Peces de plata - Semanario Brecha

Peces de plata

Las limitaciones familiares y estatales para mantener los archivos de grandes hitos de la cultura nacional.

Trabajando en el Archivo Zitarrosa. Foto: Martín Monteiro, coordinador del archivo Zitarrosa.

Aharonián, Levrero, Zitarrosa. La falta de presupuesto y de políticas de preservación de los archivos que legan los creadores
e investigadores empuja a las familias a ensayar diversas alternativas para evitar el deterioro y el olvido. Aunque se hayan dado pasos importantes en los últimos años, la historia demuestra que ni los acervos de los máximos hitos de nuestra cultura tienen su existencia asegurada.

La temprana muerte en 1966 del destacado musicólogo Lauro Ayestarán empujó el enorme archivo que construyó durante décadas a las manos de sus familiares. Días después del fallecimiento se materializó ante la familia un hombre con un cheque de la Fundación Ford y una pregunta en los labios: ¿Cuánto quieren? A pesar de las dificultades económicas en que se encontraba, su viuda respondió que el archivo no estaba en venta.

En varias oportunidades los deudos ofrecieron el material al Estado, pero pasaban los años y a las autoridades seguía sin interesarle: el archivo comenzaba a deteriorarse. En los años noventa, con la casa abarrotada de ficheros, aparatos de sonido, fotos y grabaciones, la familia de Ayestarán terminó por vender 6 mil partituras con pie de imprenta nacional a la biblioteca del Congreso de Washington. Hasta el día de hoy allí se guarda la partitura original del himno uruguayo.

Recién en 2002 la administración pública se hizo cargo del acervo del investigador y lo trasladó a la órbita del Museo Histórico Nacional. En 2009, con el fin de divulgar el archivo y transformarlo en algo vivo, se creó el Centro Nacional de Documentación Musical Lauro Ayestarán (Cdm),1 que alberga la mayor parte del acervo. Actualmente el trabajo del musicólogo permanece fraccionado entre el museo, el centro que lleva su nombre y el Congreso estadounidense.

El músico Rubén Olivera, coordinador del Cdm, sostiene que vivimos “un momento particular, debido al fallecimiento de personas importantes con archivos importantes, como Eduardo Galeano, Washington Benavides, Daniel Viglietti, Coriún Aharonián y Graciela Paraskevaídis”. Afirma que es fundamental “seguir buscando lugar para albergar los archivos y recursos para mantenerlos”, además de “activar políticas generales y crear protocolos” que indiquen cómo y quién se hace cargo de los acervos una vez que fallecen sus creadores. Al igual que el Cdm, son varias las instituciones que, más allá de su voluntad, no cuentan con personal suficiente o espacio físico para recibir donaciones de gran volumen.

CUATRO CUADRAS Y MEDIA DE DISCOS. Cuando Nairí nació, el archivo de sus padres era parte de la casa donde vivían. Su primer acercamiento a él, naturalmente, consistió en treparse a las bibliotecas como un mono. Entonces sus dimensiones no eran las de ahora, el archivo creció con el tiempo, como la niña, y se convirtió en uno de los más importantes de América Latina en lo que respecta a música y musicología.

A medida que pasaron los años, los discos, las partituras y los libros se fueron multiplicando y el espacio, reduciéndose, razón por la que debieron ser mudados a otro apartamento del edificio y, más tarde, a otro. Mientras tanto el impulso montañista de la pequeña, que se convertía en adolescente, fue remplazado por la curiosidad sobre lo que contenían los muebles. Si mostraba interés en algún disco, sus padres le arrimaban algunos otros relacionados y, en vez de una, terminaba escuchando decenas de grabaciones.

Los padres del archivo y de Nairí, Coriún Aharonián y Graciela Paraskevaídis, ambos musicólogos y compositores, murieron el año pasado, no sin antes preocuparse acerca del destino que tendría el archivo cuando ellos ya no estuvieran. “Desde hacía mucho tiempo pensaban cómo garantizar que pudiera seguir abierto y vivo. Estaban de acuerdo en que se mantuviera lo independiente que siempre había sido, del Estado, las empresas y las instituciones internacionales”, explica la hija, que heredó el acervo.

