada a Estados Unidos. “El que no hacía papeles, preparaba para las entrevistas o alquilaba habitaciones. Algunos apartamentos llegaron a rentarse hasta en mil dólares al mes”, comenta con un dejo de nostalgia. En aquellos tiempos el trabajo en una cafetería particular cercana le permitía engrosar su magra pensión. Incluso, alguna que otra vez, alquilaba el baño de su pequeño apartamento a personas urgidas de un aseo antes de la decisiva cita consular.
En un país donde buena parte de la población tiene como proyecto de vida emigrar, la representación diplomática de Estados Unidos se convirtió para muchos en una suerte de puerta a la tierra prometida. Mas los cambios en la política migratoria de Donald Trump acabaron con la constante actividad que bullía en la zona. Un día Washington dio la orden de suspender los trámites que allí se realizaban y aprobó la insólita decisión de trasladarlos hacia las capitales de Guyana, Colombia y México.
PROMESA DE CAMPAÑA. La “recriminalización” de Cuba era un compromiso de campaña que Trump no podía darse el lujo de incumplir. En especial, por el decisivo papel que juegan los líderes del exilio de Miami en la definición del colegio electoral de La Florida. Consciente de que su llegada al despacho oval pasaba por desmarcarse de la política de normalización de Obama, el magnate neoyorquino apostó, según sus propias palabras, al “endurecimiento de las sanciones contra la dictadura, atacando su capacidad para obtener recursos a través de numerosas empresas militares”.
La “lista de entidades y subentidades restringidas” del Departamento de Estado constituye la piedra angular de esa estrategia. En noviembre de 2017 su primera publicación incluyó a 179 instituciones vinculadas con los ministerios del Interior y las fuerzas armadas revolucionarias; la actualización de este año sumó otras 26, entre las que resaltan dos de los nuevos hoteles de alto standing con los que La Habana busca incrementar los ingresos de la industria turística.
Su inclusión en la lista prohíbe a las empresas y ciudadanos estadounidenses –así como a sus subsidiarias radicadas en otros países– establecer vínculos con ellas.
LA LISTA NEGRA. El principal objetivo de las sanciones es el Grupo de Administración Empresarial Sociedad Anónima (conocido como GAE por sus trabajadores y como GAESA fuera de la isla), un holding corporativo formalmente civil pero dirigido por ex oficiales castrenses. Aunque las informaciones sobre su estructura funcional son secretas, hasta hace algunos meses se sabía que su presidencia la ocupaba el general de brigada Luis Alberto Rodríguez López-Callejas, ex yerno de Raúl Castro y padre de su nieto preferido, Raúl Guillermo Rodríguez Castro (jefe del cuerpo de seguridad que lo protege).
Al GAE están subordinadas las mayores corporaciones hoteleras y de tiendas “en divisas” del país, constructoras, marinas, agencias financieras, gasolineras y un largo etcétera de otras dependencias. Sus empleados son considerados legalmente “trabajadores civiles de la defensa” y están subordinados a la jurisdicción militar.
Apenas publicada la actualización del listado, analistas como el profesor universitario Juan Triana le restaron importancia, debido a que “el GAE no controla cadenas hoteleras como Cubanacán o Gran Caribe y, además, el 70 por ciento de la economía cubana se sustenta en sectores fuera de su control, como el azucarero, el níquel, la producción de ron y tabaco, la biotecnología y la explotación de petróleo”, según señaló el economista en declaraciones a la agencia Efe.
Pero también hay quienes pronostican un escenario menos optimista, basado en los pobres desempeños de industrias otrora fundamentales, como el azúcar o la minería niquelífera (la primera lleva años alcanzando a duras penas cosechas equivalentes a las de un siglo atrás; la segunda se enfrenta a precios deprimidos y al agotamiento confirmado de sus reservas).
Engrosando las preocupaciones de las autoridades de la isla sobre la situación económica del país, a mediados de noviembre el Ministerio de Salud Pública cubano se vio obligado a suspender la participación de sus especialistas en el programa Mais Médicos, de Brasil. El programa fue fruto de un acuerdo establecido en 2013 con la entonces presidenta Dilma Rousseff y mantenido –e incluso ampliado– en tiempos de Michel Temer, pero el presidente electo, Jair Bolsonaro, no tardó en arremeter contra las condiciones de la participación cubana, calificándolas de “esclavitud moderna” que “nutre las arcas de la dictadura”.