La colección llena las paredes y los centros de un apartamento de 100 metros cuadrados. Comprende grabaciones inéditas y éditas, mayormente de música culta contemporánea y música popular: discos de pasta y de vinilo, casetes, Cds –un robo hace al menos 15 años en el que intervino Delitos Complejos hizo adelgazar el conjunto de grabaciones en este soporte–, además de muchísimas partituras, programas, libros y correspondencia con otros músicos e investigadores de diversos rincones de América Latina. Si se pusieran los materiales en una línea, formarían una hilera de 450 metros de largo.

Padres e hija trabajaron sobre la idea de crear una fundación, hoy día próxima a concretarse, sostenida por colaboradores cercanos y amigos de la pareja. El fin es que la organización trabaje a partir de proyectos específicos con otras instituciones, pero manteniendo la autonomía. “Esta decisión –afirma Nairí– implica el conocimiento que tenían ambos de las dificultades del Estado a la hora de asumir los archivos en términos físicos y de recursos humanos, y de mantenerlos unificados.” “Mis padres –dice– conocían cómo se comportaban las instituciones que, con genuino interés, terminaban desmembrando los archivos, ya fuera porque están encargadas de soportes o temas específicos o porque cada organismo puede afrontar sólo una parte del presupuesto.”

El fraccionamiento, uno de los grandes problemas a los que se enfrentan los archivos, puede implicar la pérdida del sentido con el que fue organizado el material. El archivo de la familia Aharonián-Paraskevaídis no está ordenado con base en criterios archivísticos o bibliotecológicos tradicionales, sino que está pensado como un recorrido que permite, por ejemplo, contextualizar una partitura a través de otros materiales.

“¿Por qué hay una biblioteca de historia de América Latina dentro del archivo, si podés consultar un libro en cualquier otra biblioteca? Por el sentido con que se construyó ese archivo. Si agarrás una partitura y el programa, te fijás el año de la primera ejecución y ves que la partitura tiene un epígrafe sobre algo que no entendés, vas a agarrar el librito de historia, que lo tenés ahí, y a comprender qué significación tuvo el estreno de la obra en ese momento”, ilustra Nairí, que pretende que el espacio se mantenga como un lugar de trabajo, un lugar poblado, como lo era cuando Graciela y Coriún daban clases, y no sólo un ámbito de conservación de los materiales.

Aunque varias instituciones han mostrado preocupación por que se mantenga el archivo, optar por una fundación responde, también, a intentar evadir los tiempos estatales, “que no quede como muchos archivos, colgado, a la espera de una resolución, y que no se termine muriendo su recuerdo”.

Por otra parte, el archivo no podría darse el lujo de esperar demasiado tiempo condiciones de conservación un poco más sofisticadas que las actuales, principalmente las cintas de audio y el papel. “Mi padre pasaba mucho tiempo limpiando, ventilando e intentando preservar el papel de los peces de plata y bichitos varios, que eran su gran obsesión”, recuerda.

Hoy que sus padres no están, la hija cuida de uno de los patrimonios musicales más importantes del continente y asume con esfuerzo los costos económicos de su preservación, sin ningún tipo de ayuda estatal. Intenta que el archivo no muera, literalmente, tras ellos.

EN TANTO, TODAS ESAS CAJAS. Hace dos años y medio los hijos de Mario Levrero organizaron una venta de casi dos mil libros que el escritor había dejado huérfanos tras su muerte, en 2004. Desde entonces la voluminosa biblioteca –con variedad de títulos y tendencia al género policial– había permanecido en la casa de su ex esposa y albacea, y luego en la de su hijastro, Juan Ignacio Fernández.

“Tenía los libros desde hacía diez años y se habían transformado en una carga, no me permitían mudarme, andar más liviano o tener mis propios libros. A nivel simbólico significaba seguir cargando con ese peso de lo que se hereda, y al mismo tiempo era una herencia congelada o muerta porque sólo yo, mis amigos o gente cercana podía acceder”, dice Juan. La venta fue la forma que sus hijos encontraron para que “el material dejara de ser una carga para uno y pudiera ser contenido y disfrutado entre muchos”.

En estos días la Sección de Archivo y Documentación del Instituto de Letras de la Facultad de Humanidades terminó la catalogación y escaneo del archivo personal del escritor, que incluye manuscritos, fotografías, dibujos, cartas y sus publicaciones. Estos documentos no formaron parte de la venta –que sólo incluyó libros de otros autores que Levrero tenía– y fueron prestados en 2011 a Humanidades para su digitalización y posterior puesta online. El proceso, que inicialmente implicaría dos años, llevó siete. No fue por falta de voluntad del personal –mayoritariamente pasantes entusiastas–, sino porque eran pocos los destinados a la tarea, sumado a cuestiones internas de la institución.

Ahora que parte del trabajo terminó, sigue otro desafío: buscar un lugar al que vayan a parar definitivamente los documentos físicos, que requieren, como todos los archivos, espacio y condiciones de temperatura y humedad apropiadas. Sólo el catálogo de los materiales acumula 260 páginas, lo que describe se guarda en unas 20 cajas que ya no entran en el líving de Juan.

“Soñamos con que sería lindo tener una fundación, pero eso implica mucho dinero, dedicación y gente. Lo que recorrimos para llegar a la catalogación y escaneo nos dio una impresión de hasta dónde se puede ir, la digitalización fue lo más realista, lo mejor que pudimos conseguir. Para que esos archivos estén accesibles al público en un lugar apropiado, como en una biblioteca, con mesas amplias, computadoras… ¿dónde está ese lugar?”, se pregunta. “No existe, uno podría ponerse al hombro ese proyecto y tal vez saliera en 15 años, pero en el medio están todas esas cajas, sin que nadie pueda acceder a ellas.”

La familia hizo, sin éxito, gestiones para que la Biblioteca Nacional albergara el archivo. “Tampoco fuimos a pedirle una reunión a María Julia Muñoz, sentimos que ese camino sería una gran pérdida de tiempo. Hay que preguntarse qué patriada querés hacer para llegar hasta qué punto. A veces se vuelve una lucha contra molinos de viento, y tenés la sensación de que estás pidiendo más de lo que se puede dar. Somos el país que somos, con los recursos y necesidades que tenemos. Imaginate que el tesoro de Zitarrosa estuvo a punto de deteriorarse; Levrero ha cobrado una relevancia impresionante, pero no es Zitarrosa”, afirma.

Los deudos del escritor –ellos lo llaman Jorge, su primer nombre– han comenzado a ofrecer el material a universidades del exterior. A su entender, no tiene sentido que se quede en el país “en un lugar de difícil acceso, con hongos y ratones”.

El último día de la venta de los libros de Levrero, un domingo de otoño, un aviso del evento en la página de Facebook anunciaba que desde ese momento las novelas policiales, que estaban siendo relegadas, iban a venderse a 20 pesos: “400 personas pasaron por este líving”, continuaba el post.

No faltaron las críticas, a algunos les dolía que se desmembrara la biblioteca y que el material no pudiera conservarse unido para ser apreciado por quien pretende entender al autor. Ante esos reparos, y antes de vender la biblioteca, los hijos, junto con una brigada de fans, revisaron uno por uno los libros y fotografiaron las pocas anotaciones, subrayados o marcas que el escritor había dejado en ellos.

También a Juan, de vez en cuando, las dudas lo atravesaron, pero el sentimiento de satisfacción invadía su líving cada vez que un lector abandonaba el lugar con una sonrisa en la cara y un libro en la mano. Para él la biblioteca de su padrastro sigue existiendo, sólo que en muchas casas. “Andá a saber –dice–, tal vez en algún momento Levrero me cobre la decisión que tomamos.”