La retirada de cerca de 8.400 médicos supone un duro golpe para el sistema sanitario brasileño (algunos analistas hablan de más de 40 millones de personas que quedarán sin cobertura asistencial), pero no lo es menos para las finanzas de La Habana, que tiene en la exportación de servicios profesionales su principal fuente de ingresos.
Significativamente, las incendiarias declaraciones de Bolsonaro coincidieron –casi con precisión cronométrica– con la publicación de la lista de marras por parte del Departamento de Estado. Dos ataques bajo la línea de flotación del gobierno de Miguel Díaz-Canel, que tiene en la economía su gran asignatura pendiente.
DESACUERDOS EN EL CONGRESO. A comienzos de noviembre los congresistas republicanos Rick Crawford, Tom Emmer y Roger Marshall se refirieron a Cuba como “un mercado imperativo para las ventas agrícolas de Estados Unidos”, en un artículo para el periódico The Hill, especializado en temas congresionales.
Su enfoque parecía salido de las oficinas del Palacio de la Revolución. Desde hace tiempo La Habana intenta convertir el bloqueo en un tema de debate para el Capitolio, poniendo en el centro de la agenda los 2.000 millones de dólares que cada año destina a la importación de alimentos. “Once millones de habitantes no son un mercado a desaprovechar”, resaltó a finales de setiembre el presidente Díaz-Canel, al reunirse con una delegación de empresarios norteños encabezada por el ex secretario de Agricultura Thomas Vilsack. “Nuestras compras se hacen muy complejas, con países que están a enorme distancia. Comprar alimentos, que se conocen que son de muy buena calidad, producidos por ustedes, para nosotros representaría facilidades y oportunidades”, agregó el mandatario, antes de recordar que a la factura pudieran sumarse los más de 4 millones de turistas que viajan al país en cada ejercicio fiscal.
Pese a las numerosas leyes que penalizan los vínculos entre ambas naciones, una disposición del año 2000, aprobada por el presidente Bill Clinton, permite a la isla importar insumos agrícolas desde su vecino, siempre y cuando los pagos se realicen en efectivo y en el momento del embarque.
LINGUA FRANCA. Cuba no constituye uno de los principales mercados para Estados Unidos, pero tampoco puede considerársele despreciable. Entre 2001 y 2014, la isla gastó en esas transacciones alrededor de 4.980 millones de dólares, y en 2017 –a pesar de la crisis de liquidez que sufre La Habana– 269 millones. Mientras, la agricultura estadounidense vive su momento más difícil de los últimos 12 años, debido a la inestabilidad de los mercados y la guerra comercial emprendida por Trump.
Ya en 2014 el “deshielo” impulsado por Obama y Raúl Castro contó con el respaldo decisivo de numerosos congresistas estadounidenses, incluidos no pocos republicanos del sur, influenciados por poderosas asociaciones de productores agropecuarios. Consciente del poder de esos gremios y de que la última palabra sobre el bloqueo deberá decirse en el Congreso, Díaz-Canel se empeña en su campaña de “lobbismo” comercial, cifrando sus esperanzas en el lenguaje que mejor entienden en “América”: el de los negocios.
Así quedó de manifiesto durante su visita a Nueva York, a finales de octubre. Sus encuentros con artistas como Robert de Niro sirvieron para solapar los intercambios que en paralelo sostenía con representantes de la Cámara de Comercio, el sector financiero y varias universidades. “Seguimos pensando que el camino de la normalización es el único posible entre nuestros dos pueblos”, aseguró Díaz-Canel, pese a que la Casa Blanca se empeñó en ignorar lo más ostensiblemente posible su visita.
A todas luces, la nueva estrategia cubana pasa por sumar “protectores” comprometidos en el mundo de los negocios y, de ahí, lograr apoyos en el Congreso estadounidense. Quién sabe si sea un camino mucho más largo, pero más seguro.