Archivo Aharonián-Paraskevaídis / Foto: Nairí Aharonián Paraskevaídis

LARGO CAMINO. A casi 30 años de la partida de Alfredo Zitarrosa, días atrás se presentó en el teatro Solís el resultado del proyecto de rescate de su archivo audiovisual. El trabajo incluyó el tratamiento y la digitalización que hizo el Archivo General de la Udelar (Agu) de alrededor de mil documentos audiovisuales y sonoros: grabaciones, ensayos, entrevistas, recitales, entre otros materiales, en una amplia variedad de formatos.

“El proceso fue largo”, aclara Martín Monteiro, yerno de Zitarrosa y coordinador del archivo. El músico era constante a la hora de tomar registros, y por tanto dejó un montón de documentación. Guardaba copias de las cartas que enviaba –escritas a máquina con papel carbónico–, y las recibidas, todas ordenadas por fecha. También afiches de espectáculos, programas, las notas de prensa en las que aparecía, en Uruguay y en el exilio, y las de su autoría. Acumuló unas 5 mil fotos, incluyendo diapositivas y negativos. Y más de mil horas de grabación, entre cintas de carrete abierto y casetes.

“Cuando Alfredo se murió, Nancy (su pareja), Moriana y Serena (las hijas) debieron asumir esa carga pesada del archivo, pesada por lo que implica tener todo eso de un ser querido que se va, pero también por la responsabilidad de tener algo que en parte es nuestra cultura”, dice Martín. Las mujeres cuidaron del acervo como pudieron, prácticamente solas, hasta que a mediados de los noventa comenzaron a buscar formas de evitar su deterioro. “Apareció, no sin dificultades, un primer apoyo de la Intendencia de Montevideo (IM), de algunos miles de dólares, y del Fondo Nacional de Música para iniciar tareas de preservación”, cuenta.

El trabajo con las cintas magnéticas, que rápidamente sufren el paso del tiempo, era lo más urgente. El apoyo económico, sumado a los recursos de la propia familia, alcanzó para digitalizar unas 120. Con materiales del archivo se generaron discos y libros para la venta, cuyas ganancias fueron reinvertidas en la digitalización.

En 2002 se acabaron los fondos y el trabajo con el archivo quedó congelado durante más de una década. Excepto por buena parte de las cintas digitalizadas, que las acogió Cinemateca, las gestiones para albergar el acervo tampoco prosperaban.

“No hubo forma, en esos años, de encontrar un apoyo. Cada vez que hablábamos con diferentes instituciones, actores políticos o personas de la cultura, todos se mostraban interesados y reconocían la importancia de mantener el archivo. El tema es que no había un hueco donde pudiera entrar, o los lugares no contaban con la gente necesaria para hacerse cargo”, explica Martín. Nadie, tampoco, sabía de dónde sacar los recursos para financiar los trabajos de preservación, “el dinero nunca aparecía”.

En 2015, a través de la IM, el archivo fue recibido por el Centro de Investigación, Documentación y Difusión de las Artes Escénicas, del teatro Solís. Poco después el Ministerio de Educación y Cultura financió con 3 millones de pesos el trabajo de rescate realizado por Agu. La Escuela de Bellas Artes también aportó en la digitalización de fotos, diapositivas y negativos.

Actualmente el archivo, en custodia de la familia, mantiene parte de las cintas en Cinemateca y el resto del material en el teatro Solís. Lo que aún no está claro es cómo accederá a él la gente.

“Pasa el tiempo y a pesar de los apoyos sigue siendo difícil encontrar los mejores caminos para tener el archivo en condiciones y mostrarlo al público. Son años de historias y de cosas que no terminan. Lo óptimo sería generar un espacio en donde se pudiera ver el estudio de Alfredo reconstruido, sus bibliotecas, hoy día es casi imposible, no hay recursos”, afirma el yerno de Zitarrosa.

“Más allá de que nos consideramos afortunados y agradecidos por los apoyos recibidos –dice–, es lamentable que sigamos sin tener una política pública general de preservación de nuestra memoria colectiva.”

  1. Días atrás el Cdm ganó el premio Morosoli por su dedicación a promover la investigación, conservar, construir y difundir la memoria musical uruguaya.

 

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Si de cine se trata

Aunar esfuerzos

Isabel Wschebor, coordinadora del Laboratorio de Preservación Audiovisual del Archivo General de la Udelar (Agu), sostiene que no hay instrumentos públicos para guardar los archivos de cine. Según su parecer, es necesario generar un espacio donde el Estado preserve lo que está huérfano de custodia y donde, además, guarde copias de todo lo que se produce. En este sentido subraya que algunos tipos de producción cultural –entre ellos el cine– no cuentan con una figura de depósito legal, esto implica la falta de registro de los títulos y que no se guarden copias.

Wschebor afirma que las decisiones sobre el destino de los archivos se toman de manera contingente, pues no hay un procedimiento establecido, ni infraestructura ni presupuesto, y tampoco una política central al respecto.

Para el caso del cine, explica que existe una red de instituciones que trabajan de forma coordinada, reunidas en la Mesa Interinstitucional de Patrimonio Audiovisual.1 Esta red brega por la creación de un depósito único de materiales para, entre otras razones, hacer más efectiva la inversión que requieren los lugares de conservación. Dado el volumen fílmico del país, que representa sólo una cuarta parte del de San Pablo, la idea no sería tan difícil de concretar. 

  1. Integrada por el Instituto del Cine y el Audiovisual del Uruguay, Cinemateca Uruguaya, el Archivo Nacional de la Imagen y la Palabra (del Sodre), la Universidad Católica y el Agu.

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Con Alicia Casas, directora del AGN

Dos para el tango

La llamada ley de archivos –número 18.220– data de hace más de una década y establece que es deber del Estado “la conservación y organización del patrimonio documental de la nación” y “de los documentos de gestión como instrumentos de apoyo” a la administración, a la cultura y a la ciencia, así como “garantizar a sus archivos las condiciones necesarias, en cuanto a edificios y equipamiento”. También determina que es el Archivo General de la Nación (Agn), dependiente del Ministerio de Educación y Cultura, “el órgano rector de la política archivística nacional”, es decir, el encargado de diseñar y ejecutar las políticas y asesorar en la gestión archivística.

Según explica su directora, Alicia Casas, el Agn se encarga mayormente de los documentos en papel. Salvo excepciones –pues, por ejemplo, de él depende el Cdm–, recomienda a quienes disponen de archivos en soportes diferentes (o bibliotecas) acudir a otras instituciones. Con base en estas consideraciones podría decirse que albergar o preservar determinados archivos depende de la voluntad o las posibilidades de estas otras instituciones.

Casas sostiene que no le consta que existan manuales de procedimiento que establezcan cómo y qué instituciones deberían encargarse de los archivos que legan los creadores. Sin embargo, la directora del Agn alude a un problema que entiende crucial para que efectivamente la administración pública absorba los archivos: “Si el Estado da dinero, tiene derecho a pedirle al privado una contrapartida. ¿Estaría bien que el Estado me pusiera dos o tres bibliotecólogos que me ordenaran la biblioteca que está en mi casa y la dejaran allí, sin que el resto tenga acceso?”.

“El Estado –señala– no puede ser dador para una parte sola. A la vez de ayudar a mantener los acervos que son importantes para la sociedad, tiene que darle a la población la posibilidad de acceder a ellos.”

“Hay que ver las dos patas, you need two to tango, se necesitan dos para bailar el tango”, dice Casas, que afirma que no es lo más común que las familias cedan los archivos sin contrapartidas, y que las condiciones de las partes a veces son incompatibles.

También señala que la postura de los deudos es entendible, ya que en muchos casos los causahabientes tienen royalties: “Yo no puedo exigir a los familiares que me entreguen las obras cuando están generando derechos de autor”.

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